RENÉ DESCARTES (1596 – 1650)
Biografía
René Descartes nació en 1596 en La Haye, un pequeño pueblo de Turena, Francia, que hoy lleva su nombre en su honor. Su familia era de la baja nobleza. Su padre era consejero del Parlamento de Bretaña y su madre falleció al poco de nacer él. Entre 1606 y 1614 estudió en el colegio de La Flèche, un centro muy prestigioso fundado por Enrique IV y dirigido por los jesuitas, una orden religiosa que destacaba por su rigor educativo y su fuerte interés por las matemáticas y las ciencias. Es allí donde estudia autores clásicos como Homero, Platón, Aristóteles, Cicerón, etc. y la filosofía escolástica de Tomás de Aquino y Francisco Suárez.
En 1616 obtuvo la licenciatura en Derecho en la universidad de Poitiers, pero quedó insatisfecho con el conocimiento que le ofrecían tanto el derecho como la filosofía tradicional, basada en Aristóteles y la escolástica, que él consideraba llena de disputas y dudas. A pesar de esta crítica, muchas de las palabras y conceptos que usó más tarde provenían precisamente de esta tradición, aunque con un sentido renovado. También retomó algunas ideas agustinianas, como la importancia de la introspección y la certeza interior. En todo caso, para Descartes, las matemáticas eran la única ciencia que le ofrecía certezas claras y evidentes, y le sorprendía que no se hubiera avanzado más partiendo de esa base sólida.
Tras terminar los estudios decidió abandonar el Derecho para viajar y conocer mundo, aunque algún biógrafo señala que es en esa época cuando comienza a trabajar de espía para los jesuitas enrolándose en diferentes ejércitos en el marco de la Guerra de los 30 años contra los protestantes. Entre 1618 y 1619 estuvo en Holanda y luego en la corte de Mauricio de Nassau, príncipe de Orange, donde se formó militarmente y desarrolló una amistad con Isaac Beeckman, un físico y matemático con quien compartió interés por la física y las matemáticas. Beeckman influyó mucho en la formación científica de Descartes, especialmente en la aplicación del método matemático a la naturaleza.
La noche del 10 de noviembre de 1619, mientras servía en el ejército del duque Maximiliano de Baviera y se encontraba acuartelado cerca de Ulm, Descartes tuvo tres sueños que marcaron un punto de inflexión en su vida. Según su propia interpretación, recogida en un manuscrito titulado Olympica —hoy perdido—, aquellos sueños le revelaron las bases de lo que llamó «una ciencia admirable». Esta experiencia onírica fue decisiva para que se convenciera de la necesidad de elaborar un método riguroso que permitiera alcanzar un conocimiento verdadero y unificar todas las ciencias. A partir de ese momento, Descartes dio comienzo a su gran proyecto filosófico y científico.
Un poco más tarde, alrededor de 1620, entró en contacto más o menos indirecto con miembros de la Orden de los Rosacruces, un grupo secreto y esotérico que buscaba el conocimiento oculto y la reforma espiritual de la humanidad a través de la ciencia, la filosofía y la mística, lo que coincidía con sus propias aspiraciones.
Entre 1622 y 1629, Descartes permaneció en Francia, moviéndose entre París y la región de Bretaña, y dedicando cada vez más tiempo a la reflexión filosófica. Fue una etapa de búsqueda y maduración intelectual en la que consolidó su decisión de abandonar la vida errante y centrarse en la elaboración de un pensamiento propio. En noviembre de 1627 entró en contacto con el cardenal Pierre de Bérulle, figura destacada del catolicismo reformista francés. Este comprendió rápidamente la importancia del proyecto intelectual de Descartes y le impuso una «obligación de conciencia» para que retomara con seriedad el estudio de la filosofía y comenzara a escribir un sistema propio. Gracias a ese estímulo, Descartes se retiró a Bretaña durante el invierno de 1627-1628 y comenzó a redactar Reglas para la dirección del espíritu, una obra en la que trataba de establecer las bases de su método.
Por esa misma época, Descartes se movió en ambientes intelectuales marcados por la defensa de la libertad de juicio, la autonomía moral y el derecho a investigar sin someterse a la autoridad eclesiástica ni a la tradición escolástica. En este contexto, mantuvo contacto con los llamados círculos libertinos, un conjunto de salones, tertulias y grupos de discusión formados por escritores, poetas, científicos y filósofos que compartían una actitud crítica hacia la religión institucionalizada, los dogmas heredados y el orden social impuesto. Los libertinos del siglo XVII, influidos por el escepticismo de Montaigne y por un racionalismo incipiente, proponían una forma de vida basada en la razón y la observación de la naturaleza. Desconfiaban de la revelación y de toda doctrina impuesta, y concebían el conocimiento como una tarea libre, personal y crítica. Aunque Descartes no compartía la moral hedonista ni el ateísmo radical que caracterizaban a algunos de estos autores, coincidía con ellos en el rechazo al dogmatismo y en la necesidad de construir una filosofía fundada en la claridad y la evidencia. Por eso, su paso por estos ambientes dejó huella en su modo de pensar, incluso cuando luego buscó distanciarse del escepticismo excesivo que algunos libertinos defendían.
Después de sus años de viajes, en 1628 se estableció definitivamente en Holanda, un país que en aquel tiempo era un refugio para filósofos y científicos gracias a su relativa libertad religiosa y tolerancia política. En este ambiente, Descartes pudo trabajar tranquilo, lejos de la censura y las persecuciones religiosas que amenazaban en otros lugares. Allí permaneció hasta 1649, cambiando varias veces de residencia y desde donde difundió sus ideas por toda Europa.
Un punto de inflexión en su trayectoria intelectual tuvo lugar en 1633, cuando Descartes termina su Tratado del mundo, una obra en la que abordaba la física y la cosmología desde una perspectiva mecanicista. Sin embargo, la condena de Galileo Galilei por la Iglesia Católica ese mismo año le hizo temer por la aceptación de su obra, que defendía el heliocentrismo, el movimiento de la Tierra y el método científico basado en la observación y las matemáticas. Descartes llegó a estar a punto de quemar todos sus papeles, como confesaría en una carta a su amigo Mersenne, porque si el movimiento de la Tierra era falso, toda su filosofía quedaba en entredicho. A pesar de esto, no abandonó la idea de publicar su obra, aunque de forma parcial.
Así, en 1637 publicó el Discurso del método, donde expuso su método para dirigir bien la razón y buscar la verdad en las ciencias. Este texto iba acompañado de varios ensayos, como La Dióptrica, Los Meteoros y La Geometría, donde aplicaba su método a problemas concretos de óptica, meteorología y matemáticas.
La muerte de su hija Francine en 1640, a los cinco años por escarlatina, marcó un cambio en los intereses de Descartes. Tras la publicación en 1641 de las Meditaciones metafísicas, donde expuso sus ideas filosóficas centrales y respondió a críticas de pensadores como Hobbes, Arnauld y Gassendi, Descartes orientó cada vez más su atención hacia la fisiología y la psicología. En 1644 publicó Los principios de la filosofía, dividida en cuatro partes, en las que abordaba temas que iban desde la filosofía general hasta la física y la cosmología, cuidando especialmente de evitar posturas que pudieran provocar censura, en particular sobre el movimiento de la Tierra y el aristotelismo. Y en 1649 publica su último texto, el Tratado de las pasiones del alma, en la que estudia las emociones o pasiones desde una perspectiva filosófica y científica. Descartes busca entender qué son las pasiones, cómo se originan y cómo afectan a la salud del cuerpo, al alma y a la razón.
En el mismo 1649, Descartes acepta la invitación de la reina Cristina de Suecia para trasladarse a Estocolmo a darle clases particulares. Es allí donde murió poco tiempo después, en febrero de 1650, quizá por neumonía o envenenado con arsénico.
Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.
Obras
René Descartes comenzó su producción filosófica y científica con las Reglas para la dirección del espíritu, escritas alrededor de 1628. Esta obra quedó incompleta y no se publicó durante su vida. En ella, Descartes intentaba establecer las bases de un método para usar la razón de forma correcta y alcanzar conocimientos ciertos y claros. Su intención era crear una guía práctica para la ciencia y la filosofía, aunque no llegó a finalizar ni publicar este texto.
En 1633 concluyó el Tratado del mundo, que aborda la física y la cosmología desde una perspectiva mecanicista. En este tratado explica el funcionamiento del universo basándose en leyes matemáticas sobre la materia y el movimiento. Descartes buscaba reemplazar la explicación aristotélica por una ciencia fundada en principios claros y evidentes. Sin embargo, debido a la condena de Galileo ese mismo año, decidió no publicar esta obra, por temor a la censura eclesiástica. El Tratado del mundo se publicó finalmente en 1664, muchos años después de su muerte. Esta obra refleja un contexto de conflicto entre la nueva ciencia y la Iglesia.
En 1637 publicó el Discurso del método, acompañado de tres ensayos científicos: La Dióptrica, Los Meteoros y La Geometría. Estos tres ensayos son fundamentales para entender el desarrollo de la ciencia cartesiana. La Dióptrica es una obra sobre óptica que estudia la luz, la visión y la refracción, aportando ideas innovadoras para la época y sentando bases importantes para la física moderna. Los Meteoros trata los fenómenos atmosféricos y La Geometría es el texto en el que Descartes introduce la geometría analítica, unificando el álgebra con la geometría. El objetivo de esta publicación era presentar su método racional y demostrar que podía aplicarse a distintas ciencias con resultados sólidos y fiables. Este conjunto de obras fue una pieza clave en la revolución científica que transformó el pensamiento europeo.
