RENÉ DESCARTES (1596 – 1650)

Biografía

René Descartes nació en 1596 en La Haye, un pequeño pueblo de Turena, Francia, que hoy lleva su nombre en su honor. Su familia era de la baja nobleza. Su padre era consejero del Parlamento de Bretaña y su madre falleció al poco de nacer él. Entre 1606 y 1614 estudió en el colegio de La Flèche, un centro muy prestigioso fundado por Enrique IV y dirigido por los jesuitas, una orden religiosa que destacaba por su rigor educativo y su fuerte interés por las matemáticas y las ciencias. Es allí donde estudia autores clásicos como Homero, Platón, Aristóteles, Cicerón, etc. y la filosofía escolástica de Tomás de Aquino y Francisco Suárez.

En 1616 obtuvo la licenciatura en Derecho en la universidad de Poitiers, pero quedó insatisfecho con el conocimiento que le ofrecían tanto el derecho como la filosofía tradicional, basada en Aristóteles y la escolástica, que él consideraba llena de disputas y dudas. A pesar de esta crítica, muchas de las palabras y conceptos que usó más tarde provenían precisamente de esta tradición, aunque con un sentido renovado. También retomó algunas ideas agustinianas, como la importancia de la introspección y la certeza interior. En todo caso, para Descartes, las matemáticas eran la única ciencia que le ofrecía certezas claras y evidentes, y le sorprendía que no se hubiera avanzado más partiendo de esa base sólida.

Tras terminar los estudios decidió abandonar el Derecho para viajar y conocer mundo, aunque algún biógrafo señala que es en esa época cuando comienza a trabajar de espía para los jesuitas enrolándose en diferentes ejércitos en el marco de la Guerra de los 30 años contra los protestantes. Entre 1618 y 1619 estuvo en Holanda y luego en la corte de Mauricio de Nassau, príncipe de Orange, donde se formó militarmente y desarrolló una amistad con Isaac Beeckman, un físico y matemático con quien compartió interés por la física y las matemáticas. Beeckman influyó mucho en la formación científica de Descartes, especialmente en la aplicación del método matemático a la naturaleza.

La noche del 10 de noviembre de 1619, mientras servía en el ejército del duque Maximiliano de Baviera y se encontraba acuartelado cerca de Ulm, Descartes tuvo tres sueños que marcaron un punto de inflexión en su vida. Según su propia interpretación, recogida en un manuscrito titulado Olympica —hoy perdido—, aquellos sueños le revelaron las bases de lo que llamó «una ciencia admirable». Esta experiencia onírica fue decisiva para que se convenciera de la necesidad de elaborar un método riguroso que permitiera alcanzar un conocimiento verdadero y unificar todas las ciencias. A partir de ese momento, Descartes dio comienzo a su gran proyecto filosófico y científico.

Un poco más tarde, alrededor de 1620, entró en contacto más o menos indirecto con miembros de la Orden de los Rosacruces, un grupo secreto y esotérico que buscaba el conocimiento oculto y la reforma espiritual de la humanidad a través de la ciencia, la filosofía y la mística, lo que coincidía con sus propias aspiraciones.

Entre 1622 y 1629, Descartes permaneció en Francia, moviéndose entre París y la región de Bretaña, y dedicando cada vez más tiempo a la reflexión filosófica. Fue una etapa de búsqueda y maduración intelectual en la que consolidó su decisión de abandonar la vida errante y centrarse en la elaboración de un pensamiento propio. En noviembre de 1627 entró en contacto con el cardenal Pierre de Bérulle, figura destacada del catolicismo reformista francés. Este comprendió rápidamente la importancia del proyecto intelectual de Descartes y le impuso una «obligación de conciencia» para que retomara con seriedad el estudio de la filosofía y comenzara a escribir un sistema propio. Gracias a ese estímulo, Descartes se retiró a Bretaña durante el invierno de 1627-1628 y comenzó a redactar Reglas para la dirección del espíritu, una obra en la que trataba de establecer las bases de su método.

Por esa misma época, Descartes se movió en ambientes intelectuales marcados por la defensa de la libertad de juicio, la autonomía moral y el derecho a investigar sin someterse a la autoridad eclesiástica ni a la tradición escolástica. En este contexto, mantuvo contacto con los llamados círculos libertinos, un conjunto de salones, tertulias y grupos de discusión formados por escritores, poetas, científicos y filósofos que compartían una actitud crítica hacia la religión institucionalizada, los dogmas heredados y el orden social impuesto. Los libertinos del siglo XVII, influidos por el escepticismo de Montaigne y por un racionalismo incipiente, proponían una forma de vida basada en la razón y la observación de la naturaleza. Desconfiaban de la revelación y de toda doctrina impuesta, y concebían el conocimiento como una tarea libre, personal y crítica. Aunque Descartes no compartía la moral hedonista ni el ateísmo radical que caracterizaban a algunos de estos autores, coincidía con ellos en el rechazo al dogmatismo y en la necesidad de construir una filosofía fundada en la claridad y la evidencia. Por eso, su paso por estos ambientes dejó huella en su modo de pensar, incluso cuando luego buscó distanciarse del escepticismo excesivo que algunos libertinos defendían.

Después de sus años de viajes, en 1628 se estableció definitivamente en Holanda, un país que en aquel tiempo era un refugio para filósofos y científicos gracias a su relativa libertad religiosa y tolerancia política. En este ambiente, Descartes pudo trabajar tranquilo, lejos de la censura y las persecuciones religiosas que amenazaban en otros lugares. Allí permaneció hasta 1649, cambiando varias veces de residencia y desde donde difundió sus ideas por toda Europa.

Un punto de inflexión en su trayectoria intelectual tuvo lugar en 1633, cuando Descartes termina su Tratado del mundo, una obra en la que abordaba la física y la cosmología desde una perspectiva mecanicista. Sin embargo, la condena de Galileo Galilei por la Iglesia Católica ese mismo año le hizo temer por la aceptación de su obra, que defendía el heliocentrismo, el movimiento de la Tierra y el método científico basado en la observación y las matemáticas. Descartes llegó a estar a punto de quemar todos sus papeles, como confesaría en una carta a su amigo Mersenne, porque si el movimiento de la Tierra era falso, toda su filosofía quedaba en entredicho. A pesar de esto, no abandonó la idea de publicar su obra, aunque de forma parcial.

Así, en 1637 publicó el Discurso del método, donde expuso su método para dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias. Este texto iba acompañado de varios ensayos, como La Dióptrica, Los Meteoros y La Geometría, donde aplicaba su método a problemas concretos de óptica, meteorología y matemáticas.

La muerte de su hija Francine en 1640, a los cinco años por escarlatina, marcó un cambio en los intereses de Descartes. Tras la publicación en 1641 de las Meditaciones metafísicas, donde expuso sus ideas filosóficas centrales y respondió a críticas de pensadores como Hobbes, Arnauld y Gassendi, Descartes orientó cada vez más su atención hacia la fisiología y la psicología. En 1644 publicó Los principios de la filosofía, dividida en cuatro partes, en las que abordaba temas que iban desde la filosofía general hasta la física y la cosmología, cuidando especialmente de evitar posturas que pudieran provocar censura, en particular sobre el movimiento de la Tierra y el aristotelismo. Y en 1649 publica su último texto, el Tratado de las pasiones del alma, en la que estudia las emociones o pasiones desde una perspectiva filosófica y científica. Descartes busca entender qué son las pasiones, cómo se originan y cómo afectan a la salud del cuerpo, al alma y a la razón.

En el mismo 1649, Descartes acepta la invitación de la reina Cristina de Suecia para trasladarse a Estocolmo a darle clases particulares. Es allí donde murió poco tiempo después, en febrero de 1650, quizá por neumonía o envenenado con arsénico.

 

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.

 

Obras

René Descartes comenzó su producción filosófica y científica con las Reglas para la dirección del espíritu, escritas alrededor de 1628. Esta obra quedó incompleta y no se publicó durante su vida. En ella, Descartes intentaba establecer las bases de un método para usar la razón de forma correcta y alcanzar conocimientos ciertos y claros. Su intención era crear una guía práctica para la ciencia y la filosofía, aunque no llegó a finalizar ni publicar este texto.

En 1633 concluyó el Tratado del mundo, que aborda la física y la cosmología desde una perspectiva mecanicista. En este tratado explica el funcionamiento del universo basándose en leyes matemáticas sobre la materia y el movimiento. Descartes buscaba reemplazar la explicación aristotélica por una ciencia fundada en principios claros y evidentes. Sin embargo, debido a la condena de Galileo ese mismo año, decidió no publicar esta obra, por temor a la censura eclesiástica. El Tratado del mundo se publicó finalmente en 1664, muchos años después de su muerte. Esta obra refleja un contexto de conflicto entre la nueva ciencia y la Iglesia.

En 1637 publicó el Discurso del método, acompañado de tres ensayos científicos: La Dióptrica, Los Meteoros y La Geometría. Estos tres ensayos son fundamentales para entender el desarrollo de la ciencia cartesiana. La Dióptrica es una obra sobre óptica que estudia la luz, la visión y la refracción, aportando ideas innovadoras para la época y sentando bases importantes para la física moderna. Los Meteoros trata los fenómenos atmosféricos y La Geometría es el texto en el que Descartes introduce la geometría analítica, unificando el álgebra con la geometría. El objetivo de esta publicación era presentar su método racional y demostrar que podía aplicarse a distintas ciencias con resultados sólidos y fiables. Este conjunto de obras fue una pieza clave en la revolución científica que transformó el pensamiento europeo.

En 1641 Descartes publicó las Meditaciones metafísicas, una obra filosófica profunda donde expone la duda metódica como herramienta para encontrar certezas indudables. En ella llega a la famosa conclusión «pienso, luego existo» y ofrece argumentos para la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. El objetivo es sentar una base segura para la ciencia y la filosofía, en un momento en que Descartes ya había consolidado su método y buscaba responder a críticas y escepticismos.

En 1644 apareció Los principios de la filosofía, que es un compendio sistemático de su pensamiento filosófico y científico. Dividida en cuatro partes, abarca desde cuestiones filosóficas generales hasta temas de física y cosmología. Con esta obra Descartes pretendía unificar su sistema bajo un marco completo y claro, aunque adoptó posturas prudentes para evitar enfrentamientos con la Iglesia, manteniendo ambigüedad en cuestiones como el movimiento de la Tierra.

Finalmente, en 1649 publicó el Tratado de las pasiones, centrado en la filosofía moral y el estudio de las emociones. Analiza cómo las pasiones influyen en la voluntad y cómo pueden ser dominadas para lograr una vida equilibrada y virtuosa. Esta obra refleja el interés de Descartes en las cuestiones prácticas y éticas durante sus últimos años.

 

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.

 

Su filosofía

Del Renacimiento a la Modernidad

Durante el Renacimiento, el pensamiento europeo vivió una intensa fusión de tradiciones religiosas, filosóficas y esotéricas. El cristianismo convivía con el neoplatonismo, la cábala cristiana, la magia natural, el hermetismo y diversos saberes orientales. Esta mezcla dio lugar a una visión del mundo en la que todo estaba conectado por correspondencias ocultas entre el ser humano, la naturaleza y lo divino. No existía aún un método sistemático de conocimiento, sino una forma de pensar basada en analogías, símbolos, intuiciones místicas y relaciones de semejanza. Filósofos como Marsilio Ficino o Pico della Mirandola buscaron la unidad de estas corrientes en una «sabiduría perenne», anterior al cristianismo mismo, y que habría sido revelada originalmente por Hermes Trismegisto. En lugar de explicar el mundo mediante causas demostrables, lo interpretaban como un tejido de signos y mensajes que exigía desciframiento.

Este modelo de pensamiento, carente de método y lleno de sincretismos, entró en crisis con los grandes descubrimientos geográficos. La llegada de nuevas especies animales y vegetales desde América dejó obsoletos los antiguos compendios de historia natural, que ya no podían dar cuenta de la diversidad del mundo. La naturaleza, lejos de responder a un orden cerrado y armónico, se revelaba caótica e inabarcable. A esto se sumaba una profunda inestabilidad religiosa: la fractura de la unidad cristiana con la Reforma provocó una oleada de conflictos sangrientos que culminaron en la Guerra de los Treinta Años (1618–1648). La guerra entre católicos y protestantes no solo cuestionó la autoridad papal, sino también la posibilidad misma de una verdad religiosa común. Los católicos defendían el papel del papa como única guía legítima para la interpretación de la Biblia. Los protestantes, por el contrario, reivindicaban el derecho de cada creyente y cada príncipe a interpretarla por sí mismos. La verdad se convertía así en un terreno de disputa constante.

