IMMANUEL KANT (1724 – 1804)

Biografía

Immanuel Kant nació el 22 de abril de 1724 en Königsberg, una ciudad que en su época fue la capital de Prusia Oriental y que actualmente pertenece a Rusia bajo el nombre de Kaliningrado. Aunque geográficamente estaba algo aislada del resto de Prusia y de otras ciudades alemanas, Königsberg era entonces un importante centro comercial, un puerto militar relevante y una ciudad universitaria con un ambiente bastante cosmopolita.

Kant provenía de una familia de artesanos modestos. Su padre era maestro talabartero y su madre, hija de otro talabartero, aunque ella tenía una educación superior a la habitual en mujeres de su clase social. La familia nunca sufrió pobreza extrema, pero la actividad comercial de su padre estaba en declive cuando Kant era joven, lo que a veces obligó a sus padres a recurrir a la ayuda de familiares para mantenerse económicamente.

Los padres de Kant eran pietistas, seguidores de un movimiento luterano que ponía mucho énfasis en la conversión personal, la gracia divina y la devoción religiosa a través de la oración y el estudio de la Biblia. Kant asistió desde los ocho hasta los quince años al Collegium Fridericianum, un colegio pietista donde la disciplina era estricta y la introspección religiosa obligatoria. Esta experiencia le resultó muy dura y rechazó la espiritualidad emotiva y dependiente de la autoridad de ese ambiente, buscando refugio en los clásicos latinos, que formaban parte central del currículo. A pesar de su rechazo hacia el pietismo, Kant sentía un profundo respeto por sus padres, especialmente por su madre, a quien admiraba por su religiosidad sencilla y sin fanatismos. Más allá del aspecto religioso, Kant aprendió de sus padres valores como el trabajo duro, la honestidad, la limpieza y la independencia, que influyeron decisivamente en su formación personal.

Estudió en la Universidad de Königsberg, conocida como Albertina, donde inicialmente mostró interés por los clásicos, pero pronto se centró en la filosofía, que entonces incluía matemáticas, física, lógica, metafísica, ética y derecho natural. Sus profesores estaban influenciados principalmente por la filosofía racionalista de Christian Wolff, pero también había críticas y corrientes diversas, incluyendo el aristotelismo y el pietismo. Entre sus maestros más importantes estuvo Martin Knutzen, un pietista que combinaba ideas de Wolff con el empirismo inglés, y que le introdujo a la obra de Newton. Kant publicó su primer trabajo en 1747, intentando mediar en un debate científico entre seguidores de Leibniz y Newton.

Tras la universidad, Kant trabajó durante seis años como tutor privado fuera de Königsberg. Durante ese tiempo, sus padres fallecieron y su situación económica no le permitía dedicarse aún a la academia. Regresó en 1754 y comenzó a dar clases en la Albertina al año siguiente, cargo que mantuvo durante cuarenta años hasta su jubilación en 1796. Durante ese tiempo fue un profesor muy activo y popular, impartiendo numerosas materias que iban desde la lógica y la ética hasta la física y la antropología. A pesar de su dedicación a la docencia, su salario dependía en gran medida del número de alumnos que asistían a sus clases.

Kant vivió toda su vida en Königsberg, una ciudad relativamente pequeña y tranquila, donde llevó una vida bastante social y, desde su madurez, más ordenada y metódica. De anciano, su rutina diaria era famosa por su puntualidad y disciplina estricta, hasta el punto de que los habitantes de la ciudad podían calcular la hora por sus paseos regulares. Aunque recibió ofertas para trabajar en universidades más prestigiosas y ubicadas en centros intelectuales más importantes de Alemania, como Jena o Erlangen, prefirió permanecer en su ciudad natal.

Durante su carrera, Kant fue ganando fama en Alemania y Europa por su aguda inteligencia y sus publicaciones. Su vida estuvo marcada por una profunda reflexión sobre la razón, la experiencia y la moralidad, pero también por una dedicación constante a la enseñanza y a la escritura. En sus últimos años, tras retirarse de la docencia, se dedicó a intentar completar su sistema filosófico, aunque comenzó a mostrar signos de deterioro mental. Immanuel Kant falleció el 12 de febrero de 1804, poco antes de cumplir los ochenta años.