En 1641 Descartes publicó las Meditaciones metafísicas, una obra filosófica profunda donde expone la duda metódica como herramienta para encontrar certezas indudables. En ella llega a la famosa conclusión «pienso, luego existo» y ofrece argumentos para la existencia de Dios y la inmortalidad del alma. El objetivo es sentar una base segura para la ciencia y la filosofía, en un momento en que Descartes ya había consolidado su método y buscaba responder a críticas y escepticismos.
En 1644 apareció Los principios de la filosofía, que es un compendio sistemático de su pensamiento filosófico y científico. Dividida en cuatro partes, abarca desde cuestiones filosóficas generales hasta temas de física y cosmología. Con esta obra Descartes pretendía unificar su sistema bajo un marco completo y claro, aunque adoptó posturas prudentes para evitar enfrentamientos con la Iglesia, manteniendo ambigüedad en cuestiones como el movimiento de la Tierra.
Finalmente, en 1649 publicó el Tratado de las pasiones, centrado en la filosofía moral y el estudio de las emociones. Analiza cómo las pasiones influyen en la voluntad y cómo pueden ser dominadas para lograr una vida equilibrada y virtuosa. Esta obra refleja el interés de Descartes en las cuestiones prácticas y éticas durante sus últimos años.
Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.
Su filosofía
Del Renacimiento a la Modernidad
Durante el Renacimiento, el pensamiento europeo vivió una intensa fusión de tradiciones religiosas, filosóficas y esotéricas. El cristianismo convivía con el neoplatonismo, la cábala cristiana, la magia natural, el hermetismo y diversos saberes orientales. Esta mezcla dio lugar a una visión del mundo en la que todo estaba conectado por correspondencias ocultas entre el ser humano, la naturaleza y lo divino. No existía aún un método sistemático de conocimiento, sino una forma de pensar basada en analogías, símbolos, intuiciones místicas y relaciones de semejanza. Filósofos como Marsilio Ficino o Pico della Mirandola buscaron la unidad de estas corrientes en una «sabiduría perenne», anterior al cristianismo mismo, y que habría sido revelada originalmente por Hermes Trismegisto. En lugar de explicar el mundo mediante causas demostrables, lo interpretaban como un tejido de signos y mensajes que exigía desciframiento.
Este modelo de pensamiento, carente de método y lleno de sincretismos, entró en crisis con los grandes descubrimientos geográficos. La llegada de nuevas especies animales y vegetales desde América dejó obsoletos los antiguos compendios de historia natural, que ya no podían dar cuenta de la diversidad del mundo. La naturaleza, lejos de responder a un orden cerrado y armónico, se revelaba caótica e inabarcable. A esto se sumaba una profunda inestabilidad religiosa: la fractura de la unidad cristiana con la Reforma provocó una oleada de conflictos sangrientos que culminaron en la Guerra de los Treinta Años (1618–1648). La guerra entre católicos y protestantes no solo cuestionó la autoridad papal, sino también la posibilidad misma de una verdad religiosa común. Los católicos defendían el papel del papa como única guía legítima para la interpretación de la Biblia. Los protestantes, por el contrario, reivindicaban el derecho de cada creyente y cada príncipe a interpretarla por sí mismos. La verdad se convertía así en un terreno de disputa constante.
En ese contexto de confusión y desencanto, ganaron fuerza las corrientes escépticas. Algunos pensadores, cansados de las guerras religiosas y la inestabilidad doctrinal, propusieron abandonar la búsqueda de una verdad definitiva. Desde su punto de vista, el mundo carece de un criterio claro para determinar qué es verdadero y qué no lo es. Por tanto, la única vía razonable es la suspensión del juicio y la tolerancia mutua. Frente al fanatismo, el escepticismo ofrecía una salida pragmática: si no podemos conocer la verdad con certeza, al menos debemos aprender a convivir sin imponernos unos a otros nuestras creencias.
El filósofo contemporáneo Michel Foucault, en Las palabras y las cosas, sostiene que el paso del Renacimiento a la Modernidad no fue solo un cambio de ideas, sino un giro profundo en el modo mismo de pensar: una mutación en lo que él llama la «epistéme» o estructura del saber de una época. En el pensamiento renacentista, el conocimiento se organizaba en torno a la analogía, la similitud y la correspondencia entre todas las cosas del mundo —el macrocosmos y el microcosmos, la naturaleza y el lenguaje, el ser humano y lo divino—. Se trataba de una red simbólica donde todo remitía a todo, sin jerarquías claras ni separación entre sujeto y objeto. La Modernidad rompe con este modelo al instaurar una «epistéme» basada en la representación objetiva, la clasificación racional y la separación entre el sujeto que conoce y el objeto conocido. A partir de entonces, el conocimiento exige método, orden, evidencia y certeza, y se apoya en disciplinas como la biología, la economía o la filología. Descartes es una figura clave en este cambio, pues inaugura el pensamiento moderno al establecer que la única vía legítima para alcanzar la verdad es el uso riguroso de la razón, liberada de prejuicios, analogías y símbolos.
El racionalismo cartesiano
Descartes ha sido considerado tradicionalmente el padre de la Modernidad, no tanto por el contenido concreto de sus aportaciones científicas o filosóficas —muchas de las cuales fueron corregidas o superadas en poco tiempo—, como por el cambio radical que introdujo en la forma misma de pensar y conocer. Su importancia reside sobre todo en el método que propone: un modo nuevo de acceder al conocimiento que influirá de forma decisiva en el desarrollo del pensamiento moderno y en la constitución de la ciencia tal como hoy la entendemos. En este sentido, el cartesianismo inaugura una nueva etapa histórica, marcada por la confianza en la razón como guía segura hacia la verdad.
El racionalismo cartesiano se expandió rápidamente por toda Europa y se convirtió en modelo de enseñanza en muchas universidades. En el centro de este enfoque se encuentra la exigencia de claridad y distinción en las ideas: solo aquellas nociones que resultan absolutamente claras y evidentes para la razón pueden ser consideradas verdaderas. Esta exigencia de claridad está íntimamente relacionada con la idea de intuición intelectual: para Descartes, hay verdades que se presentan a la mente con tal evidencia que no pueden ser puestas en duda, del mismo modo que no dudamos de que un triángulo tenga tres lados. Esta concepción recuerda al platonismo, para el cual el conocimiento verdadero es una especie de iluminación interior, así como al agustinismo, que identificaba la verdad con una luz que procede de Dios y que ilumina el alma desde dentro. En Descartes, sin embargo, esa luz no proviene de fuera, sino de la propia razón humana, que contiene en sí misma el criterio de verdad.
Este giro hacia la razón como punto de partida inaugura una nueva forma de entender el conocimiento: ya no se trata de que el sujeto se limite a captar pasivamente el mundo exterior, sino de que construya el conocimiento a partir de sus propias certezas internas. Así se consolida la distinción sujeto/objeto, que será central en la filosofía moderna: el sujeto es la conciencia pensante, autónoma y capaz de conocimiento, mientras que el objeto es aquello que se le presenta como contenido de representación, como algo que puede ser descrito, analizado y comprendido desde fuera, con objetividad. La verdad, entonces, no depende de una autoridad externa (como podía ser la tradición, la Iglesia o los sentidos), sino de la coherencia y claridad con que el sujeto puede representarse el mundo.
Para asegurar esta claridad y objetividad, Descartes desarrolla un método inspirado en las matemáticas, que para él representan el ideal de conocimiento cierto y universal. Este método consiste en cuatro reglas fundamentales: no aceptar como verdadero nada que no se presente de forma evidente; dividir los problemas en partes más simples; ordenar los pensamientos desde los elementos más simples hasta los más complejos; y hacer revisiones completas para no omitir nada. Gracias a este método, el conocimiento se convierte en una construcción racional paso a paso, en la que cada idea se deduce con precisión a partir de las anteriores. La razón, por tanto, funciona como un instrumento autónomo capaz de guiar el pensamiento sin necesidad de recurrir a ningún principio de autoridad.
Aunque Descartes fue el iniciador del racionalismo moderno, no fue su único representante. Esta corriente fue desarrollada por otros pensadores como Baruch Spinoza y Gottfried Wilhelm Leibniz, que compartían la confianza en la razón como fundamento del conocimiento, pero ofrecieron sistemas filosóficos propios y originales. Spinoza, por ejemplo, intentó construir una filosofía rigurosamente racional, inspirada en la geometría euclidiana, partiendo de definiciones y axiomas para deducir todo lo demás. Su obra principal, la Ética demostrada según el orden geométrico, refleja esta ambición de alcanzar la verdad con certeza absoluta mediante la deducción lógica. Por su parte, Leibniz desarrolló una visión del mundo como conjunto de «mónadas» o sustancias simples, guiadas por un principio de armonía preestablecida, y defendió que toda verdad debe cumplir con el principio de razón suficiente, es decir, que nada ocurre sin que haya una razón para ello.
Para comprender bien el racionalismo, es útil compararlo con la corriente opuesta que desarrolló a continuación: el empirismo. Mientras los racionalistas creen que la razón es la principal fuente de conocimiento, los empiristas, como John Locke, George Berkeley o David Hume, sostienen que todo conocimiento procede de la experiencia sensible. Para el empirismo, la mente es como una «tabla rasa» que se va llenando con las impresiones que nos llegan a través de los sentidos. Esta contraposición ayuda a entender que el racionalismo otorga un papel activo a la mente, capaz de descubrir verdades por sí sola, incluso sin necesidad de recurrir a la experiencia externa.