En ese contexto de confusión y desencanto, ganaron fuerza las corrientes escépticas. Algunos pensadores, cansados de las guerras religiosas y la inestabilidad doctrinal, propusieron abandonar la búsqueda de una verdad definitiva. Desde su punto de vista, el mundo carece de un criterio claro para determinar qué es verdadero y qué no lo es. Por tanto, la única vía razonable es la suspensión del juicio y la tolerancia mutua. Frente al fanatismo, el escepticismo ofrecía una salida pragmática: si no podemos conocer la verdad con certeza, al menos debemos aprender a convivir sin imponernos unos a otros nuestras creencias.

El filósofo contemporáneo Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, sostiene que el paso del Renacimiento a la Modernidad no fue solo un cambio de ideas, sino un giro profundo en el modo mismo de pensar: una mutación en lo que él llama la «epistéme» o estructura del saber de una época. En el pensamiento renacentista, el conocimiento se organizaba en torno a la analogía, la similitud y la correspondencia entre todas las cosas del mundo —el macrocosmos y el microcosmos, la naturaleza y el lenguaje, el ser humano y lo divino—. Se trataba de una red simbólica donde todo remitía a todo, sin jerarquías claras ni separación entre sujeto y objeto. La Modernidad rompe con este modelo al instaurar una «epistéme» basada en la representación objetiva, la clasificación racional y la separación entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. A partir de entonces, el conocimiento exige método, orden, evidencia y certeza, y se apoya en disciplinas como la biología, la economía o la filología. Descartes es una figura clave en este cambio, pues inaugura el pensamiento moderno al establecer que la única vía legítima para alcanzar la verdad es el uso riguroso de la razón, liberada de prejuicios, analogías y símbolos.

 

El racionalismo cartesiano

Descartes ha sido considerado tradicionalmente el padre de la Modernidad, no tanto por el contenido concreto de sus aportaciones científicas o filosóficas —muchas de las cuales fueron corregidas o superadas en poco tiempo—, como por el cambio radical que introdujo en la forma misma de pensar y conocer. Su importancia reside sobre todo en el método que propone: un modo nuevo de acceder al conocimiento que influirá de forma decisiva en el desarrollo del pensamiento moderno y en la constitución de la ciencia tal como hoy la entendemos. En este sentido, el cartesianismo inaugura una nueva etapa histórica, marcada por la confianza en la razón como guía segura hacia la verdad.

El racionalismo cartesiano se expandió rápidamente por toda Europa y se convirtió en modelo de enseñanza en muchas universidades. En el centro de este enfoque se encuentra la exigencia de claridad y distinción en las ideas: solo aquellas nociones que resultan absolutamente claras y evidentes para la razón pueden ser consideradas verdaderas. Esta exigencia de claridad está íntimamente relacionada con la idea de intuición intelectual: para Descartes, hay verdades que se presentan a la mente con tal evidencia que no pueden ser puestas en duda, del mismo modo que no dudamos de que un triángulo tenga tres lados. Esta concepción recuerda al platonismo, para el cual el conocimiento verdadero es una especie de iluminación interior, así como al agustinismo, que identificaba la verdad con una luz que procede de Dios y que ilumina el alma desde dentro. En Descartes, sin embargo, esa luz no proviene de fuera, sino de la propia razón humana, que contiene en sí misma el criterio de verdad.

Este giro hacia la razón como punto de partida inaugura una nueva forma de entender el conocimiento: ya no se trata de que el sujeto se limite a captar pasivamente el mundo exterior, sino de que construya el conocimiento a partir de sus propias certezas internas. Así se consolida la distinción sujeto/objeto, que será central en la filosofía moderna: el sujeto es la conciencia pensante, autónoma y capaz de conocimiento, mientras que el objeto es aquello que se le presenta como contenido de representación, como algo que puede ser descrito, analizado y comprendido desde fuera, con objetividad. La verdad, entonces, no depende de una autoridad externa (como podía ser la tradición, la Iglesia o los sentidos), sino de la coherencia y claridad con que el sujeto puede representarse el mundo.

Para asegurar esta claridad y objetividad, Descartes desarrolla un método inspirado en las matemáticas, que para él representan el ideal de conocimiento cierto y universal. Este método consiste en cuatro reglas fundamentales: no aceptar como verdadero nada que no se presente de forma evidente; dividir los problemas en partes más simples; ordenar los pensamientos desde los elementos más simples hasta los más complejos; y hacer revisiones completas para no omitir nada. Gracias a este método, el conocimiento se convierte en una construcción racional paso a paso, en la que cada idea se deduce con precisión a partir de las anteriores. La razón, por tanto, funciona como un instrumento autónomo capaz de guiar el pensamiento sin necesidad de recurrir a ningún principio de autoridad.

Aunque Descartes fue el iniciador del racionalismo moderno, no fue su único representante. Esta corriente fue desarrollada por otros pensadores como Baruch Spinoza y Gottfried Wilhelm Leibniz, que compartían la confianza en la razón como fundamento del conocimiento, pero ofrecieron sistemas filosóficos propios y originales. Spinoza, por ejemplo, intentó construir una filosofía rigurosamente racional, inspirada en la geometría euclidiana, partiendo de definiciones y axiomas para deducir todo lo demás. Su obra principal, la Ética demostrada según el orden geométrico, refleja esta ambición de alcanzar la verdad con certeza absoluta mediante la deducción lógica. Por su parte, Leibniz desarrolló una visión del mundo como conjunto de «mónadas» o sustancias simples, guiadas por un principio de armonía preestablecida, y defendió que toda verdad debe cumplir con el principio de razón suficiente, es decir, que nada ocurre sin que haya una razón para ello.

Para comprender bien el racionalismo, es útil compararlo con la corriente opuesta que desarrolló a continuación: el empirismo. Mientras los racionalistas creen que la razón es la principal fuente de conocimiento, los empiristas, como John Locke, George Berkeley o David Hume, sostienen que todo conocimiento procede de la experiencia sensible. Para el empirismo, la mente es como una «tabla rasa» que se va llenando con las impresiones que nos llegan a través de los sentidos. Esta contraposición ayuda a entender que el racionalismo otorga un papel activo a la mente, capaz de descubrir verdades por sí sola, incluso sin necesidad de recurrir a la experiencia externa.

Una de las tesis fundamentales del racionalismo es la existencia de ideas innatas. Frente a la idea empirista de que todas las ideas provienen de la experiencia, los racionalistas sostienen que ciertas nociones están ya en nuestra mente desde el nacimiento. Son ideas que no derivan de los sentidos, sino que se encuentran inscritas en la razón misma. Por ejemplo, las ideas de perfección, de infinitud, de sustancia o incluso de Dios. Estas ideas innatas permiten a la razón construir conocimientos que van más allá de lo que puede ofrecer la experiencia, como los principios de la lógica o las verdades matemáticas, que son universales y necesarias.

El método racionalista se basa en la deducción lógica, a diferencia del método inductivo que caracteriza a la ciencia empírica. Esto significa que los racionalistas confían en que, partiendo de unas pocas ideas claras y evidentes, es posible deducir el resto del conocimiento como en una demostración matemática. Esta confianza en la deducción les lleva a desconfiar de lo que percibimos a través de los sentidos, ya que la experiencia puede engañarnos o variar, mientras que la razón puede ofrecer certeza. Esta concepción del conocimiento como una construcción puramente racional influirá en muchos filósofos posteriores, e incluso en ciertas ciencias formales como las matemáticas o la lógica.

En definitiva, el racionalismo aspira a un conocimiento universal, necesario y cierto, que no dependa de las variaciones de la experiencia ni de la subjetividad del individuo. Su modelo ideal es el conocimiento matemático, que parte de definiciones precisas y se desarrolla de manera rigurosa. Esta aspiración a la certeza absoluta llevó a los racionalistas a desarrollar sistemas filosóficos ambiciosos, en los que la razón actúa como única guía. Aunque el racionalismo será posteriormente criticado por los empiristas y matizado por filósofos como Immanuel Kant, su legado sigue vivo en la confianza en la razón, en la búsqueda de fundamentos seguros para el conocimiento y en el ideal de un saber que pueda ser compartido por todos los seres racionales.

 

La teoría cartesiana del conocimiento

La teoría del conocimiento de Descartes, en su primera formulación, se construye a partir de una convicción fundamental: la unidad del saber. Para él, todas las ciencias particulares no son más que aplicaciones diversas de una misma sabiduría universal, que permanece idéntica en su estructura, aunque se proyecte sobre objetos distintos. Así como la luz del sol ilumina por igual cualquier cosa sobre la que incide, la razón humana puede aplicar sus principios a cualquier campo del conocimiento. Esta idea aparece ya en sus primeras obras, como las Reglas para la dirección del espíritu, donde plantea que la razón, bien dirigida, es capaz de alcanzar verdades firmes y evidentes sin necesidad de recurrir a la autoridad, la tradición o los sentidos, que son fuente de error. Lo decisivo es seguir un método riguroso que garantice que no tomemos nunca lo falso por verdadero.

Este método, que tiene como modelo las matemáticas y la geometría, se fundamenta en la idea de que el conocimiento solo es válido cuando se pliega a la estructura del pensamiento racional. Las cosas que percibimos solo son verdaderas en la medida en que pueden ser reconstruidas racionalmente por el sujeto. Esta concepción implica una visión representacional del conocimiento, en la que el objeto es entendido como aquello que puede ser captado por el sujeto mediante una representación clara y ordenada. No se conoce una cosa por estar frente a ella, sino por poder construir un concepto racional de ella. Esta exigencia se traduce también en la distinción entre propiedades primarias y secundarias: solo las propiedades matemáticamente formulables (como la extensión, el número, la figura o el movimiento) son objetivas; en cambio, las cualidades sensibles (como el color, el sabor o el olor) dependen del sujeto y no ofrecen conocimiento seguro.

La certeza que proporciona su método, según Descartes, no se reduce a alcanzar la verdad, sino que exige también el reconocimiento subjetivo de que esa verdad no puede ser puesta en duda. Solo aquello que es evidente, claro y distinto, puede considerarse absolutamente verdadero. Por eso no hay para él grados de verdad: una proposición es o bien cierta de forma indudable, o bien falsa. Esta concepción se vincula con su ideal de una mathesis universalis, es decir, una ciencia general que pueda aplicarse a todos los objetos del saber, gracias al orden, la medida y la deducción. Las matemáticas se convierten así en el paradigma del conocimiento, y el pensamiento humano se eleva a una especie de saber divino, capaz de descubrir el orden racional que estructura la realidad.

En este marco, Descartes distingue dos modos fundamentales de conocer: la intuición y la deducción. La intuición no es un simple acto de los sentidos ni una imagen de la imaginación, sino una captación directa, inmediata y segura de una verdad por parte de una mente pura y atenta. Es más cierta incluso que la deducción, porque no implica ningún paso intermedio. Un ejemplo sería la captación de que «yo existo» o que «una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo». A la intuición se asocian los criterios de claridad y distinción: una idea es clara cuando se presenta con fuerza y evidencia, como un dolor que no puede pasar desapercibido; y es distinta cuando está perfectamente separada de cualquier otra, sin confusión ni ambigüedad. Por su parte, la deducción es el proceso mediante el cual la mente, partiendo de intuiciones simples, encadena unas ideas con otras y llega a nuevas conclusiones. Es una intuición sucesiva que conecta naturalezas simples mediante pasos lógicos necesarios. Para que este proceso sea efectivo, el conocimiento ha de seguir un doble movimiento: el análisis y la síntesis. El análisis consiste en descomponer una cuestión compleja hasta llegar a sus elementos más simples e irreductibles; la síntesis, en cambio, reconstruye el conocimiento desde lo simple hacia lo complejo, siguiendo un orden racional.

Concretamente, para Descartes, el método consiste en un conjunto de reglas seguras y sencillas. Si alguien las sigue con precisión, nunca tomará por verdadero algo que sea falso. Además, le permitirán avanzar en el conocimiento sin esfuerzo inútil, aumentando poco a poco lo que sabe, hasta llegar a conocer con certeza todo lo que esté al alcance de su razón. Este método tiene dos grandes ventajas. En primer lugar, ayuda a evitar el error. En segundo lugar, no se trata solo de una técnica para presentar o demostrar lo que ya se sabe —como ocurre, según él, con la lógica aristotélica—, sino que permite descubrir cosas nuevas. Por eso, Descartes lo considera un arte para encontrar verdades. Resume este método en cuatro reglas fundamentales, que expone en el Discurso del método: evidencia, análisis, síntesis y enumeración.

  • La primera regla consiste en aceptar únicamente aquello que se presenta como verdadero con total evidencia. Para ello, hay que evitar los prejuicios, las prisas y toda influencia que impida juzgar con claridad. Solo se debe dar por verdadero aquello que el espíritu percibe de forma tan clara y distinta que no deje lugar a dudas.