 

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid y en Navarro Cordón, J. M., & Calvo Martínez, T. (1988). Historia de la filosofía. Madrid.

 

Obras

Kant comenzó su producción filosófica con un interés por la explicación racional del mundo natural. En Historia Universal Natural y Teoría de los Cielos (1755) propone la hipótesis nebular, una explicación científica del origen del sistema solar basada en una gran nube de gas y polvo que se condensa en el Sol y los planetas.

En 1770, Kant publicó su Disertación inaugural sobre la forma y principios del mundo sensible e inteligible, donde plantea una distinción fundamental para la teoría del conocimiento. En ella sostiene que la sensibilidad es la facultad que recibe los datos de la experiencia a través de los sentidos, mientras que el entendimiento es la capacidad de procesar esos datos mediante conceptos. Kant sostiene que el espacio y el tiempo no son realidades externas, sino formas en que la sensibilidad humana organiza la experiencia. Así, introduce la idea de que el conocimiento no solo depende de lo que percibimos, sino de cómo nuestra mente estructura esa percepción.

El paso más importante en su obra filosófica es la Crítica de la razón pura (1781), en la que Kant establece las condiciones y límites del conocimiento humano. En esta obra, distingue entre conocimiento sensible y conocimiento intelectual, y propone que existen formas a priori —como el espacio y el tiempo— y categorías del entendimiento que permiten organizar la experiencia. Kant diferencia entre los fenómenos, el mundo tal como aparece a nuestra conciencia, y los noúmenos, la «cosa en sí» inaccesible a nuestro conocimiento. Esta obra redefine la metafísica, mostrando que no podemos conocer la realidad tal y como es, pero sí podemos estudiar críticamente las condiciones de nuestro conocimiento.

Para facilitar la comprensión de estas ideas al gran público, en 1783 Kant publica los Prolegómenos a toda metafísica futura, una obra que expone de forma más accesible cómo es posible el conocimiento a priori y cuáles son los límites de la metafísica.

En el ámbito de la ética, Kant presenta en 1785 el Fundamento de la metafísica de las costumbres, donde formula su célebre concepto del imperativo categórico. Este principio moral establece que debemos actuar solo según máximas que puedan convertirse en leyes universales, es decir, que sean válida para todos en todos los casos. Esta ética se basa en la autonomía de la voluntad y el respeto a la ley moral interna, sin depender de las consecuencias ni de creencias religiosas.

La Crítica de la razón práctica (1788) complementa su ética, mostrando que la razón práctica, esto es, la capacidad de actuar moralmente, requiere asumir la libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios como postulados necesarios para que tenga sentido. Kant argumenta que estos postulados no pueden ser demostrados por la razón teórica, pero son indispensables para la vida moral.

En 1790, Kant publica la Crítica del juicio, donde aborda el juicio estético y la teleología. Aquí explica que el juicio de belleza es subjetivo pero busca una universalidad basada en la armonía entre imaginación y entendimiento. Además, desarrolla la idea de que la naturaleza parece estar organizada con fines, aunque no podamos probar que exista una finalidad real, lo que conecta el mundo natural con el moral.

Finalmente, respecto al su pensamiento político, Kant expone en La paz perpetua (1795) un proyecto para lograr la paz mundial mediante una federación de estados libres basada en el respeto al derecho internacional y los derechos humanos. En 1797, en la Metafísica de las costumbres, sistematiza su ética y teoría política, dividiendo el texto en la Doctrina del derecho —que explica las bases jurídicas del Estado y los derechos humanos— y la Doctrina de la virtud, donde desarrolla una ética de la virtud y la moralidad interna.

 

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid y en Navarro Cordón, J. M., & Calvo Martínez, T. (1988). Historia de la filosofía. Madrid.