Una de las tesis fundamentales del racionalismo es la existencia de ideas innatas. Frente a la idea empirista de que todas las ideas provienen de la experiencia, los racionalistas sostienen que ciertas nociones están ya en nuestra mente desde el nacimiento. Son ideas que no derivan de los sentidos, sino que se encuentran inscritas en la razón misma. Por ejemplo, las ideas de perfección, de infinitud, de sustancia o incluso de Dios. Estas ideas innatas permiten a la razón construir conocimientos que van más allá de lo que puede ofrecer la experiencia, como los principios de la lógica o las verdades matemáticas, que son universales y necesarias.
El método racionalista se basa en la deducción lógica, a diferencia del método inductivo que caracteriza a la ciencia empírica. Esto significa que los racionalistas confían en que, partiendo de unas pocas ideas claras y evidentes, es posible deducir el resto del conocimiento como en una demostración matemática. Esta confianza en la deducción les lleva a desconfiar de lo que percibimos a través de los sentidos, ya que la experiencia puede engañarnos o variar, mientras que la razón puede ofrecer certeza. Esta concepción del conocimiento como una construcción puramente racional influirá en muchos filósofos posteriores, e incluso en ciertas ciencias formales como las matemáticas o la lógica.
En definitiva, el racionalismo aspira a un conocimiento universal, necesario y cierto, que no dependa de las variaciones de la experiencia ni de la subjetividad del individuo. Su modelo ideal es el conocimiento matemático, que parte de definiciones precisas y se desarrolla de manera rigurosa. Esta aspiración a la certeza absoluta llevó a los racionalistas a desarrollar sistemas filosóficos ambiciosos, en los que la razón actúa como única guía. Aunque el racionalismo será posteriormente criticado por los empiristas y matizado por filósofos como Immanuel Kant, su legado sigue vivo en la confianza en la razón, en la búsqueda de fundamentos seguros para el conocimiento y en el ideal de un saber que pueda ser compartido por todos los seres racionales.
La teoría cartesiana del conocimiento
La teoría del conocimiento de Descartes, en su primera formulación, se construye a partir de una convicción fundamental: la unidad del saber. Para él, todas las ciencias particulares no son más que aplicaciones diversas de una misma sabiduría universal, que permanece idéntica en su estructura, aunque se proyecte sobre objetos distintos. Así como la luz del sol ilumina por igual cualquier cosa sobre la que incide, la razón humana puede aplicar sus principios a cualquier campo del conocimiento. Esta idea aparece ya en sus primeras obras, como las Reglas para la dirección del espíritu, donde plantea que la razón, bien dirigida, es capaz de alcanzar verdades firmes y evidentes sin necesidad de recurrir a la autoridad, la tradición o los sentidos, que son fuente de error. Lo decisivo es seguir un método riguroso que garantice que no tomemos nunca lo falso por verdadero.
Este método, que tiene como modelo las matemáticas y la geometría, se fundamenta en la idea de que el conocimiento solo es válido cuando se pliega a la estructura del pensamiento racional. Las cosas que percibimos solo son verdaderas en la medida en que pueden ser reconstruidas racionalmente por el sujeto. Esta concepción implica una visión representacional del conocimiento, en la que el objeto es entendido como aquello que puede ser captado por el sujeto mediante una representación clara y ordenada. No se conoce una cosa por estar frente a ella, sino por poder construir un concepto racional de ella. Esta exigencia se traduce también en la distinción entre propiedades primarias y secundarias: solo las propiedades matemáticamente formulables (como la extensión, el número, la figura o el movimiento) son objetivas; en cambio, las cualidades sensibles (como el color, el sabor o el olor) dependen del sujeto y no ofrecen conocimiento seguro.
La certeza que proporciona su método, según Descartes, no se reduce a alcanzar la verdad, sino que exige también el reconocimiento subjetivo de que esa verdad no puede ser puesta en duda. Solo aquello que es evidente, claro y distinto, puede considerarse absolutamente verdadero. Por eso no hay para él grados de verdad: una proposición es o bien cierta de forma indudable, o bien falsa. Esta concepción se vincula con su ideal de una mathesis universalis, es decir, una ciencia general que pueda aplicarse a todos los objetos del saber, gracias al orden, la medida y la deducción. Las matemáticas se convierten así en el paradigma del conocimiento, y el pensamiento humano se eleva a una especie de saber divino, capaz de descubrir el orden racional que estructura la realidad.
En este marco, Descartes distingue dos modos fundamentales de conocer: la intuición y la deducción. La intuición no es un simple acto de los sentidos ni una imagen de la imaginación, sino una captación directa, inmediata y segura de una verdad por parte de una mente pura y atenta. Es más cierta incluso que la deducción, porque no implica ningún paso intermedio. Un ejemplo sería la captación de que «yo existo» o que «una cosa no puede ser y no ser al mismo tiempo». A la intuición se asocian los criterios de claridad y distinción: una idea es clara cuando se presenta con fuerza y evidencia, como un dolor que no puede pasar desapercibido; y es distinta cuando está perfectamente separada de cualquier otra, sin confusión ni ambigüedad. Por su parte, la deducción es el proceso mediante el cual la mente, partiendo de intuiciones simples, encadena unas ideas con otras y llega a nuevas conclusiones. Es una intuición sucesiva que conecta naturalezas simples mediante pasos lógicos necesarios. Para que este proceso sea efectivo, el conocimiento ha de seguir un doble movimiento: el análisis y la síntesis. El análisis consiste en descomponer una cuestión compleja hasta llegar a sus elementos más simples e irreductibles; la síntesis, en cambio, reconstruye el conocimiento desde lo simple hacia lo complejo, siguiendo un orden racional.
Concretamente, para Descartes, el método consiste en un conjunto de reglas seguras y sencillas. Si alguien las sigue con precisión, nunca tomará por verdadero algo que sea falso. Además, le permitirán avanzar en el conocimiento sin esfuerzo inútil, aumentando poco a poco lo que sabe, hasta llegar a conocer con certeza todo lo que esté al alcance de su razón. Este método tiene dos grandes ventajas. En primer lugar, ayuda a evitar el error. En segundo lugar, no se trata solo de una técnica para presentar o demostrar lo que ya se sabe —como ocurre, según él, con la lógica aristotélica—, sino que permite descubrir cosas nuevas. Por eso, Descartes lo considera un arte para encontrar verdades. Resume este método en cuatro reglas fundamentales, que expone en el Discurso del método: evidencia, análisis, síntesis y enumeración.
La primera regla consiste en aceptar únicamente aquello que se presenta como verdadero con total evidencia. Para ello, hay que evitar los prejuicios, las prisas y toda influencia que impida juzgar con claridad. Solo se debe dar por verdadero aquello que el espíritu percibe de forma tan clara y distinta que no deje lugar a dudas.
La segunda regla indica que cada problema debe dividirse en tantas partes como sea necesario para entenderlo mejor.
La tercera regla consiste en ordenar bien los pensamientos. Se debe empezar por los asuntos más simples y fáciles de conocer, y avanzar poco a poco hasta los más complejos. Este orden debe mantenerse incluso cuando los elementos no se presenten así en la realidad.
La cuarta regla establece que hay que hacer revisiones completas y generales para asegurarse de no haber olvidado nada.
Aunque estas reglas pueden parecer simples, en realidad implican muchas cuestiones que deben analizarse con más detalle. En las Reglas para la dirección del espíritu, Descartes desarrolla el método con mayor profundidad. Él mismo insiste en que debe ser un método fácil y sencillo de seguir.
a) Por una parte, Descartes se inspira en el método de «resolución y composición» de la escuela de Padua, también utilizado por Galileo. Sin embargo, resulta llamativo que no mencione los experimentos, aunque los utilizó en ocasiones. Esto muestra que da prioridad al análisis racional y conceptual, no al experimental. Así, su método se acerca más al de Euclides, basado en deducciones encadenadas a partir de principios simples y evidentes, como las definiciones o los axiomas.
b) En cuanto a la primera regla, Descartes parte de la idea de que la razón, por sí misma, no se equivoca. Pero puede verse afectada por prejuicios, impulsos o emociones. Por eso, solo debe aceptarse como verdadero lo que aparece con evidencia absoluta. Esta evidencia se capta mediante la intuición, que es un acto racional por el que la mente «ve» con claridad una idea. Como se ha apuntado, las ideas verdaderamente evidentes tienen dos características: son claras y distintas. Según Descartes, una idea es clara cuando aparece de manera manifiesta a una mente atenta, y es distinta cuando se diferencia totalmente de cualquier otra, mostrando solo lo que aparece claramente. Con esta formulación, Descartes introduce una nueva manera de entender la verdad. Ya no se trata de que el pensamiento se ajuste a la realidad —como decía la filosofía escolástica—, sino que la verdad se encuentra dentro de las ideas mismas: es algo propio del pensamiento.
c) La segunda y la tercera reglas explican cómo se debe proceder una vez que se tienen ideas claras y distintas. El proceso, como ya vimos, consiste en dos pasos: análisis y síntesis. Primero se descompone el problema hasta llegar a sus elementos más simples, que Descartes llama «naturalezas simples». Estas se comprenden mediante ideas claras y distintas. Luego se sigue un camino inverso: se vuelve a componer el problema mediante deducciones ordenadas, como en la geometría. Este segundo paso es la síntesis deductiva. Las naturalezas simples son fundamentales en el método cartesiano. Son los elementos más básicos que se descubren en el análisis. Por ejemplo, cuando se piensa en un cuerpo, se puede decir que está compuesto de corporeidad, extensión y figura, no porque esas partes existan separadamente, sino porque la mente puede representarse cada una por separado antes de reconocer que están unidas en un mismo sujeto. Entre las naturalezas simples más importantes para Descartes están la extensión y el pensamiento. Además, todas estas naturalezas simples —y en general, todos los principios desde los que se puede deducir algo— son ideas innatas. Para él, estas ideas son como semillas de verdad que ya están naturalmente en nuestra alma. No se trata de conocimientos presentes desde el nacimiento, como pensaba Platón, sino de ideas que pueden desarrollarse a partir de ciertas experiencias. En este punto, Descartes se acerca al pensamiento de Agustín.
d) Por último, la cuarta regla insiste en la necesidad de comprobar y repasar tanto el análisis como la síntesis. El objetivo es tener una visión de conjunto tan clara que se perciba todo de una sola vez con la misma evidencia intuitiva que en cada paso del proceso.