  • La segunda regla indica que cada problema debe dividirse en tantas partes como sea necesario para entenderlo mejor.

  • La tercera regla consiste en ordenar bien los pensamientos. Se debe empezar por los asuntos más simples y fáciles de conocer, y avanzar poco a poco hasta los más complejos. Este orden debe mantenerse incluso cuando los elementos no se presenten así en la realidad.

  • La cuarta regla establece que hay que hacer revisiones completas y generales para asegurarse de no haber olvidado nada.

Aunque estas reglas pueden parecer simples, en realidad implican muchas cuestiones que deben analizarse con más detalle. En las Reglas para la dirección del espíritu, Descartes desarrolla el método con mayor profundidad. Él mismo insiste en que debe ser un método fácil y sencillo de seguir.

a) Por una parte, Descartes se inspira en el método de «resolución y composición» de la escuela de Padua, también utilizado por Galileo. Sin embargo, resulta llamativo que no mencione los experimentos, aunque los utilizó en ocasiones. Esto muestra que da prioridad al análisis racional y conceptual, no al experimental. Así, su método se acerca más al de Euclides, basado en deducciones encadenadas a partir de principios simples y evidentes, como las definiciones o los axiomas.

b) En cuanto a la primera regla, Descartes parte de la idea de que la razón, por sí misma, no se equivoca. Pero puede verse afectada por prejuicios, impulsos o emociones. Por eso, solo debe aceptarse como verdadero lo que aparece con evidencia absoluta. Esta evidencia se capta mediante la intuición, que es un acto racional por el que la mente «ve» con claridad una idea. Como se ha apuntado, las ideas verdaderamente evidentes tienen dos características: son claras y distintas. Según Descartes, una idea es clara cuando aparece de manera manifiesta a una mente atenta, y es distinta cuando se diferencia totalmente de cualquier otra, mostrando solo lo que aparece claramente. Con esta formulación, Descartes introduce una nueva manera de entender la verdad. Ya no se trata de que el pensamiento se ajuste a la realidad —como decía la filosofía escolástica—, sino que la verdad se encuentra dentro de las ideas mismas: es algo propio del pensamiento.

c) La segunda y la tercera reglas explican cómo se debe proceder una vez que se tienen ideas claras y distintas. El proceso, como ya vimos, consiste en dos pasos: análisis y síntesis. Primero se descompone el problema hasta llegar a sus elementos más simples, que Descartes llama «naturalezas simples». Estas se comprenden mediante ideas claras y distintas. Luego se sigue un camino inverso: se vuelve a componer el problema mediante deducciones ordenadas, como en la geometría. Este segundo paso es la síntesis deductiva. Las naturalezas simples son fundamentales en el método cartesiano. Son los elementos más básicos que se descubren en el análisis. Por ejemplo, cuando se piensa en un cuerpo, se puede decir que está compuesto de corporeidad, extensión y figura, no porque esas partes existan separadamente, sino porque la mente puede representarse cada una por separado antes de reconocer que están unidas en un mismo sujeto. Entre las naturalezas simples más importantes para Descartes están la extensión y el pensamiento. Además, todas estas naturalezas simples —y en general, todos los principios desde los que se puede deducir algo— son ideas innatas. Para él, estas ideas son como semillas de verdad que ya están naturalmente en nuestra alma. No se trata de conocimientos presentes desde el nacimiento, como pensaba Platón, sino de ideas que pueden desarrollarse a partir de ciertas experiencias. En este punto, Descartes se acerca al pensamiento de Agustín.

d) Por último, la cuarta regla insiste en la necesidad de comprobar y repasar tanto el análisis como la síntesis. El objetivo es tener una visión de conjunto tan clara que se perciba todo de una sola vez con la misma evidencia intuitiva que en cada paso del proceso.

En definitiva, las Reglas para la dirección del espíritu son el intento cartesiano de formular un método universal capaz de aplicarse a cualquier ámbito del conocimiento con la misma certeza que ofrecen las matemáticas. Sin embargo, al llegar a la Regla XII, se encuentra con una dificultad concreta: la explicación de la luz. Su método parte de la exigencia de que todo conocimiento se base en conceptos claros, simples y racionales, que puedan ser captados por la razón sin ambigüedad. Pero la naturaleza de la luz no se deja reducir fácilmente a estos términos: es un fenómeno que se percibe a través de los sentidos y cuya explicación parece exigir el recurso a imágenes sensibles y a la imaginación, lo que entra en tensión con su rechazo de los sentidos como fuente de conocimiento fiable. Este problema lo lleva a una especie de «impasse epistemológico»: no puede dar una explicación de la luz completamente racional y matemática sin apoyarse en lo empírico, pero tampoco quiere renunciar a su ideal de una ciencia puramente racional. Esta tensión es una de las razones por las que abandona la redacción de las Reglas, obra que queda inacabada. Para resolver esta dificultad, Descartes se propone en su siguiente obra aplicar directamente su método a la explicación de los fenómenos físicos, empezando precisamente por la luz.

Así, en El mundo o Tratado de la luz, escrita hacia 1633, Descartes elabora una teoría mecanicista que explica la luz como una transmisión de movimiento a través de un medio material, sin necesidad de cualidades sensibles ni intervención divina. A partir de esta concepción, extiende su análisis a todo el cosmos, mostrando que el nacimiento y funcionamiento del universo entero puede ser entendido desde unos pocos principios racionales. Por ejemplo, formula un principio básico del conocimiento: lo esencial no está en la cosa en sí, sino en la relación entre cosas que se traduce en relaciones entre ideas. Con su método deductivo, considera que si conocemos correctamente las relaciones que unen a las ideas dentro de la mente —tan claras, distintas y ordenadas como en las matemáticas— entonces podemos reconstruir racionalmente las relaciones reales entre las cosas del mundo. Este enfoque permite que la razón sea la clave para conocer el mundo, sin depender de la experiencia sensible. Dentro de sus principios metafísicos de la física, Descartes introduce una afirmación fundamental: la materia es extensión. Todo lo que existe físicamente posee solo tamaño, figura y movimiento. Niega radicalmente la existencia del vacío, pues para él no puede haber extensión sin cuerpo. Un espacio vacío sería una extensión sin materia, lo cual es imposible en su sistema. En cuanto al movimiento, Descartes adopta dos principios inspirados en su visión mecanicista. El primero es el principio de inercia: «cada parte de la materia continúa en el mismo estado a menos que una colisión la obligue a cambiarlo». Esto significa que si un cuerpo está en reposo o movimiento, lo seguirá estando mientras nada externo lo perturbe. Esta es la formulación que adoptará más tarde Isaac Newton, rechazando la versión galileana por incorrecta. El segundo es el principio de conservación de la cantidad de movimiento, que sostiene que la suma total de la «cantidad de movimiento» —medida como producto del tamaño del cuerpo por su velocidad— se mantiene constante en el universo, incluso al cambiar partes en colisiones.

A partir de estos principios generales, Descartes plantea varias leyes particulares que explican fenómenos concretos. Por ejemplo, la gravedad y las mareas no requieren fuerzas ocultas ni acción a distancia: se usan explicaciones mecanicistas basadas en vórtices o remolinos de materia que transmiten movimiento entre las partes del universo. La gravedad se concibe como el efecto de esta presión mecánica en el seno del fluido universal. De igual modo, las mareas resultan del movimiento de estas corrientes circulares. No reconoce la existencia del vacío física ni metafísica, lo que se contrapone directamente a las ideas atomistas de Pierre Gassendi, quien defendía la existencia del vacío entre los distintos átomos. Así, Descartes muestra que, si el método de la razón se aplica correctamente, es posible construir un sistema natural que explique todo el mundo desde unos pocos principios racionales. No obstante, para mostrar la validez de su teoría, Descartes recurre en este punto al método hipotético-deductivo: compara un mundo posible, el que ha construido racionalmente, con el mundo real del que informan los astrónomos experimentales, mostrando que ambos coinciden.

Sin embargo, consciente del peligro que suponía defender estas ideas tras la condena de Galileo justamente en 1633 por defender el heliocentrismo y el movimiento de la Tierra, Descartes decide no publicar El mundo y comienza una nueva etapa en la que buscará una justificación metafísica de su método. Este cambio marca el paso de su fase metodológica a la elaboración de una fundamentación filosófica más amplia, que dará lugar a sus obras metafísicas, pero que no forma parte estricta de su teoría del conocimiento.

 

Su primer intento de justificación metafísica y su moral provisional

En 1637, Descartes publica el Discurso del método, que es una mezcla de autobiografía y exposición metodológica, redactada en francés para llegar a un público amplio y pulsar el ambiente académico y eclesiástico. En la primera parte, revela cómo surgió su método: tras abandonar la enseñanza escolástica y viajar, concluye que la verdad debe buscarse dentro de uno mismo, no en las opiniones ajenas. En la segunda parte presenta las cuatro reglas del método que hemos visto y que se corresponden con las que había formulado previamente en las Reglas. En la tercera parte señala que, mientras que su método no se aplique a la moral, hasta entonces es necesario regirse por una moral provisional. Esta se compone de unas pocas máximas prácticas, suficientes para guiar la conducta mientras se avanza en la búsqueda de la verdad. La primera de estas máximas refleja un espíritu de prudencia: como observa que en el mundo nada es completamente estable, opta por seguir las leyes y costumbres de cada país, mantenerse fiel a su religión y adherirse a las opiniones más moderadas y comunes. La segunda máxima le lleva a actuar con decisión, aunque no tenga certezas absolutas: dado que todo es incierto, considera prudente comportarse como si las opciones más probables fueran verdaderas, para no caer en la indecisión constante. La tercera está claramente influida por el estoicismo: propone centrarse en dominar los propios pensamientos y deseos, en lugar de intentar cambiar el curso de los acontecimientos o de la fortuna. Para ello, se esfuerza en convencerse de que solo el pensamiento depende completamente de uno mismo. Finalmente, se plantea cuál es la mejor ocupación posible, y concluye que la más digna es la que ya ha elegido: dedicar su vida entera al cultivo de la razón y al progreso en el conocimiento de la verdad, según el método que él mismo ha elaborado. La cuarta parte contiene su primer intento de justificación de su método de conocimiento. Explica que el uso de la duda sistemática lo conduce al descubrimiento de una verdad absolutamente cierta: «Pienso, luego existo» («cogito, ergo sum»). A partir de ahí, establece la distinción entre mente y cuerpo y ofrece argumentos sobre la existencia de Dios como garante de la verdad clara y distinta. En las partes quinta y sexta muestra la aplicación práctica de su método para demostrar su eficacia. Es ahí donde incluye sus ensayos sobre Dióptrica, Meteoros y Geometría.

 

Las Meditaciones metafísicas y su tratamiento de Dios

Las Meditaciones metafísicas de René Descartes, publicadas en 1641 y escritas originalmente en latín, tienen un propósito claro: presentar ante la comunidad intelectual y, especialmente, ante la jerarquía de la Iglesia católica, la validez de su método de conocimiento como base firme para la filosofía y la ciencia. Lejos de buscar una simple reforma del pensamiento, Descartes pretende refundarlo por completo, comenzando desde sus cimientos. Para ello, al igual que había ensayado en el Discurso del método, expone sus ideas en forma de meditaciones personales, siguiendo el modelo de ejercicios espirituales, con la intención de guiar al lector hacia una verdad firme e indudable. El objetivo último de la obra es demostrar la existencia de Dios y mostrar que este es el garante de que el método que Descartes había expuesto ya en sus Reglas, partiendo exclusivamente de la razón, es aplicable al mundo físico, permite alcanzar verdades absolutamente objetivas e indubitables y es perfectamente compatible con la fe cristiana.

No obstante, la primera meditación parece más bien dirigida contra los escépticos. En ella, Descartes introduce la duda metódica: una estrategia argumental que imita el escepticismo, pero no para llegar a conclusiones escépticas, sino para superarlas y mostrar que es posible alcanzar una certeza absoluta sobre las cosas. Para ello se propone eliminar cualquier creencia que no sea completamente indudable, tratar como falsas todas las ideas aceptadas hasta ahora que sean sospechosas de contener algún error.

El primer paso en esta duda consiste en cuestionar la fiabilidad de los sentidos. Descartes señala que en ciertas ocasiones los sentidos nos inducen a error, especialmente cuando se trata de objetos lejanos o en condiciones poco favorables para la percepción. Por ejemplo, si vemos una torre a lo lejos, puede parecernos redonda cuando en realidad es cuadrada; o podemos confundir un bastón recto cuando lo vemos parcialmente sumergido en agua, ya que la refracción de la luz nos hace percibirlo como doblado. Estos casos muestran que los sentidos, en determinadas circunstancias, no son fiables. Por lo tanto, aunque podamos corregirlos, hemos de descartarlos como fuente de verdad.