 

Su filosofía

Ilustración: razón y libertad

Kant percibe de forma muy clara la gran variedad de interpretaciones que existen sobre la Razón en toda la época moderna y cómo estas formas de entenderla se mezclan y se enfrentan entre sí. Para él, la pregunta central del filosofar es «qué significa orientarse en el pensamiento», una expresión que refleja la exigencia y el propósito de la filosofía.

La tarea principal que Kant asume a partir de esta exigencia es someter a juicio la Razón. ¿Con qué fin? Con el objetivo de resolver, si es posible, el conflicto profundo que existe entre las diferentes interpretaciones que desgarran y fragmentan el concepto mismo de Razón.

Por un lado, está el dogmatismo racionalista, que consiste en la idea de que la Razón por sí sola, sin apoyarse en la experiencia, puede explicar la estructura y el sentido de toda la realidad. Por otro lado, está el empirismo, que lleva al escepticismo, intentando reducir el pensamiento únicamente a lo que se puede experimentar directamente, lo que implica la derrota de la Razón. Finalmente, está el irracionalismo, que exagera el valor del sentimiento, la fe mística o el entusiasmo subjetivo y, con ello, niega la Razón. Estas tres interpretaciones son para Kant posiciones opuestas e irreconciliables sobre la Razón. Por eso, considera imprescindible realizar una crítica de la Razón para aclarar su verdadero papel y límites.

Para Kant, juzgar la Razón significa que la propia Razón se somete a un ejercicio crítico realizado por sí misma. Este juicio es imprescindible, no solo porque hay muchas interpretaciones diferentes sobre la Razón dadas por los filósofos, sino también, y de forma más profunda, por la manera en que las personas viven la vida en su época. Kant considera que, aunque vivían en una «época de Ilustración», los hombres no habían llegado a vivir realmente en una «época ilustrada». Es decir, mantenían una especie de «minoría de edad» en su manera de pensar y actuar.

Kant observa que esta «minoría de edad» se debe a la pereza intelectual, al aislamiento en la individualidad abstracta y, en general, a una serie de limitaciones o constricciones que impiden la verdadera libertad. Por eso, la tarea principal de la crítica de la Razón es promover la libertad y superar esas restricciones. Estas constricciones pueden ser de dos tipos: las civiles, que vienen de la organización social y política, y las de la conciencia, que pueden estar impuestas por la religión o por normas sociales e históricas que la gente acepta sin cuestionar.

Estas limitaciones a la libertad implican que la Razón se usa fuera de los límites que ella misma debería imponerse. Para salir de esta situación, Kant cree que la única solución es que la Razón se critique a sí misma y se atreva a buscar dentro de sí misma la verdad. En sus palabras, la máxima de la Ilustración es «pensar por sí mismo». Por eso, la crítica de la Razón es la exigencia que el ser humano se impone para aclararse sobre lo que es y sobre sus fines más profundos.

Esta crítica no busca una libertad meramente personal o subjetiva, sino una libertad que se refleje en la creación de un orden social justo. Es decir, una libertad que sirva para la acción y la práctica en la vida colectiva. Para Kant, esta libertad es el motor que impulsa la crítica y apunta hacia una situación ideal, una verdadera «época ilustrada» que quizá nunca se alcance plenamente. Por eso, la idea de utopía es tan importante en su pensamiento.

Mientras tanto, esa crítica misma es lo que define y sostiene la «época de Ilustración». Kant diferencia entre la «época ilustrada», que sería un estado ideal aún no alcanzado, y la «época de Ilustración», que es el proceso en curso de pensamiento crítico y progreso. Esta diferencia nos lleva a entender la relación que Kant establece entre Ilustración e Historia, una relación dialéctica. Por un lado, la Ilustración es tanto el motor como la meta de la Historia. Por otro lado, la Historia debe ser vista como un proceso de mejora y avance en la Ilustración.

 

¿Qué es la filosofía?