En definitiva, las Reglas para la dirección del espíritu son el intento cartesiano de formular un método universal capaz de aplicarse a cualquier ámbito del conocimiento con la misma certeza que ofrecen las matemáticas. Sin embargo, al llegar a la Regla XII, se encuentra con una dificultad concreta: la explicación de la luz. Su método parte de la exigencia de que todo conocimiento se base en conceptos claros, simples y racionales, que puedan ser captados por la razón sin ambigüedad. Pero la naturaleza de la luz no se deja reducir fácilmente a estos términos: es un fenómeno que se percibe a través de los sentidos y cuya explicación parece exigir el recurso a imágenes sensibles y a la imaginación, lo que entra en tensión con su rechazo de los sentidos como fuente de conocimiento fiable. Este problema lo lleva a una especie de «impasse epistemológico»: no puede dar una explicación de la luz completamente racional y matemática sin apoyarse en lo empírico, pero tampoco quiere renunciar a su ideal de una ciencia puramente racional. Esta tensión es una de las razones por las que abandona la redacción de las Reglas, obra que queda inacabada. Para resolver esta dificultad, Descartes se propone en su siguiente obra aplicar directamente su método a la explicación de los fenómenos físicos, empezando precisamente por la luz.
Así, en El mundo o Tratado de la luz, escrita hacia 1633, Descartes elabora una teoría mecanicista que explica la luz como una transmisión de movimiento a través de un medio material, sin necesidad de cualidades sensibles ni intervención divina. A partir de esta concepción, extiende su análisis a todo el cosmos, mostrando que el nacimiento y funcionamiento del universo entero puede ser entendido desde unos pocos principios racionales. Por ejemplo, formula un principio básico del conocimiento: lo esencial no está en la cosa en sí, sino en la relación entre cosas que se traduce en relaciones entre ideas. Con su método deductivo, considera que si conocemos correctamente las relaciones que unen a las ideas dentro de la mente —tan claras, distintas y ordenadas como en las matemáticas— entonces podemos reconstruir racionalmente las relaciones reales entre las cosas del mundo. Este enfoque permite que la razón sea la clave para conocer el mundo, sin depender de la experiencia sensible. Dentro de sus principios metafísicos de la física, Descartes introduce una afirmación fundamental: la materia es extensión. Todo lo que existe físicamente posee solo tamaño, figura y movimiento. Niega radicalmente la existencia del vacío, pues para él no puede haber extensión sin cuerpo. Un espacio vacío sería una extensión sin materia, lo cual es imposible en su sistema. En cuanto al movimiento, Descartes adopta dos principios inspirados en su visión mecanicista. El primero es el principio de inercia: «cada parte de la materia continúa en el mismo estado a menos que una colisión la obligue a cambiarlo». Esto significa que si un cuerpo está en reposo o movimiento, lo seguirá estando mientras nada externo lo perturbe. Esta es la formulación que adoptará más tarde Isaac Newton, rechazando la versión galileana por incorrecta. El segundo es el principio de conservación de la cantidad de movimiento, que sostiene que la suma total de la «cantidad de movimiento» —medida como producto del tamaño del cuerpo por su velocidad— se mantiene constante en el universo, incluso al cambiar partes en colisiones.
A partir de estos principios generales, Descartes plantea varias leyes particulares que explican fenómenos concretos. Por ejemplo, la gravedad y las mareas no requieren fuerzas ocultas ni acción a distancia: se usan explicaciones mecanicistas basadas en vórtices o remolinos de materia que transmiten movimiento entre las partes del universo. La gravedad se concibe como el efecto de esta presión mecánica en el seno del fluido universal. De igual modo, las mareas resultan del movimiento de estas corrientes circulares. No reconoce la existencia del vacío física ni metafísica, lo que se contrapone directamente a las ideas atomistas de Pierre Gassendi, quien defendía la existencia del vacío entre los distintos átomos. Así, Descartes muestra que, si el método de la razón se aplica correctamente, es posible construir un sistema natural que explique todo el mundo desde unos pocos principios racionales. No obstante, para mostrar la validez de su teoría, Descartes recurre en este punto al método hipotético-deductivo: compara un mundo posible, el que ha construido racionalmente, con el mundo real del que informan los astrónomos experimentales, mostrando que ambos coinciden.
Sin embargo, consciente del peligro que suponía defender estas ideas tras la condena de Galileo justamente en 1633 por defender el heliocentrismo y el movimiento de la Tierra, Descartes decide no publicar El mundo y comienza una nueva etapa en la que buscará una justificación metafísica de su método. Este cambio marca el paso de su fase metodológica a la elaboración de una fundamentación filosófica más amplia, que dará lugar a sus obras metafísicas, pero que no forma parte estricta de su teoría del conocimiento.
Su primer intento de justificación metafísica y su moral provisional
En 1637, Descartes publica el Discurso del método, que es una mezcla de autobiografía y exposición metodológica, redactada en francés para llegar a un público amplio y pulsar el ambiente académico y eclesiástico. En la primera parte, revela cómo surgió su método: tras abandonar la enseñanza escolástica y viajar, concluye que la verdad debe buscarse dentro de uno mismo, no en las opiniones ajenas. En la segunda parte presenta las cuatro reglas del método que hemos visto y que se corresponden con las que había formulado previamente en las Reglas. En la tercera parte señala que, mientras que su método no se aplique a la moral, hasta entonces es necesario regirse por una moral provisional. Esta se compone de unas pocas máximas prácticas, suficientes para guiar la conducta mientras se avanza en la búsqueda de la verdad. La primera de estas máximas refleja un espíritu de prudencia: como observa que en el mundo nada es completamente estable, opta por seguir las leyes y costumbres de cada país, mantenerse fiel a su religión y adherirse a las opiniones más moderadas y comunes. La segunda máxima le lleva a actuar con decisión, aunque no tenga certezas absolutas: dado que todo es incierto, considera prudente comportarse como si las opciones más probables fueran verdaderas, para no caer en la indecisión constante. La tercera está claramente influida por el estoicismo: propone centrarse en dominar los propios pensamientos y deseos, en lugar de intentar cambiar el curso de los acontecimientos o de la fortuna. Para ello, se esfuerza en convencerse de que solo el pensamiento depende completamente de uno mismo. Finalmente, se plantea cuál es la mejor ocupación posible, y concluye que la más digna es la que ya ha elegido: dedicar su vida entera al cultivo de la razón y al progreso en el conocimiento de la verdad, según el método que él mismo ha elaborado. La cuarta parte contiene su primer intento de justificación de su método de conocimiento. Explica que el uso de la duda sistemática lo conduce al descubrimiento de una verdad absolutamente cierta: «Pienso, luego existo» («cogito, ergo sum»). A partir de ahí, establece la distinción entre mente y cuerpo y ofrece argumentos sobre la existencia de Dios como garante de la verdad clara y distinta. En las partes quinta y sexta muestra la aplicación práctica de su método para demostrar su eficacia. Es ahí donde incluye sus ensayos sobre Dióptrica, Meteoros y Geometría.
Las Meditaciones metafísicas y su tratamiento de Dios
Las Meditaciones metafísicas de René Descartes, publicadas en 1641 y escritas originalmente en latín, tienen un propósito claro: presentar ante la comunidad intelectual y, especialmente, ante la jerarquía de la Iglesia católica, la validez de su método de conocimiento como base firme para la filosofía y la ciencia. Lejos de buscar una simple reforma del pensamiento, Descartes pretende refundarlo por completo, comenzando desde sus cimientos. Para ello, al igual que había ensayado en el Discurso del método, expone sus ideas en forma de meditaciones personales, siguiendo el modelo de ejercicios espirituales, con la intención de guiar al lector hacia una verdad firme e indudable. El objetivo último de la obra es demostrar la existencia de Dios y mostrar que este es el garante de que el método que Descartes había expuesto ya en sus Reglas, partiendo exclusivamente de la razón, es aplicable al mundo físico, permite alcanzar verdades absolutamente objetivas e indubitables y es perfectamente compatible con la fe cristiana.
No obstante, la primera meditación parece más bien dirigida contra los escépticos. En ella, Descartes introduce la duda metódica: una estrategia argumental que imita el escepticismo, pero no para llegar a conclusiones escépticas, sino para superarlas y mostrar que es posible alcanzar una certeza absoluta sobre las cosas. Para ello se propone eliminar cualquier creencia que no sea completamente indudable, tratar como falsas todas las ideas aceptadas hasta ahora que sean sospechosas de contener algún error.
El primer paso en esta duda consiste en cuestionar la fiabilidad de los sentidos. Descartes señala que en ciertas ocasiones los sentidos nos inducen a error, especialmente cuando se trata de objetos lejanos o en condiciones poco favorables para la percepción. Por ejemplo, si vemos una torre a lo lejos, puede parecernos redonda cuando en realidad es cuadrada; o podemos confundir un bastón recto cuando lo vemos parcialmente sumergido en agua, ya que la refracción de la luz nos hace percibirlo como doblado. Estos casos muestran que los sentidos, en determinadas circunstancias, no son fiables. Por lo tanto, aunque podamos corregirlos, hemos de descartarlos como fuente de verdad.