A continuación, Descartes señala otro tipo de percepciones sensoriales, los datos inmediatos de la percepción, como el hecho de que estoy sentado junto al fuego, vestido con una bata, con un papel entre las manos. A primera vista, esto parece completamente evidente. Sin embargo, sostiene que solo los locos dudan de esas cosas, aquellos que creen, por ejemplo, que son reyes cuando son pobres, o que su cuerpo está hecho de vidrio. Este es un límite que Descartes introduce: no quiere caer en un escepticismo patológico o poco razonable. Por eso, aunque en principio no duda de estas verdades inmediatas, está dispuesto a llevar la duda aún más lejos, si encuentra una razón más general.

Es entonces cuando introduce el argumento del sueño, mucho más radical: incluso si ahora siento que estoy despierto, ¿acaso no me ha sucedido alguna vez soñar que estoy en el mismo lugar, sintiendo lo mismo, creyendo que estoy despierto? Si esto ha pasado, ¿qué certeza tengo ahora de que no estoy soñando? ¿Cómo podemos estar seguros de que lo que ahora percibimos —estas manos, este papel, esta mesa— es real? Este tipo de duda es más difícil de refutar, porque no hay un signo claro que distinga absolutamente el estado de vigilia del sueño. En los sueños, también parece que vemos, tocamos, escuchamos… y todo resulta coherente mientras dura el sueño. Aquí Descartes consigue sembrar una duda sistemática sobre los sentidos, incluso en sus condiciones óptimas, al mostrar que podrían ser simulaciones dentro de un sueño.

Aun así, Descartes observa que incluso en los sueños hay elementos que no parecen cambiar: las verdades matemáticas, como que 2 + 3 = 5 o que el triángulo tiene tres lados, se mantienen firmes. Esto le lleva a preguntarse si acaso estas ideas no serían independientes del mundo físico y más seguras que cualquier percepción. Evidentemente, Descartes nunca dudó de la veracidad de las matemáticas, que son el fundamento de su método de conocimiento. Pero, con el objetivo de asentarlas sobre una base totalmente firme a los ojos de la Iglesia católica, da un paso más en su duda metódica planteando la posibilidad de que un ser todopoderoso, incluso un Dios, nos haya creado de tal modo que estemos engañados en todo, incluso en estas verdades matemáticas que parecen incuestionables.

En un primer momento, Descartes rechaza esta idea argumentando que, según la tradición cristiana, Dios es infinitamente bueno y no permitiría que su criatura —el ser humano, creado a su imagen y semejanza— viviera en el error total. Pero tensa aún más la cuerda introduciendo la hipótesis del genio maligno. La posible existencia de un genio maligno, esto es, un ser tan poderoso como engañador, que haya dispuesto todo para hacernos creer en una realidad que no existe, permitiría dudar no solo de nuestras percepciones, sino incluso de las verdades matemáticas. Es con este motivo supremo de duda que Descartes concluye la primera meditación.

Después de haber puesto en duda todo lo que creía saber en la primera meditación, Descartes se enfrenta a la posibilidad de que los escépticos tengan razón y no haya nada firme en lo que apoyar el conocimiento. Sin embargo, es precisamente en el acto mismo de dudar donde encuentra una certeza irrebatible: si estoy dudando, entonces estoy pensando, y si pienso, entonces existo. Es lo que formula con su célebre expresión: «pienso, luego existo» («cogito, ergo sum»). Aunque Descartes no cita directamente a Agustín de Hipona, varios autores han señalado el paralelismo entre el «pienso, luego existo» cartesiano y una idea presente en las Confesiones y en La ciudad de Dios. Agustín afirma que aunque me equivoque, existo: «si fallor, sum» («si me engaño, soy»). Esta fórmula agustiniana, escrita mil años antes que Descartes, anticipa de alguna forma la idea de que la duda no puede eliminar la certeza de la existencia del sujeto que duda. No obstante, es importante entender que para Descartes, el término «pensamiento» («cogitatio») abarca todas las formas de actividad consciente del espíritu: dudar, afirmar, negar, querer, imaginar, sentir… No se trata solo del pensamiento racional, sino de todo lo que acontece en la mente. Por eso no dice simplemente «dudo, luego existo», sino «pienso», pues todo pensamiento es en sí mismo evidente para el sujeto que lo tiene. En cualquier caso, no hay que entender el «pienso, luego existo» como una deducción lógica, como si fuera una conclusión a la que llegara Descartes desde una o varias premisas, sino una intuición inmediata, una idea clara y distinta que se impone a la mente con total evidencia.

Pero el descubrimiento del «cogito» como primera certeza o evidencia, a partir de la cual, siguiendo su propio método de conocimiento, cabría deducir el resto de verdades plantea un problema filosófico de gran calado: ¿cómo salir de ese yo? ¿cómo saber que hay algo más fuera de mí? Esta dificultad es lo que se conoce como el problema del solipsismo. Solipsismo, del latín «solus» (solo) e «ipse» (uno mismo), es la doctrina filosófica que afirma que solo existe el propio yo y sus ideas, y que no hay garantías racionales de que exista un mundo exterior ni otras mentes o sujetos. En el caso de Descartes, este problema aparece como una posible consecuencia no deseada de su argumentación. Al poner en duda todo lo externo —el cuerpo, el mundo sensible, incluso las verdades matemáticas— y quedarse únicamente con la certeza del pensamiento, corre el riesgo de encerrarse en el yo, sin poder demostrar que algo más exista fuera de él y, por lo tanto, sin tener un mundo físico sobre el que aplicar su método de conocimiento.

En la tercera meditación, Descartes trata de salir del problema del solipsismo buscando una garantía de que exista algo fuera de él mismo. Para ello se centra en el análisis de las ideas que encuentra dentro de su mente, con la esperanza de hallar entre ellas alguna que necesariamente remita a una realidad externa. Comienza distinguiendo entre distintos tipos de pensamientos: deseos, temores, afirmaciones, negaciones, percepciones e ideas. Dentro de las ideas, establece una distinción fundamental relativa a su origen. Las ideas puedes ser adventicias, facticias o innatas. Las ideas adventicias son aquellas que parecen proceder del exterior, como cuando oímos un ruido o vemos una luz, pero dado que nuestros sentidos pueden engañarnos, no podemos asegurar que realmente provengan de cosas externas. Las ideas facticias, por su parte, son las construidas por la propia mente a partir de otras ideas, como una sirena, un gnomo o un burro con alas: combinaciones imaginarias que no tienen por qué corresponderse con nada real, externo a nuestra mente. Finalmente, están las ideas innatas, que no proceden ni del mundo ni de la invención personal, sino que parecen estar inscritas en nosotros por naturaleza, como las ideas de infinito y perfección.

Estas últimas, según Descartes, no pueden tener su origen ni en el mundo sensible ni en nuestra limitada mente. En el mundo no hay nada infinito ni absolutamente perfecto; y nosotros, como seres finitos e imperfectos, no podríamos haber generado por nosotros mismos ideas que superan nuestra experiencia y nuestras capacidades. Así, la idea de un ser perfecto e infinito no puede tener otra causa que un ser que realmente posea esas cualidades. Descartes aplica aquí un principio clásico de la filosofía escolástica, según el cual la causa debe ser al menos tan real y perfecta como su efecto. Si tenemos una idea de perfección, entonces ha de haber una realidad proporcionada a esa idea: Dios.

Este Dios que descubrimos en nuestro pensamiento es un ser absolutamente perfecto. Para Descartes, la perfección de Dios implica necesariamente su bondad, y esto se debe a su concepción metafísica de la perfección como plenitud de ser. En la tradición escolástica que Descartes hereda —particularmente la tomista—, todo defecto, error o engaño es una carencia, una imperfección, una falta de ser. Por el contrario, la perfección se define como la ausencia total de defectos o limitaciones, es decir, como plenitud absoluta. En este marco, ser malo o engañar implicaría una carencia de verdad o de bondad, lo cual es incompatible con un ser absolutamente perfecto. Si Dios tuviera voluntad de engañar, eso revelaría una falla en su voluntad o en su entendimiento: una especie de debilidad, malicia o necesidad. Pero un ser que es infinitamente perfecto no necesita nada, no desea perjudicar, no puede equivocarse ni querer lo falso. Por tanto, si Dios es perfecto, lo es en todos los aspectos posibles: en su entendimiento (es omnisciente), en su voluntad (es omnibenevolente) y en su poder (es omnipotente). Así, Descartes afirma que Dios no puede engañarnos, porque el engaño es signo de imperfección, ya que quien engaña lo hace o bien por maldad, o bien por ignorancia, o por alguna necesidad —y Dios, siendo perfecto, no posee ninguna de estas limitaciones. Por eso, una vez demostrado que Dios existe y es perfecto, podemos confiar en que no nos ha creado con una mente tan defectuosa que se equivoque incluso cuando capta con claridad y distinción. La demostración de Dios representa, entonces, una superación radical de la duda metódica y la salida del solipsismo: garantiza que nuestras ideas claras y distintas son verdaderas, y que el mundo exterior que nos parece percibir realmente existe. Con Dios queda asegurada la conexión entre nuestras ideas claras y distintas y la realidad objetiva del mundo. A partir de aquí, la filosofía cartesiana podrá reconstruirse como un sistema de conocimientos sólidos, fundados no ya en los sentidos, sino en la razón guiada por un método riguroso y respaldado por la garantía divina.

En la cuarta meditación, Descartes aborda el problema del error. Una vez que ha demostrado la existencia de Dios y ha afirmado que este ser supremo es perfecto y veraz, surge una cuestión fundamental: si Dios es bueno y no engaña, ¿por qué los seres humanos se equivocan? ¿De dónde proviene el error si Dios nos ha creado y no quiere que nos confundamos? Esta pregunta es clave para afianzar la confianza en el conocimiento y explicar por qué, a pesar de haber sido creados por un Dios perfecto, cometemos errores.

La respuesta de Descartes comienza con una distinción entre dos facultades del ser humano: el entendimiento (o razón) y la voluntad. El entendimiento es finito y limitado: no percibe todas las cosas, ni lo hace siempre de manera clara. En cambio, la voluntad es ilimitada: podemos afirmar o negar cualquier cosa, incluso más allá de lo que entendemos. Por tanto, el error no se encuentra ni en el entendimiento en sí ni en la voluntad, sino en su mal uso, es decir, en el hecho de afirmar o negar cosas que no entendemos con claridad y distinción.

Para Descartes, cuando nos equivocamos es porque juzgamos sin haber percibido con suficiente claridad. Si nos limitáramos a afirmar solo aquello que entendemos de forma clara y distinta, nunca caeríamos en el error. Por tanto, el error no depende de una imperfección del entendimiento o de la voluntad por separado, sino del uso precipitado de la voluntad al juzgar sin conocimiento suficiente. En este sentido, el error es culpa del propio ser humano, no de Dios.

Descartes sostiene además que la posibilidad de errar no es un defecto en la creación divina, sino que forma parte de un orden más amplio del universo. Aunque nosotros, al ser finitos, no entendamos por qué Dios nos ha dado una naturaleza capaz de equivocarse, debemos confiar en que su obra es perfecta en conjunto, aunque nosotros no veamos siempre el propósito de cada parte. Es como una pieza en una maquinaria compleja: puede parecer imperfecta en sí misma, pero cumple una función precisa en el conjunto total.

En la quinta meditación, Descartes retoma la reflexión sobre Dios para ofrecer una segunda demostración de su existencia, esta vez apoyándose en lo que se conoce como argumento ontológico, formulado originalmente por Anselmo de Canterbury en el siglo XI. A diferencia del razonamiento de la tercera meditación —basado en el principio de causalidad—, aquí Descartes parte solo del análisis de la idea de Dios tal como aparece en su pensamiento. Descartes afirma que en su mente hay ideas claras y distintas de muchas cosas, entre ellas la idea de una figura geométrica perfecta (como el triángulo) o la de una sustancia infinita, omnipotente y perfecta, es decir, Dios. Del mismo modo que no puede pensar en un triángulo sin que tenga tres ángulos cuya suma sea igual a dos rectos, tampoco puede pensar en la idea de Dios sin que en ella esté incluida la existencia. Así como la suma de los ángulos forma parte necesariamente del triángulo, la existencia forma parte necesariamente de la esencia de Dios. Si se tiene una idea clara y distinta de un ser absolutamente perfecto, no puede concebirse que le falte la existencia, porque la existencia es una perfección, y un ser perfecto no puede carecer de ella sin contradicción.