El sentido que Kant da a la filosofía tiene dos elementos fundamentales. Primero, se trata de una crítica a las interpretaciones erróneas o desnaturalizadas de la Razón. Segundo, es un proyecto que busca un nuevo estado para la humanidad, basado en la libertad. Para cumplir con ambos objetivos, es necesario descubrir y establecer cuáles son los principios, las leyes y los fines últimos que la Razón impone por sí misma y de acuerdo con su naturaleza más auténtica.

Según este proyecto, el término «Razón pura» tiene un significado muy preciso. Se refiere a la esencia de la Razón como facultad que establece desde sí misma tres cosas fundamentales. La primera es los principios que rigen el conocimiento de la naturaleza. La segunda son las leyes que regulan el comportamiento o la acción humana, en cuanto estas pueden ser consideradas morales o libres. La tercera incluye los fines últimos de esa Razón, así como las condiciones necesarias para alcanzar esos fines.

Desde esta perspectiva general y suprema de la Razón, Kant entiende la filosofía como «la ciencia de la relación de todos los conocimientos a los fines esenciales de la Razón humana». Este es lo que él llama el concepto mundano o cósmico de la filosofía, en contraste con un concepto más académico o especializado. Para Kant, la filosofía mundana tiene tres grandes objetivos.

En primer lugar, debe establecer los principios y límites dentro de los cuales es posible un conocimiento científico de la naturaleza. Es decir, debe responder a la pregunta: «¿Qué puedo conocer?»

En segundo lugar, debe establecer y justificar los principios de la acción humana y las condiciones necesarias para la libertad. Esta parte responde a la pregunta: «¿Qué debo hacer?»

Y, en tercer lugar, debe delinear, de forma proyectiva, el destino último del ser humano y las condiciones y posibilidades para alcanzarlo. Esto responde a la pregunta: «¿Qué me cabe esperar?»

Estas tres grandes preguntas corresponden a diferentes ramas de la filosofía. La metafísica se ocupa del conocimiento de la naturaleza y responde a «¿qué puedo conocer?». La moral se ocupa de la acción y la libertad, respondiendo a «¿qué debo hacer?». Y la religión trata del destino último del hombre, respondiendo a «¿qué me cabe esperar?»

Sin embargo, estas tres preguntas y sus disciplinas filosóficas no están desconectadas entre sí. Todas surgen de los fines esenciales de la Razón. Por eso, Kant sugiere que estas preguntas pueden reunirse en una cuarta, más amplia, que las engloba todas: «¿Qué es el hombre?». Esto deja claro que el proyecto total de la filosofía kantiana es una clarificación racional cuyo objetivo último es servir a una humanidad más libre, más justa y más orientada hacia la realización de sus fines últimos.

Pero, para Kant, no basta con orientar todos los conocimientos del ser humano, de la sociedad y del legado histórico, relacionándolos con los fines últimos de la Razón, que es lo que llamamos filosofía en su sentido mundano. Además, a la filosofía le corresponde ocuparse de la interrelación y la unidad interna de esos conocimientos. Su tarea es establecer, o al menos buscar, un sistema que integre todos esos conocimientos. Esto es lo que constituye la filosofía en su sentido académico o más técnico.

Por otro lado, hay que tener en cuenta que la filosofía, entendida como un ejercicio crítico de la Razón, se inserta en un contexto sociopolítico y requiere el uso público de la racionalidad. Estas dos dimensiones de la crítica filosófica —su inserción política y el ejercicio público de la Razón— deben ser protegidas y fomentadas por el propio poder político. De esta forma, tanto el ejercicio del poder como los avances en las ciencias y las técnicas estarán siempre sometidos al juicio crítico de la Razón.

Esto demuestra que, para Kant, todos los conocimientos y las ciencias deben estar al servicio y promover los fines últimos de la Razón. En otras palabras, deben estar al servicio de una humanidad más libre. Por eso, la racionalidad científica y tecnológica debe someterse a una racionalidad total que esté dirigida por fines éticos y humanos. La verdadera realización de una humanidad libre implica, por tanto, que todo conocimiento y todo avance tecnológico sirvan a ese propósito superior.