A continuación, Descartes señala otro tipo de percepciones sensoriales, los datos inmediatos de la percepción, como el hecho de que estoy sentado junto al fuego, vestido con una bata, con un papel entre las manos. A primera vista, esto parece completamente evidente. Sin embargo, sostiene que solo los locos dudan de esas cosas, aquellos que creen, por ejemplo, que son reyes cuando son pobres, o que su cuerpo está hecho de vidrio. Este es un límite que Descartes introduce: no quiere caer en un escepticismo patológico o poco razonable. Por eso, aunque en principio no duda de estas verdades inmediatas, está dispuesto a llevar la duda aún más lejos, si encuentra una razón más general.
Es entonces cuando introduce el argumento del sueño, mucho más radical: incluso si ahora siento que estoy despierto, ¿acaso no me ha sucedido alguna vez soñar que estoy en el mismo lugar, sintiendo lo mismo, creyendo que estoy despierto? Si esto ha pasado, ¿qué certeza tengo ahora de que no estoy soñando? ¿Cómo podemos estar seguros de que lo que ahora percibimos —estas manos, este papel, esta mesa— es real? Este tipo de duda es más difícil de refutar, porque no hay un signo claro que distinga absolutamente el estado de vigilia del sueño. En los sueños, también parece que vemos, tocamos, escuchamos… y todo resulta coherente mientras dura el sueño. Aquí Descartes consigue sembrar una duda sistemática sobre los sentidos, incluso en sus condiciones óptimas, al mostrar que podrían ser simulaciones dentro de un sueño.
Aun así, Descartes observa que incluso en los sueños hay elementos que no parecen cambiar: las verdades matemáticas, como que 2 + 3 = 5 o que el triángulo tiene tres lados, se mantienen firmes. Esto le lleva a preguntarse si acaso estas ideas no serían independientes del mundo físico y más seguras que cualquier percepción. Evidentemente, Descartes nunca dudó de la veracidad de las matemáticas, que son el fundamento de su método de conocimiento. Pero, con el objetivo de asentarlas sobre una base totalmente firme a los ojos de la Iglesia católica, da un paso más en su duda metódica planteando la posibilidad de que un ser todopoderoso, incluso un Dios, nos haya creado de tal modo que estemos engañados en todo, incluso en estas verdades matemáticas que parecen incuestionables.
En un primer momento, Descartes rechaza esta idea argumentando que, según la tradición cristiana, Dios es infinitamente bueno y no permitiría que su criatura —el ser humano, creado a su imagen y semejanza— viviera en el error total. Pero tensa aún más la cuerda introduciendo la hipótesis del genio maligno. La posible existencia de un genio maligno, esto es, un ser tan poderoso como engañador, que haya dispuesto todo para hacernos creer en una realidad que no existe, permitiría dudar no solo de nuestras percepciones, sino incluso de las verdades matemáticas. Es con este motivo supremo de duda que Descartes concluye la primera meditación.
Después de haber puesto en duda todo lo que creía saber en la primera meditación, Descartes se enfrenta a la posibilidad de que los escépticos tengan razón y no haya nada firme en lo que apoyar el conocimiento. Sin embargo, es precisamente en el acto mismo de dudar donde encuentra una certeza irrebatible: si estoy dudando, entonces estoy pensando, y si pienso, entonces existo. Es lo que formula con su célebre expresión: «pienso, luego existo» («cogito, ergo sum»). Aunque Descartes no cita directamente a Agustín de Hipona, varios autores han señalado el paralelismo entre el «pienso, luego existo» cartesiano y una idea presente en las Confesiones y en La ciudad de Dios. Agustín afirma que aunque me equivoque, existo: «si fallor, sum» («si me engaño, soy»). Esta fórmula agustiniana, escrita mil años antes que Descartes, anticipa de alguna forma la idea de que la duda no puede eliminar la certeza de la existencia del sujeto que duda. No obstante, es importante entender que para Descartes, el término «pensamiento» («cogitatio») abarca todas las formas de actividad consciente del espíritu: dudar, afirmar, negar, querer, imaginar, sentir… No se trata solo del pensamiento racional, sino de todo lo que acontece en la mente. Por eso no dice simplemente «dudo, luego existo», sino «pienso», pues todo pensamiento es en sí mismo evidente para el sujeto que lo tiene. En cualquier caso, no hay que entender el «pienso, luego existo» como una deducción lógica, como si fuera una conclusión a la que llegara Descartes desde una o varias premisas, sino una intuición inmediata, una idea clara y distinta que se impone a la mente con total evidencia.
Pero el descubrimiento del «cogito» como primera certeza o evidencia, a partir de la cual, siguiendo su propio método de conocimiento, cabría deducir el resto de verdades plantea un problema filosófico de gran calado: ¿cómo salir de ese yo? ¿cómo saber que hay algo más fuera de mí? Esta dificultad es lo que se conoce como el problema del solipsismo. Solipsismo, del latín «solus» (solo) e «ipse» (uno mismo), es la doctrina filosófica que afirma que solo existe el propio yo y sus ideas, y que no hay garantías racionales de que exista un mundo exterior ni otras mentes o sujetos. En el caso de Descartes, este problema aparece como una posible consecuencia no deseada de su argumentación. Al poner en duda todo lo externo —el cuerpo, el mundo sensible, incluso las verdades matemáticas— y quedarse únicamente con la certeza del pensamiento, corre el riesgo de encerrarse en el yo, sin poder demostrar que algo más exista fuera de él y, por lo tanto, sin tener un mundo físico sobre el que aplicar su método de conocimiento.
En la tercera meditación, Descartes trata de salir del problema del solipsismo buscando una garantía de que exista algo fuera de él mismo. Para ello se centra en el análisis de las ideas que encuentra dentro de su mente, con la esperanza de hallar entre ellas alguna que necesariamente remita a una realidad externa. Comienza distinguiendo entre distintos tipos de pensamientos: deseos, temores, afirmaciones, negaciones, percepciones e ideas. Dentro de las ideas, establece una distinción fundamental relativa a su origen. Las ideas puedes ser adventicias, facticias o innatas. Las ideas adventicias son aquellas que parecen proceder del exterior, como cuando oímos un ruido o vemos una luz, pero dado que nuestros sentidos pueden engañarnos, no podemos asegurar que realmente provengan de cosas externas. Las ideas facticias, por su parte, son las construidas por la propia mente a partir de otras ideas, como una sirena, un gnomo o un burro con alas: combinaciones imaginarias que no tienen por qué corresponderse con nada real, externo a nuestra mente. Finalmente, están las ideas innatas, que no proceden ni del mundo ni de la invención personal, sino que parecen estar inscritas en nosotros por naturaleza, como las ideas de infinito y perfección.
Estas últimas, según Descartes, no pueden tener su origen ni en el mundo sensible ni en nuestra limitada mente. En el mundo no hay nada infinito ni absolutamente perfecto; y nosotros, como seres finitos e imperfectos, no podríamos haber generado por nosotros mismos ideas que superan nuestra experiencia y nuestras capacidades. Así, la idea de un ser perfecto e infinito no puede tener otra causa que un ser que realmente posea esas cualidades. Descartes aplica aquí un principio clásico de la filosofía escolástica, según el cual la causa debe ser al menos tan real y perfecta como su efecto. Si tenemos una idea de perfección, entonces ha de haber una realidad proporcionada a esa idea: Dios.
Este Dios que descubrimos en nuestro pensamiento es un ser absolutamente perfecto. Para Descartes, la perfección de Dios implica necesariamente su bondad, y esto se debe a su concepción metafísica de la perfección como plenitud de ser. En la tradición escolástica que Descartes hereda —particularmente la tomista—, todo defecto, error o engaño es una carencia, una imperfección, una falta de ser. Por el contrario, la perfección se define como la ausencia total de defectos o limitaciones, es decir, como plenitud absoluta. En este marco, ser malo o engañar implicaría una carencia de verdad o de bondad, lo cual es incompatible con un ser absolutamente perfecto. Si Dios tuviera voluntad de engañar, eso revelaría una falla en su voluntad o en su entendimiento: una especie de debilidad, malicia o necesidad. Pero un ser que es infinitamente perfecto no necesita nada, no desea perjudicar, no puede equivocarse ni querer lo falso. Por tanto, si Dios es perfecto, lo es en todos los aspectos posibles: en su entendimiento (es omnisciente), en su voluntad (es omnibenevolente) y en su poder (es omnipotente). Así, Descartes afirma que Dios no puede engañarnos, porque el engaño es signo de imperfección, ya que quien engaña lo hace o bien por maldad, o bien por ignorancia, o por alguna necesidad —y Dios, siendo perfecto, no posee ninguna de estas limitaciones. Por eso, una vez demostrado que Dios existe y es perfecto, podemos confiar en que no nos ha creado con una mente tan defectuosa que se equivoque incluso cuando capta con claridad y distinción. La demostración de Dios representa, entonces, una superación radical de la duda metódica y la salida del solipsismo: garantiza que nuestras ideas claras y distintas son verdaderas, y que el mundo exterior que nos parece percibir realmente existe. Con Dios queda asegurada la conexión entre nuestras ideas claras y distintas y la realidad objetiva del mundo. A partir de aquí, la filosofía cartesiana podrá reconstruirse como un sistema de conocimientos sólidos, fundados no ya en los sentidos, sino en la razón guiada por un método riguroso y respaldado por la garantía divina.