Aquí Descartes emplea una dicotomía heredada del pensamiento escolástico, especialmente de Tomás de Aquino: la distinción entre esencia y existencia. En los seres finitos, como los humanos, la esencia y la existencia están separadas: podemos concebir qué somos (nuestra esencia) sin por ello asegurar que existimos (nuestra existencia). Sin embargo, en el caso de Dios, su esencia implica su existencia: no se puede pensar en Dios como una sustancia absolutamente perfecta sin reconocer que la existencia forma parte de esa perfección. De lo contrario, estaríamos pensando en un ser perfecto que carece de una perfección esencial, lo cual es absurdo.

Finalmente, en la sexta meditación, Descartes culmina su proyecto filosófico demostrando que no solo existe el pensamiento, sino también el mundo exterior. Para ello establece una ontología basada en la distinción entre tres tipos de substancias: la «res cogitans», la «res extensa» y la substancia infinita. La «res cogitans» o sustancia pensante es, esencialmente, pensamiento. Esta sustancia es inmaterial, no ocupa lugar en el espacio y se manifiesta en modos como imaginar, querer, sentir, afirmar, negar o recordar. En segundo lugar, está la «res extensa», la sustancia material, cuya esencia es la extensión, es decir, el hecho de ocupar espacio en dimensiones de longitud, anchura y profundidad. Sus modos son todas aquellas propiedades cuantificables que pueden ser tratadas por las matemáticas, como la figura, el tamaño o el movimiento. Finalmente, está la substancia infinita, que es Dios. A diferencia de las otras dos, no depende de nada y es causa de todo lo que existe. Sus atributos son la infinitud, la necesidad y la perfección. Por eso, cuando Descartes afirma que una substancia es «una cosa que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir», si se toma esta definición de manera literal, resulta evidente que solo hay una substancia que cumple totalmente ese criterio: Dios, como substancia infinita. Esto se debe a que todos los seres finitos, tanto los que piensan como los que tienen extensión, dependen de Dios para existir, ya que él los ha creado y los conserva. El propio Descartes reconoce esto. Sin embargo, también sostiene que puede seguir utilizándose para hablar de la independencia mutua entre las dos sustancias creadas: la sustancia pensante (el alma) y la sustancia extensa (el cuerpo), ya que una no necesita de la otra para existir.

La sexta meditación, por tanto, cierra el recorrido de la duda con una triple afirmación: yo existo como sustancia pensante, Dios existe como ser perfecto y garante de la verdad, y también existen cuerpos materiales, independientes de la mente, que pueden ser conocidos con certeza. Esta última parte da paso a la ciencia moderna, pues la materia, concebida como extensión, queda reducida a lo cuantificable y mensurable, y por tanto accesible al método matemático cartesiano.

 

La antropología cartesiana

Como se ha visto, en la sexta meditación de las Meditaciones metafísicas, Descartes hace una distinción de substancias que le permite formular una antropología dualista: el ser humano está compuesto de alma («res cogitans») y cuerpo («res extensa»), dos realidades diferentes pero unidas. La mente, como substancia pensante, no tiene propiedades físicas, mientras que el cuerpo, como substancia extensa, no piensa. El objetivo de Descartes al afirmar que el alma y el cuerpo son dos substancias distintas —es decir, que pensamiento y extensión no se reducen la una a la otra— es defender la autonomía del alma frente a la materia. La ciencia de su época, con una visión mecanicista y determinista del mundo material, no dejaba espacio para la libertad humana. Por eso, Descartes sostiene que solo es posible preservar la libertad —y con ella todos los valores espirituales— si el alma queda fuera del ámbito de la necesidad mecánica. Esto exige situarla como una realidad autónoma e independiente del cuerpo. Esta idea de independencia entre alma y cuerpo es precisamente el núcleo del concepto cartesiano de substancia. Y se justifica a partir de la evidencia clara y distinta con la que el entendimiento capta esta diferencia. Como escribe Descartes en la sexta meditación: «puesto que, por una parte, poseo una idea clara y distinta de mí mismo en tanto que soy una cosa que piensa y no tiene extensión, y, por otra parte, poseo una idea distinta del cuerpo en tanto que es solamente una cosa extensa y que no piensa, es evidente que yo soy distinto de mi cuerpo y que puedo existir sin él».

Sin embargo, ambas substancias interactúan entre sí: la mente puede mover el cuerpo y el cuerpo puede afectar a la mente. Para explicar esta interacción, Descartes señala un punto concreto del cerebro: la glándula pineal, que sería el lugar donde se cruzan los influjos del alma y del cuerpo. Según sus investigaciones anatómicas, esta es una estructura única en el cerebro, situada en el centro y no duplicada como los hemisferios. Para él, esta posición privilegiada permitía coordinar los movimientos del cuerpo y las percepciones del alma, ya que en la glándula se encontrarían los «espíritus animales», finísimos fluidos corporales que transmitirían las órdenes de la voluntad al cuerpo y los estímulos sensoriales al alma. Sin embargo, esta hipótesis fue objeto de críticas entre sus contemporáneos. Filósofos y médicos como Pierre Gassendi o Henricus Regius cuestionaron que un órgano físico pudiera servir de enlace real entre una sustancia inmaterial y otra material, algo que parecía conceptualmente problemático. Otros señalaban que la función fisiológica de la glándula pineal no se correspondía con lo que Descartes le atribuía, y que su elección parecía arbitraria.

En el Tratado de las pasiones del alma (1649), Descartes analiza las pasiones —emociones o sentimientos— como fenómenos que surgen de la interacción entre el alma y el cuerpo. Para Descartes, las pasiones no son defectos, sino movimientos del alma producidos por el influjo de los «espíritus animales» procedentes del cuerpo. Estos «espíritus animales» son una especie de fluido sutil y muy móvil que circulan por el sistema nervioso a través de los nervios y los conductos internos del cerebro. Según su modelo fisiológico, se forman en la sangre, especialmente en la parte más caliente del corazón, y llegan al cerebro, donde se concentran en las cavidades o ventrículos cerebrales. Desde ahí, se dirigen a través de los nervios hacia los músculos, provocando el movimiento del cuerpo, o bien hacia la glándula pineal, donde el alma «recibe» la información de los sentidos y envía órdenes al cuerpo. Es decir, cuando estos espíritus circulan y actúan sobre la glándula pineal, provocan que el alma experimente ciertas sensaciones internas que llamamos pasiones.

En el Tratado, Descartes distingue seis pasiones básicas (admiración, amor, odio, deseo, alegría y tristeza) de las que derivan todas las demás. Cabe subrayar que estas son fenómenos involuntarios: surgen sin que el alma pueda controlarlas, ya que no proceden de la razón. Además, aparecen de manera inmediata y no siempre están de acuerdo con la razón. Por este motivo, pueden representar una forma de servidumbre para el alma, porque la arrastran y agitan su voluntad, impidiéndole decidir con libertad. De hecho, según Descartes, al carecer de alma racional, los animales no son libres, sino que sus comportamientos son fruto de procesos puramente mecánicos. A sus ojos, los animales funcionan como autómatas muy complejos, cuyas reacciones se explican por el movimiento de sus órganos y fluidos, sin intervención de pensamiento alguno.

El problema de la libertad humana lleva a Descartes a tratar una cuestión típica del pensamiento estoico: la necesidad del dominio racional de uno mismo y del autocontrol de las pasiones. Ahora bien, su actitud no es totalmente negativa frente a las pasiones. No piensa que haya que rechazarlas por principio, solo por el hecho de que existan. Lo que hay que evitar es dejarse arrastrar ciegamente por ellas, sin dar lugar a una reflexión razonable. La verdadera tarea del alma consiste en ordenar y dirigir las pasiones de acuerdo con el juicio de la razón.

La razón tiene un papel central en esta tarea. Es ella la que reconoce el bien que puede ser deseado por la voluntad. Además, proporciona tanto el criterio adecuado para evaluar las pasiones como la fuerza necesaria para enfrentarse a ellas. Las armas del alma para dominar las pasiones son los juicios firmes y decididos sobre lo que es bueno y lo que es malo. Estos juicios guían nuestras acciones y deben basarse en el conocimiento verdadero.

Descartes identifica el «yo» con la naturaleza más íntima del ser humano. De ese «yo» tenemos un conocimiento directo y evidente que se expresa en el «yo pienso». El «yo» es una sustancia pensante, y como tal es el sujeto de todas las actividades del alma, que en el fondo se reducen a dos facultades: el entendimiento y la voluntad. Sentir, imaginar o entender son distintas formas de percibir; desear, rechazar, afirmar, negar o dudar son modos distintos de querer.

Entre estas facultades, la voluntad destaca por ser libre. Como decíamos, la libertad ocupa un lugar central en la filosofía de Descartes. En primer lugar, su existencia es indudable: es una noción tan clara que forma parte de nuestras ideas innatas. En segundo lugar, es la perfección más importante del ser humano. Y, por último, es un elemento clave en el proyecto filosófico de Descartes. La libertad permite tanto dominar la naturaleza como tomar decisiones autónomas. De hecho, la decisión de dudar con la que comienza su filosofía es ya un acto libre. Ahora bien, ¿en qué consiste la libertad? Según Descartes, no es simplemente la capacidad de elegir entre alternativas sin saber cuál es mejor. Esa «indiferencia» no es una muestra de perfección, sino de ignorancia. Tampoco es una libertad absoluta para negar cualquier cosa. La verdadera libertad se da cuando elegimos lo que el entendimiento nos presenta como verdadero y bueno. Así pues, el entendimiento nos muestra el orden de lo real mediante un proceso lógico, parecido al método matemático. La libertad no consiste en hacer lo que se quiera sin más, sino en unir la voluntad con el conocimiento verdadero que ofrece el entendimiento.

 

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid y en Navarro Cordón, J. M., & Calvo Martínez, T. (1988). Historia de la filosofía. Madrid.

 

Apuntes para clase

Lección de anatomía del doctor Tulp (1632). Rembrandt

 

CONTEXTO DEL PENSAMIENTO CARTESIANO

  • El pensamiento de Descartes está directamente ligado a su tiempo:
    • la carencia de un método seguro de conocimiento en el Renacimiento (magia, alquimia, …) sume a Europa en una gran duda ante los descubrimientos del Nuevo Mundo, el ascenso de la burguesía y la gran diversidad de sistemas ético-religiosos. Se plantean varias salidas:
      • los católicos tratan de salvaguardar el poder papal y su legitimidad como guía moral de las almas
      • los protestantes reclaman que cada príncipe y cada persona pueda interpretar las enseñanzas de la Biblia individualmente
      • ante la carencia de método y como rechazo a las guerras de religión surgen círculos de escépticos, que rechazan la posibilidad de un conocimiento verdadero incontrovertible, postulando que toda verdad es relativa
    • Descartes entra en contacto, en Holanda, con el físico y matemático Isaac Beeckman y, al año siguiente (1619), con la orden esotérica de los Rosacruz, cuyo objetivo era desarrollar la ciencia para mejorar la condición humana
      • el 10 de noviembre de 1619 Descartes tiene tres sueños (Olympica) cuya interpretación le lleva a dar sentido a su vida: se dedicará a buscar el modo de alcanzar conocimientos absolutamente ciertos para el beneficio de la humanidad
    • de vuelta a Francia, a París, entra en contacto con el círculo libertino y escéptico del matemático, astrónomo y físico atomista Pierre Gassendi
      • Descartes se enfrenta a ellos, defendiendo que sí existe la verdad incontrovertible y que todo el mundo puede llegar a ella aplicando su método de conocimiento, el cual no se basa en interpretaciones dela Biblia (disputas entre católicos ni protestantes)
    •  se va a Holanda (libertad de culto religioso) a concretar su método de conocimiento: con él espera resolver todas las guerras, disputas y desgracias de la humanidad

 

RACIONALISMO

  • Descartes es el padre de la Modernidad, no tanto por sus aportaciones científicas y filosóficas, que fueron superadas rápidamente, como por el método de conocimiento que propugna y que sigue vigente hoy en día
    • el cartesianismo o Racionalismo se difunde por toda Europa como método de enseñanza:
      • la importancia de las ideas claras y sencillas
      • el poder de la intuición como luz de la verdad [platonismo, agustinismo]
      • la objetividad como representación para la propia razón [sujeto/objeto]
      • el desarrollo de un método matemático que proporciona certeza

 

REGLAS PARA LA DIRECCIÓN DEL ESPÍRITU (1628)