 

La teoría del conocimiento kantiana

La primera pregunta a la que debe responder una crítica de la Razón es: «¿qué puedo conocer?». Para responder a esta cuestión, es necesario señalar dos cosas. Primero, los principios desde los cuales es posible un conocimiento científico de la naturaleza. Segundo, los límites dentro de los cuales ese conocimiento puede existir. Kant aborda esta tarea en su obra Crítica de la razón pura.

Principios del conocimiento científico de la naturaleza: entre el racionalismo y el empirismo

La doctrina del conocimiento de Kant se basa en la distinción entre dos facultades o fuentes del conocimiento: la sensibilidad y el entendimiento. Kant siempre sostuvo que estas dos fuentes existen en el ser humano y que tienen características opuestas. La sensibilidad es pasiva, se limita a recibir impresiones que vienen del exterior, como colores o sonidos. En términos más generales, esto coincide con lo que Locke llamó «ideas simples» y lo que Hume llamó «impresiones de sensación». Por otro lado, el entendimiento es activo. Kant habla de esta actividad como «espontaneidad». Esto significa que el entendimiento produce ciertos conceptos e ideas sin derivarlos de la experiencia. Por ejemplo, los conceptos de «substancia», «causa», «necesidad» o «existencia» son generados espontáneamente por el entendimiento, no provienen de la experiencia.

Esta distinción entre sensibilidad y entendimiento, y la idea de que el entendimiento crea conceptos por sí mismo, puede usarse para fundamentar diferentes filosofías.

En primer lugar, esta distinción puede servir como base para una doctrina racionalista. Kant fue en sus inicios un filósofo racionalista. Puesto que el entendimiento genera conceptos sin necesidad de la experiencia, se podría pensar que el entendimiento puede conocer la realidad construyendo un sistema a partir de esos conceptos, sin recurrir a la experiencia. Esta es la idea central del racionalismo. Por ejemplo, tomando los conceptos de «substancia», «causa», «existencia» y «necesidad» (que, según Kant, no derivan de la experiencia), y combinándolos adecuadamente, podríamos llegar a afirmar la existencia de un ser necesario, es decir, un ser que no puede no existir, como Dios, y concebirlo como sustancia y causa primera.

Sin embargo, Kant quedó impresionado por la filosofía de Hume y terminó abandonando el racionalismo. Kant decía que Hume le había despertado del «sueño dogmático» en que estaba sumido, refiriéndose así al racionalismo. Bajo la influencia de Hume, Kant concluyó que nuestro conocimiento no puede extenderse más allá de la experiencia. Pero entonces, ¿qué pasa con esos conceptos que el entendimiento produce espontáneamente y que no proceden de la experiencia? La respuesta de Kant es la siguiente: es cierto que existen en el entendimiento conceptos no derivados de la experiencia, como los que hemos mencionado, pero su aplicación es exclusiva al ámbito de la experiencia.

Por ejemplo, consideremos el concepto de «substancia». Recordemos lo que decía Locke: aunque solo percibimos colores, olores o figuras, hablamos de ver, tocar y oler una rosa. Locke pensaba que la rosa es un sustrato o soporte real, pero incognoscible, de esas cualidades. Pero, para Kant, el concepto de «substancia» es un concepto del entendimiento. Este concepto es el que usamos para unificar los datos sensibles. Si no tuviéramos el concepto de substancia ni lo aplicáramos a esas sensaciones, no podríamos decir cosas como «la rosa es roja» o «la rosa es olorosa». En todas esas afirmaciones concebimos a la rosa como substancia y al color o al olor como propiedades suyas. Por lo tanto, si eliminamos el concepto de substancia, no podríamos hablar acerca de las cosas, porque cada vez que formulamos un juicio con sujeto y predicado, como «los gatos son mamíferos» o «los cuerpos son pesados», concebimos al sujeto como substancia y a los predicados como propiedades o accidentes de esa sustancia.