En la cuarta meditación, Descartes aborda el problema del error. Una vez que ha demostrado la existencia de Dios y ha afirmado que este ser supremo es perfecto y veraz, surge una cuestión fundamental: si Dios es bueno y no engaña, ¿por qué los seres humanos se equivocan? ¿De dónde proviene el error si Dios nos ha creado y no quiere que nos confundamos? Esta pregunta es clave para afianzar la confianza en el conocimiento y explicar por qué, a pesar de haber sido creados por un Dios perfecto, cometemos errores.
La respuesta de Descartes comienza con una distinción entre dos facultades del ser humano: el entendimiento (o razón) y la voluntad. El entendimiento es finito y limitado: no percibe todas las cosas, ni lo hace siempre de manera clara. En cambio, la voluntad es ilimitada: podemos afirmar o negar cualquier cosa, incluso más allá de lo que entendemos. Por tanto, el error no se encuentra ni en el entendimiento en sí ni en la voluntad, sino en su mal uso, es decir, en el hecho de afirmar o negar cosas que no entendemos con claridad y distinción.
Para Descartes, cuando nos equivocamos es porque juzgamos sin haber percibido con suficiente claridad. Si nos limitáramos a afirmar solo aquello que entendemos de forma clara y distinta, nunca caeríamos en el error. Por tanto, el error no depende de una imperfección del entendimiento o de la voluntad por separado, sino del uso precipitado de la voluntad al juzgar sin conocimiento suficiente. En este sentido, el error es culpa del propio ser humano, no de Dios.
Descartes sostiene además que la posibilidad de errar no es un defecto en la creación divina, sino que forma parte de un orden más amplio del universo. Aunque nosotros, al ser finitos, no entendamos por qué Dios nos ha dado una naturaleza capaz de equivocarse, debemos confiar en que su obra es perfecta en conjunto, aunque nosotros no veamos siempre el propósito de cada parte. Es como una pieza en una maquinaria compleja: puede parecer imperfecta en sí misma, pero cumple una función precisa en el conjunto total.
En la quinta meditación, Descartes retoma la reflexión sobre Dios para ofrecer una segunda demostración de su existencia, esta vez apoyándose en lo que se conoce como argumento ontológico, formulado originalmente por Anselmo de Canterbury en el siglo XI. A diferencia del razonamiento de la tercera meditación —basado en el principio de causalidad—, aquí Descartes parte solo del análisis de la idea de Dios tal como aparece en su pensamiento. Descartes afirma que en su mente hay ideas claras y distintas de muchas cosas, entre ellas la idea de una figura geométrica perfecta (como el triángulo) o la de una sustancia infinita, omnipotente y perfecta, es decir, Dios. Del mismo modo que no puede pensar en un triángulo sin que tenga tres ángulos cuya suma sea igual a dos rectos, tampoco puede pensar en la idea de Dios sin que en ella esté incluida la existencia. Así como la suma de los ángulos forma parte necesariamente del triángulo, la existencia forma parte necesariamente de la esencia de Dios. Si se tiene una idea clara y distinta de un ser absolutamente perfecto, no puede concebirse que le falte la existencia, porque la existencia es una perfección, y un ser perfecto no puede carecer de ella sin contradicción.
Aquí Descartes emplea una dicotomía heredada del pensamiento escolástico, especialmente de Tomás de Aquino: la distinción entre esencia y existencia. En los seres finitos, como los humanos, la esencia y la existencia están separadas: podemos concebir qué somos (nuestra esencia) sin por ello asegurar que existimos (nuestra existencia). Sin embargo, en el caso de Dios, su esencia implica su existencia: no se puede pensar en Dios como una sustancia absolutamente perfecta sin reconocer que la existencia forma parte de esa perfección. De lo contrario, estaríamos pensando en un ser perfecto que carece de una perfección esencial, lo cual es absurdo.
Finalmente, en la sexta meditación, Descartes culmina su proyecto filosófico demostrando que no solo existe el pensamiento, sino también el mundo exterior. Para ello establece una ontología basada en la distinción entre tres tipos de substancias: la «res cogitans», la «res extensa» y la substancia infinita. La «res cogitans» o sustancia pensante es, esencialmente, pensamiento. Esta sustancia es inmaterial, no ocupa lugar en el espacio y se manifiesta en modos como imaginar, querer, sentir, afirmar, negar o recordar. En segundo lugar, está la «res extensa», la sustancia material, cuya esencia es la extensión, es decir, el hecho de ocupar espacio en dimensiones de longitud, anchura y profundidad. Sus modos son todas aquellas propiedades cuantificables que pueden ser tratadas por las matemáticas, como la figura, el tamaño o el movimiento. Finalmente, está la substancia infinita, que es Dios. A diferencia de las otras dos, no depende de nada y es causa de todo lo que existe. Sus atributos son la infinitud, la necesidad y la perfección. Por eso, cuando Descartes afirma que una substancia es «una cosa que existe de tal modo que no necesita de ninguna otra cosa para existir», si se toma esta definición de manera literal, resulta evidente que solo hay una substancia que cumple totalmente ese criterio: Dios, como substancia infinita. Esto se debe a que todos los seres finitos, tanto los que piensan como los que tienen extensión, dependen de Dios para existir, ya que él los ha creado y los conserva. El propio Descartes reconoce esto. Sin embargo, también sostiene que puede seguir utilizándose para hablar de la independencia mutua entre las dos sustancias creadas: la sustancia pensante (el alma) y la sustancia extensa (el cuerpo), ya que una no necesita de la otra para existir.
La sexta meditación, por tanto, cierra el recorrido de la duda con una triple afirmación: yo existo como sustancia pensante, Dios existe como ser perfecto y garante de la verdad, y también existen cuerpos materiales, independientes de la mente, que pueden ser conocidos con certeza. Esta última parte da paso a la ciencia moderna, pues la materia, concebida como extensión, queda reducida a lo cuantificable y mensurable, y por tanto accesible al método matemático cartesiano.
La antropología cartesiana
Como se ha visto, en la sexta meditación de las Meditaciones metafísicas, Descartes hace una distinción de substancias que le permite formular una antropología dualista: el ser humano está compuesto de alma («res cogitans») y cuerpo («res extensa»), dos realidades diferentes pero unidas. La mente, como substancia pensante, no tiene propiedades físicas, mientras que el cuerpo, como substancia extensa, no piensa. El objetivo de Descartes al afirmar que el alma y el cuerpo son dos substancias distintas —es decir, que pensamiento y extensión no se reducen la una a la otra— es defender la autonomía del alma frente a la materia. La ciencia de su época, con una visión mecanicista y determinista del mundo material, no dejaba espacio para la libertad humana. Por eso, Descartes sostiene que solo es posible preservar la libertad —y con ella todos los valores espirituales— si el alma queda fuera del ámbito de la necesidad mecánica. Esto exige situarla como una realidad autónoma e independiente del cuerpo. Esta idea de independencia entre alma y cuerpo es precisamente el núcleo del concepto cartesiano de substancia. Y se justifica a partir de la evidencia clara y distinta con la que el entendimiento capta esta diferencia. Como escribe Descartes en la sexta meditación: «puesto que, por una parte, poseo una idea clara y distinta de mí mismo en tanto que soy una cosa que piensa y no tiene extensión, y, por otra parte, poseo una idea distinta del cuerpo en tanto que es solamente una cosa extensa y que no piensa, es evidente que yo soy distinto de mi cuerpo y que puedo existir sin él».
Sin embargo, ambas substancias interactúan entre sí: la mente puede mover el cuerpo y el cuerpo puede afectar a la mente. Para explicar esta interacción, Descartes señala un punto concreto del cerebro: la glándula pineal, que sería el lugar donde se cruzan los influjos del alma y del cuerpo. Según sus investigaciones anatómicas, esta es una estructura única en el cerebro, situada en el centro y no duplicada como los hemisferios. Para él, esta posición privilegiada permitía coordinar los movimientos del cuerpo y las percepciones del alma, ya que en la glándula se encontrarían los «espíritus animales», finísimos fluidos corporales que transmitirían las órdenes de la voluntad al cuerpo y los estímulos sensoriales al alma. Sin embargo, esta hipótesis fue objeto de críticas entre sus contemporáneos. Filósofos y médicos como Pierre Gassendi o Henricus Regius cuestionaron que un órgano físico pudiera servir de enlace real entre una sustancia inmaterial y otra material, algo que parecía conceptualmente problemático. Otros señalaban que la función fisiológica de la glándula pineal no se correspondía con lo que Descartes le atribuía, y que su elección parecía arbitraria.
En el Tratado de las pasiones del alma (1649), Descartes analiza las pasiones —emociones o sentimientos— como fenómenos que surgen de la interacción entre el alma y el cuerpo. Para Descartes, las pasiones no son defectos, sino movimientos del alma producidos por el influjo de los «espíritus animales» procedentes del cuerpo. Estos «espíritus animales» son una especie de fluido sutil y muy móvil que circulan por el sistema nervioso a través de los nervios y los conductos internos del cerebro. Según su modelo fisiológico, se forman en la sangre, especialmente en la parte más caliente del corazón, y llegan al cerebro, donde se concentran en las cavidades o ventrículos cerebrales. Desde ahí, se dirigen a través de los nervios hacia los músculos, provocando el movimiento del cuerpo, o bien hacia la glándula pineal, donde el alma «recibe» la información de los sentidos y envía órdenes al cuerpo. Es decir, cuando estos espíritus circulan y actúan sobre la glándula pineal, provocan que el alma experimente ciertas sensaciones internas que llamamos pasiones.