  • Unidad del saber
    • “todas las diversas ciencias no son otra cosa que la sabiduría humana, la cual permanece una e idéntica, aun cuando se aplique a objetos diversos, y no recibe de ellos más distinción que la que la luz del sol recibe de los diversos objetos que ilumina” (Regla I)
  • Método
    • «una serie de reglas ciertas y fáciles, tales que todo aquel que las observe exactamente no tome nunca a algo falso por verdadero, y, sin gasto alguno de esfuerzo mental, sino por incrementar su conocimiento paso a paso, llegue a una verdadera comprensión de todas aquellas cosas que no sobrepasen su capacidad»
    • representacional: las cosas que percibimos son reales o verdaderas solo en la medida en que las podemos construir como objeto de conocimiento racional por parte de un sujeto (objeto/sujeto)
      • propiedades primarias vs. propiedades secundarias
    • los objetos han de ajustarse a la ley de la mente: el proceder matemático (geométrico) de la propia Razón
    • proporciona certeza:
      • no solo es necesario llegar a la verdad, sino también al reconocimiento psicológico de que esta es incontrovertible, que no se puede dudar de ella, lo cual solo la geometría lo puede ofrecer
        • hay certeza cuando determinado «saber» se pliega a la estructura de nuestro pensamiento
        • no hay grados de verdad: solo lo absolutamente cierto es verdadero, y lo que no es verdadero es absolutamente falso
    • desde el modelo matemático (mathesis universalis): las matemáticas, el orden, la medida, son las que pueden proporcionar un conocimiento cierto sobre absolutamente todo
      • el conocimiento humano se equipara al divino gracias a la Razón universal
  •  Modos de conocimiento
    • intuición: “entiendo por intuición no el testimonio fluctuante de los sentidos o el juicio falaz de una imaginación que compone mal, sino la concepción de una mente pura y atenta tan fácil y distinta, que no quede duda ninguna sobre lo que entendemos; es decir, la concepción no dudosa de una mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la Razón y que por ser más simple es más cierta que la misma deducción” (Regla III) [intuición = conocimiento inmediato de algo]
      • claridad (vs. oscuridad): la percepción se presenta o manifiesta de forma evidente, indudable, con suficiente fuerza y accesibilidad [por ejemplo, un dolor intenso]
      • distinción (vs. confusión): la percepción, además de clara, está perfectamente delimitada y distinguidas sus partes de todas las demás percepciones [por ejemplo, un dolor intenso que, además, no es posible confundirlo con ninguna otra percepción]
    • deducción: entre unas naturalezas simples y otras, entre unas intuiciones y otras, aparecen conexiones que la inteligencia descubre y recorre por medio de la deducción. La deducción es una intuición sucesiva de las naturalezas simples y de las conexiones entre ellas
  • Procesos del conocimiento
    • análisis: descomposición de la cosa hasta llegar a los elementos simples
    • síntesis: reconstrucción deductiva de lo complejo a partir de lo simple
  • Reglas del método
    • evidencia: “no recibir jamás por verdadera cosa alguna que no la reconociese evidentemente como tal; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no abarcar en mis juicios nada más que aquello que se presentara a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese ocasión de ponerlo en duda” (Discurso del método)
    • análisis: “dividir cada una de las dificultades que examinara, en tantas parcelas como fuere posible y fuere requerido para resolverlas mejor” (Discurso del método)
    • síntesis: “conducir por orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer para subir poco poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos, incluso suponiendo un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros” (Discurso del método)
    • recuento o enumeración: “hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que quedase seguro de no omitir nada» (Discurso del método)
  • Texto inacabado
    • regla XII necesidad de salida empírica (sentidos e imaginación) para explicar la luz, que no se deja matematizar

 

EL MUNDO o TRATADO DE LA LUZ (1633 – no publicado)

  • Descartes aplica su método para demostrar que desde las leyes de la Razón pueden ser conocidos todos los fenómenos del mundo
  • el nacimiento y desarrollo del universo mundo es explicable única y exclusivamente desde los principios de la Razón (no es necesario postular la intervención de ninguna entidad divina):
    • principios del conocimiento: relaciones cosas →relaciones ideas
    • principios metafísicos de la física: materia = extensión
    • principios del movimiento: inercia y conservación
    • leyes particulares: gravedad, mareas, transmisión mecánica del movimiento por empuje [no existe el vacío vs. Gassendi]
  • comparación del mundo posible con el mundo real para mostrar la coincidencia: método hipotético-deductivo
  • la condena de Galileo al postular el heliocentrismo, que también Descartes defiende en este tratado, le lleva a dedicarse a tratar de probar la validez del método ante los ojos de la Iglesia
    • aquí comienza su etapa metafísica, elaborando una justificación de su método

 

DISCURSO DEL MÉTODO (1637)

  • publicado de forma anónima en Holanda como prólogo a tres tratados científicos sobre dióptrica, meteoros y geometría
  • trata de pulsar el ambiente intelectual y religioso ante las ideas metafísicas que desarrolla para justificar su método
  • como aún no hay un desarrollo del conocimiento tal que nos permita servirnos de una ética potente que evite las guerras
    • Descartes ofrece una moral provisional hasta que la Razón se imponga en todo el mundo:
      • obedecer las leyes y costumbres de nuestro país, conservando su religión y con arreglo a las opiniones más moderadas
      • ser firme y resuelto con las propias opiniones para superar la incertidumbre y las indecisiones
      • gobernarse a uno mismo y no dejar que la fortuna, el azar o los demás gobiernen nuestros deseos
      • cultivar la Razón y avanzar todo lo posible en el conocimiento de la verdad siguiendo el método que él enseñó

 

MEDITACIONES METAFÍSICAS (1641)

  • están escritas en latín, pues se dirigen directamente a la jerarquía de la Iglesia católica para que estime la validez metafísica de su método de conocimiento
  • meditación primera: duda metódica como remedo de argumentación escéptica precisamente para rechazar las conclusiones escépticas
    • duda de los sentidos en general, pues a veces nos engañan
    • duda de los datos inmediatos que percibimos, como que estoy aquí, que estas manos son mías; pero eso solo lo dudan los locos
    • no obstante puede que estemos soñando y, entonces, nada de lo que percibimos sea real
    • pero incluso en los sueños no se deforma todo aquello que se deja matematizar, es decir, se cumplen las verdades matemáticas
    • aunque estas verdades matemáticas puede que sean un producto de nuestra mente que no tienen nada que ver con el mundo
    • pero Dios, que es omnipotente e infinitamente bondadoso, y nos ha creado a su imagen y semejanza, no pudo permitir que nos engañásemos de esa manera sobre el mundo exterior a nuestra mente
    • no obstante, puede que haya un genio maligno que nos engañe incluso con las matemáticas y todo lo mensurable, haciéndonos creer lo contrario de lo que es
  • meditación segunda:
    • habiendo dudado de todo, hay una cosa de la que no puedo dudar: de que dudo
      • para poder dudar he de existir: «pienso, [luego] existo»
        • copia la fórmula de San Agustín: «si me equivoco, soy» [está justificando su método utilizando los propios argumentos de la doctrina católica]
      • «pienso, existo» es una proposición indudablemente verdadera, pues se presenta con total claridad y distinción
        • es la primera intuición, la primera verdad con certeza a partir de la cual debería poder deducir el resto de verdades
        • pero la intuición de que existe y piensa no le permite deducir nada más allá de que existe y piensa: «no admito que exista otra cosa en mí a excepción de la mente». [solipsismo: «forma radical de subjetivismo según la cual solo existe o solo puede ser conocido el propio yo» (D.R.A.E.)]
  •  meditación tercera:
    • Descartes busca una salida al solipsismo: en la mente hay distintos tipos de pensamientos: deseos, temores, afirmaciones, negaciones, ideas…
    • distingue tres tipos de ideas:
      • adventicias: parecen proceder del exterior, pero no lo podemos asegurar, pues no se nos presentan de manera clara y distinta
      • facticias: son las creadas por uno mismo, pero no suelen parecerse a nada supuestamente exterior, por lo que también cabe la duda sobre ellas
      • innatas [«infinito», «perfección»]
        • estas ideas no pueden provenir del mundo exterior, pues en él no hay nada infinito ni absolutamente perfecto
        • las ideas de «infinito» y «perfección» tampoco pueden haber sido causadas por nosotros porque somos finitos e imperfectos: estas ideas superan nuestras limitaciones e imperfecciones
          • entonces no estamos solos, sino que tiene que haber alguien infinito y perfecto que haya creado estas ideas, es decir, alguien proporcionado a ellas [la causa ha de ser igual o incluso más perfecta que el efecto: aire tomista], y que nos las haya introducido en nuestro pensamiento
        • Descartes utiliza otros argumentos escolásticos para demostrar la existencia de Dios
        • Dios es bueno (ya que es perfecto: no tiene ninguna falla, falta o carencia de perfección) y no pudo permitir ningún genio maligno
          • Dios acaba con la duda, pues es quien garantiza la existencia de la realidad extramental así como la veracidad de nuestros conocimientos referidos al mundo exterior
  •  meditación cuarta:
    • Descartes vuelve a sostener que se puede estar seguro de la existencia de la realidad externa
      • el error proviene de la voluntad, que realiza juicios dejándose llevar por ideas oscuras y confusas
      • la voluntad ha de someterse a la razón
  •  meditación quinta:
    • nueva demostración de la existencia de Dios basada en el argumento ontológico de San Anselmo
    • también utiliza la dicotomía tomista de esencia-existencia para argumentar que la esencia de Dios implica su existencia
  • meditación sexta:
    • Descartes distingue tres clases de substancias («aquello que no necesita de otra cosa para existir»):
      • res cogitans:
        • su atributo [propiedad principal, naturaleza o esencia] es el pensamiento (sustancia pensante, alma, mente, yo), que es inextenso e inmaterial
        • sus modos [diferentes formas de darse de los atributos] son la imaginación, la voluntad, la memoria y el pensamiento en sentido estricto
      • res extensa:
        • su atributo es la extensión (profundidad, anchura y longitud)
        • sus modos son el movimiento, la figura, el tamaño, etc. (todas aquellas propiedades mensurables, matematizables, es decir, que se ajustan al procedimiento de la Razón [cualidades primarias vs. cualidades secundarias])
      •  substancia infinita: Dios (causa última de las otras dos [propiamente hablando sería la única substancia])
        • sus atributos son la necesidad, la infinitud, la bondad, etc.
    •  con ello sostiene su antropología dualista:
      • el hombre está compuesto de res cogitans (alma, ideas) que mueve su res extensa (cuerpo)
        • el punto de comunicación entre las dos substancias es la glándula pineal, donde se transmiten y reciben espíritus animales

 

TRATADO SOBRE LAS PASIONES DEL ALMA (1649)

  • comienza como tratado de fisiología [su única hija había muerto por enfermedad en 1640]
    • las pasiones son los estados o movimientos del alma provocados por los espíritus animales del cuerpo en su interacción (tristeza, cólera, alegría; deseo, esperanza, temor, amor, odio) [mecanicismo animal vs. libertad humana]
      • agitan a la voluntad y hacen al alma esclava e infeliz
      • por ello han de someterse a la Razón
        • la Razón conducirá al libre albedrío y a la verdad, a elegir el bien en base a ideas claras y distintas
        • con ello obtendremos felicidad

 