Bajo la influencia de Hume, Kant llegó a dos conclusiones sobre los conceptos que el entendimiento posee sin derivarlos de la experiencia. En primer lugar, que el entendimiento usa estos conceptos para conocer los objetos de la experiencia, ordenarlos y unificarlos. En segundo lugar, que no pueden utilizarse de forma legítima para referirse a algo de lo que no tengamos experiencia sensible. Por ejemplo, el concepto de «substancia» es imprescindible para unificar un conjunto de cualidades sensibles, como los colores, pero no tiene sentido aplicarlo a Dios, ya que no tenemos experiencia sensible de él.

Pero Kant también se distancia claramente del empirismo al no compartir la idea de que absolutamente todos nuestros conceptos proceden de la experiencia. Según él, el entendimiento posee conceptos que no provienen de la experiencia, aunque solo puedan aplicarse de forma válida dentro de ella.

Los límites y condiciones del conocimiento científico

En los prólogos de la Crítica de la razón pura, Kant se interesa principalmente por el problema de la posibilidad de la metafísica. Es decir, se pregunta si es posible un conocimiento científico y riguroso sobre Dios, la libertad y la inmortalidad del alma. Este interés se entiende mejor si recordamos su evolución intelectual. En un principio, Kant fue racionalista y estaba convencido de que el entendimiento podía ir más allá de los límites de la experiencia y alcanzar un conocimiento verdadero sobre realidades como Dios o el alma. Sin embargo, la influencia de Hume hizo que esa confianza en la posibilidad de la metafísica se tambaleara en su pensamiento.

Según Kant, la metafísica ha tenido históricamente dos grandes deficiencias que la han colocado en una posición de inferioridad frente a ciencias como la física o las matemáticas. En primer lugar, la ciencia avanza, mientras que en metafísica se siguen discutiendo las mismas cuestiones que ya debatían Platón y Aristóteles, como la existencia de Dios o la inmortalidad del alma. En segundo lugar, los científicos suelen alcanzar acuerdos en sus teorías y conclusiones, mientras que entre los metafísicos hay un desacuerdo constante y profundo.

Ante esta situación, Kant considera urgente preguntarse si la metafísica puede construirse como una ciencia. Si esto es posible, la metafísica podría superar el lamentable estado en el que ha estado durante siglos y lograr, como las ciencias, consenso y progreso. Si no fuera posible, lo más sensato sería abandonar definitivamente la ilusión de construir sistemas metafísicos con pretensiones de conocimiento científico. El planteamiento de Kant es, por tanto, muy claro y directo.

El problema central que debe resolverse es si la metafísica puede llegar a ser una ciencia. Pero para responder a esta cuestión, primero hay que plantear otra: cómo es posible la ciencia. Solo si determinamos las condiciones que hacen posible el conocimiento científico, podremos comprobar después si la metafísica cumple o no con esas condiciones. El esquema general es sencillo. La ciencia es posible bajo ciertas condiciones. Si la metafísica se ajusta a ellas, podrá tener el rango de ciencia. Si no lo hace, entonces no podrá constituirse como tal y será mejor dejarla de lado, como Kant ya sugería. Aunque la idea general parezca simple, es evidente que también resulta muy abstracta. Hablamos de investigar las condiciones que hacen posible la ciencia, pero enseguida surge la pregunta: ¿de qué condiciones se trata y cómo se pueden investigar?

Para entender el planteamiento de Kant, es necesario distinguir dos tipos de condiciones que él llama «condiciones empíricas» y «condiciones a priori».

Pensemos en el acto de ver algo. Nuestra capacidad de ver depende de muchas condiciones. Por ejemplo, necesitamos que nuestra vista tenga suficiente agudeza y que el objeto no esté demasiado lejos ni sea excesivamente pequeño. Estas condiciones son particulares y de hecho: una persona puede tener buena vista y percibir algo que otra no ve debido a la miopía. Además, si un objeto estuviera a tal distancia o fuera tan pequeño que nadie pudiera verlo, siempre podría inventarse un instrumento —como un telescopio o un microscopio— que lo hiciera visible. A este tipo de condiciones, que son concretas, variables y modificables, Kant las llama «condiciones empíricas».