En el Tratado, Descartes distingue seis pasiones básicas (admiración, amor, odio, deseo, alegría y tristeza) de las que derivan todas las demás. Cabe subrayar que estas son fenómenos involuntarios: surgen sin que el alma pueda controlarlas, ya que no proceden de la razón. Además, aparecen de manera inmediata y no siempre están de acuerdo con la razón. Por este motivo, pueden representar una forma de servidumbre para el alma, porque la arrastran y agitan su voluntad, impidiéndole decidir con libertad. De hecho, según Descartes, al carecer de alma racional, los animales no son libres, sino que sus comportamientos son fruto de procesos puramente mecánicos. A sus ojos, los animales funcionan como autómatas muy complejos, cuyas reacciones se explican por el movimiento de sus órganos y fluidos, sin intervención de pensamiento alguno.
El problema de la libertad humana lleva a Descartes a tratar una cuestión típica del pensamiento estoico: la necesidad del dominio racional de uno mismo y del autocontrol de las pasiones. Ahora bien, su actitud no es totalmente negativa frente a las pasiones. No piensa que haya que rechazarlas por principio, solo por el hecho de que existan. Lo que hay que evitar es dejarse arrastrar ciegamente por ellas, sin dar lugar a una reflexión razonable. La verdadera tarea del alma consiste en ordenar y dirigir las pasiones de acuerdo con el juicio de la razón.
La razón tiene un papel central en esta tarea. Es ella la que reconoce el bien que puede ser deseado por la voluntad. Además, proporciona tanto el criterio adecuado para evaluar las pasiones como la fuerza necesaria para enfrentarse a ellas. Las armas del alma para dominar las pasiones son los juicios firmes y decididos sobre lo que es bueno y lo que es malo. Estos juicios guían nuestras acciones y deben basarse en el conocimiento verdadero.
Descartes identifica el «yo» con la naturaleza más íntima del ser humano. De ese «yo» tenemos un conocimiento directo y evidente que se expresa en el «yo pienso». El «yo» es una sustancia pensante, y como tal es el sujeto de todas las actividades del alma, que en el fondo se reducen a dos facultades: el entendimiento y la voluntad. Sentir, imaginar o entender son distintas formas de percibir; desear, rechazar, afirmar, negar o dudar son modos distintos de querer.
Entre estas facultades, la voluntad destaca por ser libre. Como decíamos, la libertad ocupa un lugar central en la filosofía de Descartes. En primer lugar, su existencia es indudable: es una noción tan clara que forma parte de nuestras ideas innatas. En segundo lugar, es la perfección más importante del ser humano. Y, por último, es un elemento clave en el proyecto filosófico de Descartes. La libertad permite tanto dominar la naturaleza como tomar decisiones autónomas. De hecho, la decisión de dudar con la que comienza su filosofía es ya un acto libre. Ahora bien, ¿en qué consiste la libertad? Según Descartes, no es simplemente la capacidad de elegir entre alternativas sin saber cuál es mejor. Esa «indiferencia» no es una muestra de perfección, sino de ignorancia. Tampoco es una libertad absoluta para negar cualquier cosa. La verdadera libertad se da cuando elegimos lo que el entendimiento nos presenta como verdadero y bueno. Así pues, el entendimiento nos muestra el orden de lo real mediante un proceso lógico, parecido al método matemático. La libertad no consiste en hacer lo que se quiera sin más, sino en unir la voluntad con el conocimiento verdadero que ofrece el entendimiento.
Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid y en Navarro Cordón, J. M., & Calvo Martínez, T. (1988). Historia de la filosofía. Madrid.
Apuntes para clase

CONTEXTO DEL PENSAMIENTO CARTESIANO
- El pensamiento de Descartes está directamente ligado a su tiempo:
- la carencia de un método seguro de conocimiento en el Renacimiento (magia, alquimia, …) sume a Europa en una gran duda ante los descubrimientos del Nuevo Mundo, el ascenso de la burguesía y la gran diversidad de sistemas ético-religiosos. Se plantean varias salidas:
- los católicos tratan de salvaguardar el poder papal y su legitimidad como guía moral de las almas
- los protestantes reclaman que cada príncipe y cada persona pueda interpretar las enseñanzas de la Biblia individualmente
- ante la carencia de método y como rechazo a las guerras de religión surgen círculos de escépticos, que rechazan la posibilidad de un conocimiento verdadero incontrovertible, postulando que toda verdad es relativa
- Descartes entra en contacto, en Holanda, con el físico y matemático Isaac Beeckman y, al año siguiente (1619), con la orden esotérica de los Rosacruz, cuyo objetivo era desarrollar la ciencia para mejorar la condición humana
- el 10 de noviembre de 1619 Descartes tiene tres sueños (Olympica) cuya interpretación le lleva a dar sentido a su vida: se dedicará a buscar el modo de alcanzar conocimientos absolutamente ciertos para el beneficio de la humanidad
- de vuelta a Francia, a París, entra en contacto con el círculo libertino y escéptico del matemático, astrónomo y físico atomista Pierre Gassendi
- Descartes se enfrenta a ellos, defendiendo que sí existe la verdad incontrovertible y que todo el mundo puede llegar a ella aplicando su método de conocimiento, el cual no se basa en interpretaciones dela Biblia (disputas entre católicos ni protestantes)
- se va a Holanda (libertad de culto religioso) a concretar su método de conocimiento: con él espera resolver todas las guerras, disputas y desgracias de la humanidad
- la carencia de un método seguro de conocimiento en el Renacimiento (magia, alquimia, …) sume a Europa en una gran duda ante los descubrimientos del Nuevo Mundo, el ascenso de la burguesía y la gran diversidad de sistemas ético-religiosos. Se plantean varias salidas:
RACIONALISMO
- Descartes es el padre de la Modernidad, no tanto por sus aportaciones científicas y filosóficas, que fueron superadas rápidamente, como por el método de conocimiento que propugna y que sigue vigente hoy en día
- el cartesianismo o Racionalismo se difunde por toda Europa como método de enseñanza:
- la importancia de las ideas claras y sencillas
- el poder de la intuición como luz de la verdad [platonismo, agustinismo]
- la objetividad como representación para la propia razón [sujeto/objeto]
- el desarrollo de un método matemático que proporciona certeza
- el cartesianismo o Racionalismo se difunde por toda Europa como método de enseñanza:
REGLAS PARA LA DIRECCIÓN DEL ESPÍRITU (1628)
- Unidad del saber
- “todas las diversas ciencias no son otra cosa que la sabiduría humana, la cual permanece una e idéntica, aun cuando se aplique a objetos diversos, y no recibe de ellos más distinción que la que la luz del sol recibe de los diversos objetos que ilumina” (Regla I)
- Método
- «una serie de reglas ciertas y fáciles, tales que todo aquel que las observe exactamente no tome nunca a algo falso por verdadero, y, sin gasto alguno de esfuerzo mental, sino por incrementar su conocimiento paso a paso, llegue a una verdadera comprensión de todas aquellas cosas que no sobrepasen su capacidad»
- representacional: las cosas que percibimos son reales o verdaderas solo en la medida en que las podemos construir como objeto de conocimiento racional por parte de un sujeto (objeto/sujeto)
- propiedades primarias vs. propiedades secundarias
- los objetos han de ajustarse a la ley de la mente: el proceder matemático (geométrico) de la propia Razón
- proporciona certeza:
- no solo es necesario llegar a la verdad, sino también al reconocimiento psicológico de que esta es incontrovertible, que no se puede dudar de ella, lo cual solo la geometría lo puede ofrecer
- hay certeza cuando determinado «saber» se pliega a la estructura de nuestro pensamiento
- no hay grados de verdad: solo lo absolutamente cierto es verdadero, y lo que no es verdadero es absolutamente falso
- no solo es necesario llegar a la verdad, sino también al reconocimiento psicológico de que esta es incontrovertible, que no se puede dudar de ella, lo cual solo la geometría lo puede ofrecer
- desde el modelo matemático (mathesis universalis): las matemáticas, el orden, la medida, son las que pueden proporcionar un conocimiento cierto sobre absolutamente todo
- el conocimiento humano se equipara al divino gracias a la Razón universal
- Modos de conocimiento
- intuición: “entiendo por intuición no el testimonio fluctuante de los sentidos o el juicio falaz de una imaginación que compone mal, sino la concepción de una mente pura y atenta tan fácil y distinta, que no quede duda ninguna sobre lo que entendemos; es decir, la concepción no dudosa de una mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la Razón y que por ser más simple es más cierta que la misma deducción” (Regla III) [intuición = conocimiento inmediato de algo]
- claridad (vs. oscuridad): la percepción se presenta o manifiesta de forma evidente, indudable, con suficiente fuerza y accesibilidad [por ejemplo, un dolor intenso]
- distinción (vs. confusión): la percepción, además de clara, está perfectamente delimitada y distinguidas sus partes de todas las demás percepciones [por ejemplo, un dolor intenso que, además, no es posible confundirlo con ninguna otra percepción]
- deducción: entre unas naturalezas simples y otras, entre unas intuiciones y otras, aparecen conexiones que la inteligencia descubre y recorre por medio de la deducción. La deducción es una intuición sucesiva de las naturalezas simples y de las conexiones entre ellas
- intuición: “entiendo por intuición no el testimonio fluctuante de los sentidos o el juicio falaz de una imaginación que compone mal, sino la concepción de una mente pura y atenta tan fácil y distinta, que no quede duda ninguna sobre lo que entendemos; es decir, la concepción no dudosa de una mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la Razón y que por ser más simple es más cierta que la misma deducción” (Regla III) [intuición = conocimiento inmediato de algo]
- Procesos del conocimiento
- análisis: descomposición de la cosa hasta llegar a los elementos simples