Texto

RENÉ DESCARTES, Meditaciones metafísicas, tercera meditación.
TERCERA MEDITACIÓN. De Dios; que existe.
Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues, como he observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí.
Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.
Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera.
Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo.
Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna.
Y para tener ocasión de averiguar todo eso sin alterar el orden de meditación que me he propuesto, que es pasar por grados de las nociones que encuentre primero en mi espíritu a las que pueda hallar después, tengo que dividir aquí todos mis pensamientos en ciertos géneros, y considerar en cuáles de estos géneros hay, propiamente, verdad o error.
De entre mis pensamientos, unos son como imágenes de cosas, y a éstos solos conviene con propiedad el nombre de idea: como cuando me represento un hombre, una quimera, el cielo, un ángel o el mismo Dios. Otros, además, tienen otras formas: como cuando quiero, temo, afirmo o niego; pues, si bien concibo entonces alguna cosa de la que trata la acción de mi espíritu, añado asimismo algo, mediante esa acción, a la idea que tengo de aquella cosa; y de este género de pensamientos, unos son llamados voluntades o afecciones, y otros, juicios.
Pues bien, por lo que toca a las ideas, si se las considera sólo en sí mismas, sin relación a ninguna otra cosa, no pueden ser llamadas con propiedad falsas; pues imagine yo una cabra o una quimera, tan verdad es que imagino la una como la otra.
No es tampoco de temer que pueda hallarse falsedad en las afecciones o voluntades; pues aunque yo pueda desear cosas malas, o que nunca hayan existido, no es menos cierto por ello que yo las deseo.
Por tanto, sólo en los juicios debo tener mucho cuidado de no errar. Ahora bien, el principal y más frecuente error que puede encontrarse en ellos consiste en juzgar que las ideas que están en mí son semejantes o conformes a cosas que están fuera de mí, pues si considerase las ideas sólo como ciertos modos de mi pensamiento, sin pretender referirlas a alguna cosa exterior, apenas podrían darme ocasión de errar.
Pues bien, de esas ideas, unas me parecen nacidas conmigo, otras extrañas y venidas de fuera, y otras hechas e inventadas por mí mismo. Pues tener la facultad de concebir lo que es en general una cosa, o una verdad, o un pensamiento, me parece proceder únicamente de mi propia naturaleza; pero si oigo ahora un ruido, si veo el sol, si siento calor, he juzgado hasta el presente que esos sentimientos procedían de ciertas cosas existentes fuera de mí; y, por último, me parece que las sirenas, los hipogrifos y otras quimeras de ese género, son ficciones e invenciones de mi espíritu.
Pero también podría persuadirme de que todas las ideas son del género de las que llamo extrañas y venidas de fuera, o de que han nacido todas conmigo, o de que todas han sido hechas por mí, pues aún no he descubierto su verdadero origen. Y lo que principalmente debo hacer, en este lugar, es considerar, respecto de aquellas que me parecen proceder de ciertos objetos que están fuera de mí, qué razones me fuerzan a creerlas semejantes a esos objetos.
La primera de esas razones es que parece enseñármelo la naturaleza; y la segunda, que experimento en mí mismo que tales ideas no dependen de mi voluntad, pues a menudo se me presentan a pesar mío, como ahora, quiéralo o no, siento calor, y por esta causa estoy persuadido de que este sentimiento o idea del calor es producido en mí por algo diferente de mí, a saber, por el calor del fuego junto al cual me hallo sentado. Y nada veo que me parezca más razonable que juzgar que esa cosa extraña me envía e imprime en mí su semejanza, más bien que otra cosa cualquiera.
Ahora tengo que ver si esas razones son lo bastante fuertes y convincentes. Cuando digo que me parece que la naturaleza me lo enseña, por la palabra «naturaleza» entiendo sólo cierta inclinación que me lleva a creerlo, y no una luz natural que me haga conocer que es verdadero. Ahora bien, se trata de dos cosas muy distintas entre sí; pues no podría poner en duda nada de lo que la luz natural me hace ver como verdadero: por ejemplo, cuando antes me enseñaba que del hecho de dudar yo podía concluir mi existencia. Porque, además, no tengo ninguna otra facultad o potencia para distinguir lo verdadero de lo falso, que pueda enseñarme que no es verdadero lo que la luz natural me muestra como tal, y en la que pueda fiar como fío en la luz natural. Mas por lo que toca a esas inclinaciones que también me parecen naturales, he notado a menudo que, cuando se trataba de elegir entre virtudes y vicios, me han conducido al mal tanto como al bien: por ello, no hay razón tampoco para seguirlas cuando se trata de la verdad y la falsedad.
En cuanto a la otra razón —la de que esas ideas deben proceder de fuera, pues no dependen de mi voluntad—, tampoco la encuentro convincente. Puesto que, al igual que esas inclinaciones de las que acabo de hablar se hallan en mí, pese a que no siempre concuerden con mi voluntad, podría también ocurrir que haya en mí, sin yo conocerla, alguna facultad o potencia, apta para producir esas ideas sin ayuda de cosa exterior; y, en efecto, me ha parecido siempre hasta ahora que tales ideas se forman en mí, cuando duermo, sin el auxilio de los objetos que representan. Y en fin, aun estando yo conforme con que son causadas por esos objetos, de ahí no se sigue necesariamente que deban asemejarse a ellos. Por el contrario, he notado a menudo, en muchos casos, que había gran diferencia entre el objeto y su idea. Así, por ejemplo, en mi espíritu encuentro dos ideas del sol muy diversas; una toma su origen de los sentidos, y debe situarse en el género de las que he dicho vienen de fuera; según ella, el sol me parece pequeño en extremo; la otra proviene de las razones de la astronomía, es decir, de ciertas nociones nacidas conmigo, o bien ha sido elaborada por mí de algún modo: según ella, el sol me parece varias veces mayor que la tierra. Sin duda, esas dos ideas que yo formo del sol no pueden ser, las dos, semejantes al mismo sol; y la razón me impele a creer que la que procede inmediatamente de su apariencia es, precisamente, la que le es más disímil.
Todo ello bien me demuestra que, hasta el momento, no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas.
Mas se me ofrece aún otra vía para averiguar si, entre las cosas cuyas ideas tengo en mí, hay algunas que existen fuera de mí. Es a saber: si tales ideas se toman sólo en cuanto que son ciertas maneras de pensar no reconozco entre ellas diferencias o desigualdad alguna, y todas parecen proceder de mí de un mismo modo; pero, al considerarlas como imágenes que representan unas una cosa y otras otra, entonces es evidente que son muy distintas unas de otras. En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes. Y más aún: la idea por la que concibo un Dios supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas que están fuera de él, esa idea —digo— ciertamente tiene en sí más realidad objetiva que las que me representan substancias finitas.
Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma?
Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto. Y esta verdad no es sólo clara y evidente en aquellos efectos dotados de esa realidad que los filósofos llaman actual o formal, sino también en las ideas, donde sólo se considera la realidad que llaman objetiva. Por ejemplo, la piedra que aún no existe no puede empezar a existir ahora si no es producida por algo que tenga en sí formalmente o eminentemente todo lo que entra en la composición de la piedra (es decir, que contenga en sí las mismas cosas, u otras más excelentes, que las que están en la piedra); y el calor no puede ser producido en un sujeto privado de él, si no es por una cosa que sea de un orden, grado o género al menos tan perfecto como lo es el calor; y así las demás cosas. Pero además de eso, la idea del calor o de la piedra no puede estar en mí si no ha sido puesta por alguna causa que contenga en sí al menos tanta realidad como la que concibo en el calor o en la piedra. Pues aunque esa causa no transmita a mi idea nada de su realidad actual o formal, no hay que juzgar por ello que esa causa tenga que ser menos real, sino que debe saberse que, siendo toda idea obra del espíritu, su naturaleza es tal que no exige de suyo ninguna otra realidad formal que la que recibe del pensamiento, del cual es un modo. Pues bien, para que una idea contenga tal realidad objetiva más bien que tal otra, debe haberla recibido, sin duda, de alguna causa, en la cual haya tanta realidad formal, por lo menos, cuanta realidad objetiva contiene la idea. Pues si suponemos que en la idea hay algo que no se encuentra en su causa, tendrá que haberlo recibido de la nada; mas, por imperfecto que sea el modo de ser según el cual una cosa está objetivamente o por representación en el entendimiento, mediante su idea, no puede con todo decirse que ese modo de ser no sea nada, ni, por consiguiente, que esa idea tome su origen de la nada. Tampoco debo suponer que, siendo sólo objetiva la realidad considerada en esas ideas, no sea necesario que la misma realidad esté formalmente en las causas de ellas, ni creer que basta con que esté objetivamente en dichas causas; pues, así como el modo objetivo de ser compete a las ideas por su propia naturaleza, así también el modo formal de ser compete a las causas de esas ideas (o por lo menos a las primeras y principales) por su propia naturaleza. Y aunque pueda ocurrir que de una idea nazca otra idea, ese proceso no puede ser infinito, sino que hay que llegar finalmente a una idea primera, cuya causa sea como un arquetipo, en el que esté formal y efectivamente contenida toda la realidad o perfección que en la idea está sólo de modo objetivo o por representación. De manera que la luz natural me hace saber con certeza que las ideas son en mí como cuadros o imágenes, que pueden con facilidad ser copias defectuosas de las cosas, pero que en ningún caso pueden contener nada mayor o más perfecto que éstas.
Y cuanto más larga y atentamente examino todo lo anterior, tanto más clara y distintamente conozco que es verdad. Mas, a la postre, ¿qué conclusión obtendré de todo ello? Ésta, a saber: que, si la realidad objetiva de alguna de mis ideas es tal que yo pueda saber con claridad que esa realidad no está en mí formal ni eminentemente (y, por consiguiente, que yo no puedo ser causa de tal idea), se sigue entonces necesariamente de ello que no estoy solo en el mundo, y que existe otra cosa, que es causa de esa idea; si, por el contrario, no hallo en mí una idea así, entonces careceré de argumentos que puedan darme certeza de la existencia de algo que no sea yo, pues los he examinado todos con suma diligencia, y hasta ahora no he podido encontrar ningún otro.
Ahora bien: entre mis ideas, además de la que me representa a mí mismo (y que no ofrece aquí dificultad alguna), hay otra que me representa a Dios, y otras a cosas corpóreas e inanimadas, ángeles, animales y otros hombres semejantes a mí mismo. Mas, por lo que atañe a las ideas que me representan otros hombres, o animales, o ángeles, fácilmente concibo que puedan haberse formado por la mezcla y composición de las ideas que tengo de las cosas corpóreas y de Dios, aun cuando fuera de mí no hubiese en el mundo ni hombres, ni animales, ni ángeles. Y, tocante a las ideas de las cosas corpóreas, nada me parece haber en ellas tan excelente que no pueda proceder de mí mismo; pues si las considero más a fondo y las examino como ayer hice con la idea de la cera, advierto en ellas muy pocas cosas que yo conciba clara y distintamente; a saber: la magnitud, o sea, la extensión en longitud, anchura y profundidad; la figura, formada por los límites de esa extensión; la situación que mantienen entre sí los cuerpos diversamente delimitados; el movimiento, o sea, el cambio de tal situación; pueden añadirse la substancia, la duración y el número. En cuanto las demás cosas, como la luz, los colores, los sonidos, los olores, los sabores, el calor, el frío y otras cualidades perceptibles por el tacto, todas ellas están en mi pensamiento con tal oscuridad y confusión, que hasta ignoro si son verdaderas o falsas y meramente aparentes, es decir, ignoro si las ideas que concibo de dichas cualidades son, en efecto, ideas de cosas reales o bien representan tan sólo seres quiméricos, que no pueden existir. Pues aunque más arriba haya yo notado que sólo en los juicios puede encontrarse falsedad propiamente dicha, en sentido formal, con todo, puede hallarse en las ideas cierta falsedad material, a saber: cuando representan lo que no es nada como si fuera algo. Por ejemplo, las ideas que tengo del frío y el calor son tan poco claras y distintas, que mediante ellas no puedo discernir si el frío es sólo una privación de calor, o el calor una privación de frío, o bien si ambas son o no cualidades reales; y por cuanto, siendo las ideas como imágenes, no puede haber ninguna que no parezca representarnos algo, si es cierto que el frío es sólo privación de calor, la idea que me lo represente como algo real y positivo podrá, no sin razón, llamarse falsa, y lo mismo sucederá con ideas semejantes. Y por cierto, no es necesario que atribuya a esas ideas otro autor que yo mismo; pues si son falsas —es decir, si representan cosas que no existen— la luz natural me hace saber que provienen de la nada, es decir, que si están en mí es porque a mi naturaleza —no siendo perfecta— le falta algo; y si son verdaderas, como de todas maneras tales ideas me ofrecen tan poca realidad que ni llego a discernir con claridad la cosa representada del no ser, no veo por qué no podría haberlas producido yo mismo.
En cuanto a las ideas claras y distintas que tengo de las cosas corpóreas, hay algunas que me parece he podido obtener de la idea que tengo de mí mismo; así, las de substancia, duración, número y otras semejantes. Pues cuando pienso que la piedra es una substancia, o sea, una cosa capaz de existir por sí, dado que yo soy una substancia, y aunque sé muy bien que soy una cosa pensante y no extensa (habiendo así entre ambos conceptos muy gran diferencia), las dos ideas parecen concordar en que representan substancias. Asimismo, cuando pienso que existo ahora, y me acuerdo además de haber existido antes, y concibo varios pensamientos cuyo número conozco, entonces adquiero las ideas de duración y número, las cuales puedo luego transferir a cualesquiera otras cosas.
Por lo que se refiere a las otras cualidades de que se componen las ideas de las cosas corpóreas —a saber: la extensión, la figura, la situación y el movimiento—, cierto es que no están formalmente en mí, pues no soy más que una cosa que piensa; pero como son sólo ciertos modos de la substancia (a manera de vestidos con que se nos aparece la substancia), parece que pueden estar contenidas en mí eminentemente.
Así pues, sólo queda la idea de Dios, en la que debe considerarse si hay algo que no pueda proceder de mí mismo. Por «Dios» entiendo una substancia infinita, eterna, inmutable, independiente, omnisciente, omnipotente, que me ha creado a mí mismo y a todas las demás cosas que existen (si es que existe alguna). Pues bien, eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.
Y no debo juzgar que yo no concibo el infinito por medio de una verdadera idea, sino por medio de una mera negación de lo finito (así como concibo el reposo y la oscuridad por medio de la negación del movimiento y la luz): pues, al contrario, veo manifiestamente que hay más realidad en la substancia infinita que en la finita y, por ende, que, en cierto modo, tengo antes en mí la noción de lo infinito que la de lo finito: antes la de Dios que la de mí mismo. Pues ¿cómo podría yo saber que dudo y que deseo, es decir, que algo me falta y que no soy perfecto, si no hubiese en mí la idea de un ser más perfecto, por comparación con el cual advierto la imperfección de mi naturaleza?
Y no puede decirse que acaso esta idea de Dios es materialmente falsa y puede, por tanto, proceder de la nada (es decir, que acaso esté en mí por faltarme a mí algo, según dije antes de las ideas de calor y frío, y de otras semejantes); al contrario, siendo esta idea muy clara y distinta y conteniendo más realidad objetiva que ninguna otra, no hay idea alguna que sea por sí misma más verdadera, ni menos sospechosa de error y falsedad.
Digo que la idea de ese ser sumamente perfecto e infinito es absolutamente verdadera; pues, aunque acaso pudiera fingirse que un ser así no existe, con todo, no puede fingirse que su idea no me representa nada real, como dije antes de la idea de frío.
Esa idea es también muy clara y distinta, pues que contiene en sí todo lo que mi espíritu concibe clara y distintamente como real y verdadero, y todo lo que comporta alguna perfección. Y eso no deja de ser cierto, aunque yo no comprenda lo infinito, o aunque haya en Dios innumerables cosas que no pueda yo entender, y ni siquiera alcanzar con mi pensamiento: pues es propio de la naturaleza de lo infinito que yo, siendo finito, no pueda comprenderlo. Y basta con que entienda esto bien, y juzgue que todas las cosas que concibo claramente, y en las que sé que hay alguna perfección, así como acaso también infinidad de otras que ignoro, están en Dios formalmente o eminentemente, para que la idea que tengo de Dios sea la más verdadera, clara y distinta de todas.
Mas podría suceder que yo fuese algo más de lo que pienso, y que todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza de Dios estén en mí, de algún modo, en potencia, si bien todavía no manifestadas en el acto. Y en efecto, estoy experimentando que mi conocimiento aumenta y se perfecciona poco a poco, y nada veo que pueda impedir que aumente más y más hasta el infinito, y, así acrecentado y perfeccionado, tampoco veo nada que me impida adquirir por su medio todas las demás perfecciones de la naturaleza divina; y, en fin, parece asimismo que, si tengo el poder de adquirir esas perfecciones, tendría también el de producir sus ideas. Sin embargo, pensándolo mejor, reconozco que eso no puede ser. En primer lugar, porque, aunque fuera cierto que mi conocimiento aumentase por grados sin cesar y que hubiese en mi naturaleza muchas cosas en potencia que aún no estuviesen en acto, nada de eso, sin embargo, atañe ni aun se aproxima a la idea que tengo de la divinidad, en cuya idea nada hay en potencia, sino que todo está en acto. Y hasta ese mismo aumento sucesivo y por grados argüiría sin duda imperfección en mi conocimiento. Más aún: aunque mi conocimiento aumentase más y más, con todo no dejo de conocer que nunca podría ser infinito en acto, pues jamás llegará a tan alto grado que no sea capaz de incremento alguno. En cambio, a Dios lo concibo infinito en acto, y en tal grado que nada puede añadirse a su perfección. Y, por último, me doy cuenta de que el ser objetivo de una idea no puede ser producido por un ser que existe sólo en potencia —el cual, hablando con propiedad, no es nada—, sino sólo por un ser en acto, o sea, formal.
Ciertamente, nada veo en todo cuanto acabo de decir que no sea facilísimo de conocer, en virtud de la luz natural, a todos los que quieran pensar en ello con cuidado. Pero cuando mi atención se afloja, oscurecido mi espíritu y como cegado por las imágenes de las cosas sensibles, olvida fácilmente la razón por la cual la idea que tengo de un ser más perfecto que yo debe haber sido puesta necesariamente en mí por un ser que, efectivamente, sea más perfecto.
Por ello pasaré adelante, y consideraré si yo mismo, que tengo esa idea de Dios, podría existir, en el caso de que no hubiera Dios. Y pregunto: ¿de quién habría recibido mi existencia? Pudiera ser que de mí mismo, o bien de mis padres, o bien de otras causas que, en todo caso, serían menos perfectas que Dios, pues nada puede imaginarse más perfecto que Él, y ni siquiera igual a Él.
Ahora bien: si yo fuese independiente de cualquier otro, si yo mismo fuese el autor de mi ser, entonces no dudaría de nada, nada desearía, y ninguna perfección me faltaría, pues me habría dado a mí mismo todas aquellas de las que tengo alguna idea: y así, yo sería Dios.
Y no tengo por qué juzgar que las cosas que me faltan son acaso más difíciles de adquirir que las que ya poseo; al contrario, es, sin duda, mucho más difícil que yo —esto es, una cosa o substancia pensante— haya salido de la nada, de lo que sería la adquisición, por mi parte, de muchos conocimientos que ignoro, y que al cabo no son sino accidentes de esa substancia. Y si me hubiera dado a mí mismo lo más difícil, es decir, mi existencia, no me hubiera privado de lo más fácil, a saber: de muchos conocimientos de que mi naturaleza no se halla provista; no me habría privado, en fin, de nada de lo que está contenido en la idea que tengo de Dios, puesto que ninguna otra cosa me parece de más difícil adquisición; y si hubiera alguna más difícil, sin duda me lo parecería (suponiendo que hubiera recibido de mí mismo las demás cosas que poseo), pues sentiría que allí terminaba mi poder.
Y no puedo hurtarme a la fuerza de un tal razonamiento mediante la suposición de que he sido siempre tal cual soy ahora, como si de ello se siguiese que no tengo por qué buscarle autor alguno a mi existencia. Pues el tiempo todo de mi vida puede dividirse en innumerables partes, sin que ninguna de ellas dependa en modo alguno de las demás; y así, de haber yo existido un poco antes no se sigue que deba existir ahora, a no ser que en este mismo momento alguna causa me produzca y —por decirlo así— me cree de nuevo, es decir, me conserve.
En efecto, a todo el que considere atentamente la naturaleza del tiempo, resulta clarísimo que una substancia, para conservarse en todos los momentos de su duración, precisa de la misma fuerza y actividad que sería necesaria para producirla y crearla en el caso de que no existiese. De suerte que la luz natural nos hace ver con claridad que conservación y creación difieren sólo respecto de nuestra manera de pensar, pero no realmente.
Así pues, sólo hace falta aquí que me consulte a mí mismo, para saber si poseo algún poder en cuya virtud yo, que existo ahora, exista también dentro de un instante; ya que, no siendo yo más que una cosa que piensa (o, al menos, no tratándose aquí, hasta ahora, más que de esta parte de mí mismo), si un tal poder residiera en mí, yo debería por lo menos pensarlo y ser consciente de él; pues bien, no es así, y de este modo sé con evidencia que dependo de algún ser diferente de mí.
Quizá pudiera ocurrir que ese ser del que dependo no sea Dios, y que yo haya sido producido, o bien por mis padres, o bien por alguna otra causa menos perfecta que Dios. Pero ello no puede ser, pues, como ya he dicho antes, es del todo evidente que en la causa debe haber por lo menos tanta realidad como en el efecto. Y entonces, puesto que soy una cosa que piensa, y que tengo en mí una idea de Dios, sea cualquiera la causa que se le atribuya a mi naturaleza, deberá ser en cualquier caso, asimismo, una cosa que piensa, y poseer en sí la idea de todas las perfecciones que atribuyo a la naturaleza divina. Ulteriormente puede indagarse si esa causa toma su origen y existencia de sí misma o de alguna otra cosa. Si la toma de sí misma, se sigue, por las razones antedichas, que ella misma ha de ser Dios, pues teniendo el poder de existir por sí, debe tener también, sin duda, el poder de poseer actualmente todas las perfecciones cuyas ideas concibe, es decir, todas las que yo concibo como dadas en Dios. Y si toma su existencia de alguna otra causa distinta de ella, nos preguntaremos de nuevo, y por igual razón, si esta segunda causa existe por sí o por otra cosa, hasta que de grado en grado lleguemos por último a una causa que resultará ser Dios. Y es muy claro que aquí no puede procederse al infinito, pues no se trata tanto de la causa que en otro tiempo me produjo, como de la que al presente me conserva.
Tampoco puede fingirse aquí que acaso varias causas parciales hayan concurrido juntas a mi producción, y que de una de ellas haya recibido yo la idea de una de las perfecciones que atribuyo a Dios, y de otra la idea de otra, de manera que todas esas perfecciones se hallan, sin duda, en algún lugar del universo, pero no juntas y reunidas en una sola {causa} que sea Dios. Pues, muy al contrario, la unidad, simplicidad o inseparabilidad de todas las cosas que están en Dios, es una de las principales perfecciones que en Él concibo; y, sin duda, la idea de tal unidad y reunión de todas las perfecciones en Dios no ha podido ser puesta en mí por causa alguna, de la cual no haya yo recibido también las ideas de todas las demás perfecciones. Pues ella no puede habérmelas hecho comprender como juntas e inseparables, si no hubiera procedido de suerte que yo supiese cuáles eran, y en cierto modo las conociese.
Por lo que atañe, en fin, a mis padres, de quienes parece que tomo mi origen, aunque sea cierto todo lo que haya podido creer acerca de ellos, eso no quiere decir que sean ellos los que me conserven, ni que me hayan hecho y producido en cuanto que soy una cosa que piensa, puesto que sólo han afectado de algún modo a la materia, dentro de la cual pienso estar encerrado yo, es decir, mi espíritu, al que identifico ahora conmigo mismo. Por tanto, no puede haber dificultades en este punto, sino que debe concluirse necesariamente, del solo hecho de que existo y de que hay en mí la idea de un ser sumamente perfecto (esto es, de Dios), que la existencia de Dios está demostrada con toda evidencia.
Sólo me queda por examinar de qué modo he adquirido esa idea. Pues no la he recibido de los sentidos, y nunca se me ha presentado inesperadamente, como las ideas de las cosas sensibles, cuando tales cosas se presentan, o parecen hacerlo, a los órganos externos de mis sentidos. Tampoco es puro efecto o ficción de mi espíritu, pues no está en mi poder aumentarla o disminuirla en cosa alguna. Y, por consiguiente, no queda sino decir que, al igual que la idea de mí mismo, ha nacido conmigo a partir del momento mismo en que yo he sido creado.
Y nada tiene de extraño que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea como el sello del artífice, impreso en su obra; y tampoco es necesario que ese sello sea algo distinto que la obra misma. Sino que, por sólo haberme creado, es de creer que Dios me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esta semejanza (en la cual se halla contenida la idea de Dios) mediante la misma facultad por la que me percibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí mismo, no sólo conozco que soy una cosa imperfecta, incompleta y dependiente de otro, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y mayor de lo que soy, sino que también conozco, al mismo tiempo, que aquel de quien dependo posee todas esas cosas grandes a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí; y las posee no de manera indefinida y sólo en potencia, sino de un modo efectivo, actual e infinito, y por eso es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección. Por lo que es evidente que no puede ser engañador, puesto que la luz natural nos enseña que el engaño depende de algún defecto.
Pero antes de examinar esto con más cuidado, y de pasar a la consideración de las demás verdades que pueden colegirse de ello, me parece oportuno detenerme algún tiempo a contemplar este Dios perfectísimo, apreciar debidamente sus maravillosos atributos, considerar, admirar y adorar la incomparable belleza de esta inmensa luz, en la medida, al menos, que me lo permita la fuerza de mi espíritu. Pues, enseñándonos la fe que la suprema felicidad de la vida no consiste sino en esa contemplación de la majestad divina, experimentamos ya que una meditación como la presente, aunque incomparablemente menos perfecta, nos hace gozar del mayor contento que es posible en esta vida.
Traducción de Vidal Peña, Alfaguara, Madrid, 1977.

 

Fragmentos del texto

Los siguientes fragmentos del texto deben ser impresos, analizados a mano siguiendo estas instrucciones, calificados primero por su autor/a y luego por un compañero/a siguiendo la rúbrica aportada y, finalmente, entregados al profesor para su revisión.

 

Meditaciones metafísicas 1               Meditaciones metafísicas 2

 

Otros recursos

 

Canción «Le discours de la méthode» de la banda francesa Diabologum (en su disco C’était un lundi après-midi semblable aux autres, de 1993)

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