- síntesis: reconstrucción deductiva de lo complejo a partir de lo simple
- Reglas del método
- evidencia: “no recibir jamás por verdadera cosa alguna que no la reconociese evidentemente como tal; es decir, evitar cuidadosamente la precipitación y la prevención y no abarcar en mis juicios nada más que aquello que se presentara a mi espíritu tan clara y distintamente que no tuviese ocasión de ponerlo en duda” (Discurso del método)
- análisis: “dividir cada una de las dificultades que examinara, en tantas parcelas como fuere posible y fuere requerido para resolverlas mejor” (Discurso del método)
- síntesis: “conducir por orden mis pensamientos, comenzando por los objetos más simples y más fáciles de conocer para subir poco poco, como por grados, hasta el conocimiento de los más complejos, incluso suponiendo un orden entre aquellos que no se preceden naturalmente los unos a los otros” (Discurso del método)
- recuento o enumeración: “hacer en todo enumeraciones tan completas y revisiones tan generales que quedase seguro de no omitir nada» (Discurso del método)
- Texto inacabado
- regla XII necesidad de salida empírica (sentidos e imaginación) para explicar la luz, que no se deja matematizar
EL MUNDO o TRATADO DE LA LUZ (1633 – no publicado)
- Descartes aplica su método para demostrar que desde las leyes de la Razón pueden ser conocidos todos los fenómenos del mundo
- el nacimiento y desarrollo del universo mundo es explicable única y exclusivamente desde los principios de la Razón (no es necesario postular la intervención de ninguna entidad divina):
- principios del conocimiento: relaciones cosas →relaciones ideas
- principios metafísicos de la física: materia = extensión
- principios del movimiento: inercia y conservación
- leyes particulares: gravedad, mareas, transmisión mecánica del movimiento por empuje [no existe el vacío vs. Gassendi]
- comparación del mundo posible con el mundo real para mostrar la coincidencia: método hipotético-deductivo
- la condena de Galileo al postular el heliocentrismo, que también Descartes defiende en este tratado, le lleva a dedicarse a tratar de probar la validez del método ante los ojos de la Iglesia
- aquí comienza su etapa metafísica, elaborando una justificación de su método
DISCURSO DEL MÉTODO (1637)
- publicado de forma anónima en Holanda como prólogo a tres tratados científicos sobre dióptrica, meteoros y geometría
- trata de pulsar el ambiente intelectual y religioso ante las ideas metafísicas que desarrolla para justificar su método
- como aún no hay un desarrollo del conocimiento tal que nos permita servirnos de una ética potente que evite las guerras
- Descartes ofrece una moral provisional hasta que la Razón se imponga en todo el mundo:
- obedecer las leyes y costumbres de nuestro país, conservando su religión y con arreglo a las opiniones más moderadas
- ser firme y resuelto con las propias opiniones para superar la incertidumbre y las indecisiones
- gobernarse a uno mismo y no dejar que la fortuna, el azar o los demás gobiernen nuestros deseos
- cultivar la Razón y avanzar todo lo posible en el conocimiento de la verdad siguiendo el método que él enseñó
- Descartes ofrece una moral provisional hasta que la Razón se imponga en todo el mundo:
MEDITACIONES METAFÍSICAS (1641)
- están escritas en latín, pues se dirigen directamente a la jerarquía de la Iglesia católica para que estime la validez metafísica de su método de conocimiento
- meditación primera: duda metódica como remedo de argumentación escéptica precisamente para rechazar las conclusiones escépticas
- duda de los sentidos en general, pues a veces nos engañan
- duda de los datos inmediatos que percibimos, como que estoy aquí, que estas manos son mías; pero eso solo lo dudan los locos
- no obstante puede que estemos soñando y, entonces, nada de lo que percibimos sea real
- pero incluso en los sueños no se deforma todo aquello que se deja matematizar, es decir, se cumplen las verdades matemáticas
- aunque estas verdades matemáticas puede que sean un producto de nuestra mente que no tienen nada que ver con el mundo
- pero Dios, que es omnipotente e infinitamente bondadoso, y nos ha creado a su imagen y semejanza, no pudo permitir que nos engañásemos de esa manera sobre el mundo exterior a nuestra mente
- no obstante, puede que haya un genio maligno que nos engañe incluso con las matemáticas y todo lo mensurable, haciéndonos creer lo contrario de lo que es
- meditación segunda:
- habiendo dudado de todo, hay una cosa de la que no puedo dudar: de que dudo
- para poder dudar he de existir: «pienso, [luego] existo»
- copia la fórmula de San Agustín: «si me equivoco, soy» [está justificando su método utilizando los propios argumentos de la doctrina católica]
- «pienso, existo» es una proposición indudablemente verdadera, pues se presenta con total claridad y distinción
- es la primera intuición, la primera verdad con certeza a partir de la cual debería poder deducir el resto de verdades
- pero la intuición de que existe y piensa no le permite deducir nada más allá de que existe y piensa: «no admito que exista otra cosa en mí a excepción de la mente». [solipsismo: «forma radical de subjetivismo según la cual solo existe o solo puede ser conocido el propio yo» (D.R.A.E.)]
- para poder dudar he de existir: «pienso, [luego] existo»
- habiendo dudado de todo, hay una cosa de la que no puedo dudar: de que dudo
- meditación tercera:
- Descartes busca una salida al solipsismo: en la mente hay distintos tipos de pensamientos: deseos, temores, afirmaciones, negaciones, ideas…
- distingue tres tipos de ideas:
- adventicias: parecen proceder del exterior, pero no lo podemos asegurar, pues no se nos presentan de manera clara y distinta
- facticias: son las creadas por uno mismo, pero no suelen parecerse a nada supuestamente exterior, por lo que también cabe la duda sobre ellas
- innatas [«infinito», «perfección»]
- estas ideas no pueden provenir del mundo exterior, pues en él no hay nada infinito ni absolutamente perfecto
- las ideas de «infinito» y «perfección» tampoco pueden haber sido causadas por nosotros porque somos finitos e imperfectos: estas ideas superan nuestras limitaciones e imperfecciones
- entonces no estamos solos, sino que tiene que haber alguien infinito y perfecto que haya creado estas ideas, es decir, alguien proporcionado a ellas [la causa ha de ser igual o incluso más perfecta que el efecto: aire tomista], y que nos las haya introducido en nuestro pensamiento
- Descartes utiliza otros argumentos escolásticos para demostrar la existencia de Dios
- Dios es bueno (ya que es perfecto: no tiene ninguna falla, falta o carencia de perfección) y no pudo permitir ningún genio maligno
- Dios acaba con la duda, pues es quien garantiza la existencia de la realidad extramental así como la veracidad de nuestros conocimientos referidos al mundo exterior
- meditación cuarta:
- Descartes vuelve a sostener que se puede estar seguro de la existencia de la realidad externa
- el error proviene de la voluntad, que realiza juicios dejándose llevar por ideas oscuras y confusas
- la voluntad ha de someterse a la razón
- Descartes vuelve a sostener que se puede estar seguro de la existencia de la realidad externa
- meditación quinta:
- nueva demostración de la existencia de Dios basada en el argumento ontológico de San Anselmo
- también utiliza la dicotomía tomista de esencia-existencia para argumentar que la esencia de Dios implica su existencia
- meditación sexta:
- Descartes distingue tres clases de substancias («aquello que no necesita de otra cosa para existir»):
- res cogitans:
- su atributo [propiedad principal, naturaleza o esencia] es el pensamiento (sustancia pensante, alma, mente, yo), que es inextenso e inmaterial
- sus modos [diferentes formas de darse de los atributos] son la imaginación, la voluntad, la memoria y el pensamiento en sentido estricto
- res extensa:
- su atributo es la extensión (profundidad, anchura y longitud)
- sus modos son el movimiento, la figura, el tamaño, etc. (todas aquellas propiedades mensurables, matematizables, es decir, que se ajustan al procedimiento de la Razón [cualidades primarias vs. cualidades secundarias])
- substancia infinita: Dios (causa última de las otras dos [propiamente hablando sería la única substancia])
- sus atributos son la necesidad, la infinitud, la bondad, etc.
- res cogitans:
- con ello sostiene su antropología dualista:
- el hombre está compuesto de res cogitans (alma, ideas) que mueve su res extensa (cuerpo)
- el punto de comunicación entre las dos substancias es la glándula pineal, donde se transmiten y reciben espíritus animales
- el hombre está compuesto de res cogitans (alma, ideas) que mueve su res extensa (cuerpo)
- Descartes distingue tres clases de substancias («aquello que no necesita de otra cosa para existir»):
TRATADO SOBRE LAS PASIONES DEL ALMA (1649)
- comienza como tratado de fisiología [su única hija había muerto por enfermedad en 1640]
- las pasiones son los estados o movimientos del alma provocados por los espíritus animales del cuerpo en su interacción (tristeza, cólera, alegría; deseo, esperanza, temor, amor, odio) [mecanicismo animal vs. libertad humana]
- agitan a la voluntad y hacen al alma esclava e infeliz
- por ello han de someterse a la Razón
- la Razón conducirá al libre albedrío y a la verdad, a elegir el bien en base a ideas claras y distintas
- con ello obtendremos felicidad
- las pasiones son los estados o movimientos del alma provocados por los espíritus animales del cuerpo en su interacción (tristeza, cólera, alegría; deseo, esperanza, temor, amor, odio) [mecanicismo animal vs. libertad humana]
Texto
Fragmentos del texto
Los siguientes fragmentos del texto deben ser impresos, analizados a mano siguiendo estas instrucciones, calificados primero por su autor/a y luego por un compañero/a siguiendo la rúbrica aportada y, finalmente, entregados al profesor para su revisión.
Meditaciones metafísicas 1 Meditaciones metafísicas 2
Otros recursos
Canción «Le discours de la méthode» de la banda francesa Diabologum (en su disco C’était un lundi après-midi semblable aux autres, de 1993)