Pero también hay otro tipo de condiciones, muy diferentes: las que son generales y necesarias. Siguiendo con el ejemplo de la visión, para ver algo es indispensable que nuestra percepción se sitúe en un lugar y en un momento determinados. Si alguien nos dijera que ha visto algo y, al preguntarle «¿dónde?», respondiera «en ninguna parte» y, al preguntarle «¿cuándo?», dijera «en ningún momento», pensaríamos que está bromeando o que ha perdido la razón. En cualquier caso, estaríamos seguros de que no ha visto nada. El espacio y el tiempo son, por tanto, condiciones indispensables de toda percepción. Estas condiciones no son particulares, como las empíricas, sino generales: afectan a toda percepción y a cualquier sujeto. Tampoco son contingentes, sino necesarias: no pueden dejar de cumplirse. A este tipo de condiciones Kant las llama «condiciones a priori».

Las condiciones a priori tienen tres rasgos fundamentales. Primero, son universales. Segundo, son necesarias. Y tercero, son anteriores lógicamente a la experiencia. Esto último significa que no proceden de la experiencia, sino que la hacen posible. Forman parte de la estructura del sujeto. En el ejemplo anterior, cualquier persona que percibe a través de los sentidos lo hace necesariamente en un lugar y en un momento. Si no fuera así, no percibiría nada. En conclusión, las condiciones a priori —por ser universales, necesarias y previas a la experiencia— son las que hacen posible tanto la experiencia como el conocimiento. Por este motivo, Kant las denomina «condiciones trascendentales».

Para responder a la pregunta de cómo investigar las condiciones que hacen posible el conocimiento científico, Kant parte de una idea sencilla pero decisiva: toda ciencia es, en última instancia, un conjunto de juicios o proposiciones. Si tomamos cualquier tratado científico, por ejemplo, de física, podríamos descomponerlo en una lista de afirmaciones como: «los átomos constan de tales partículas» o «la partícula X tiene tales características». Es cierto que en la práctica estas proposiciones no aparecen aisladas, sino que están encadenadas formando razonamientos. Sin embargo, todo razonamiento se compone de juicios y, por tanto, puede analizarse en términos de ellos.

Esto llevó a Kant a una formulación más precisa del problema. En lugar de preguntarse de forma general «¿cuáles son las condiciones que hacen posible la ciencia?», lo concreta así: «¿cuáles son las condiciones que hacen posibles los juicios de la ciencia?». De este modo, no es necesario examinar uno por uno todos los tratados científicos. Basta con identificar el tipo de juicios que la ciencia emplea e investigar las condiciones que permiten que dichos juicios sean válidos. En otras palabras, si descubrimos bajo qué condiciones son posibles los juicios científicos, habremos encontrado también las condiciones que hacen posible la ciencia misma.

Los juicios de la ciencia: sintéticos a priori

En la introducción de la Crítica de la razón pura, Kant se plantea ¿qué tipo de juicios son característicos de la ciencia?, entendiendo por ciencia campos del saber como las Matemáticas y la Física tal y como las formuló Newton. Para responder, Kant diferencia varios tipos de juicios.

En primer lugar, Kant distingue entre juicios analíticos y juicios sintéticos. Esta diferencia recuerda a la que propuso Leibniz entre «verdades de razón» y «verdades de hecho».

Un juicio es analítico cuando el predicado está incluido, al menos de forma implícita, en el sujeto. Basta con analizar el sujeto para comprender que el predicado le corresponde necesariamente. Por ejemplo, «un todo es mayor que sus partes» es un juicio analítico, porque solo con analizar el concepto de «todo» se comprende que esa afirmación es verdadera. Este tipo de juicios no nos aporta información nueva. Como dice Kant, no son extensivos, no amplían nuestro conocimiento. Si alguien sabe lo que es un todo, este juicio no le enseña nada que no supiera ya.

En cambio, un juicio es sintético cuando el predicado no está contenido en el concepto del sujeto. Por ejemplo, «todos los nativos del pueblo X miden más de 1,90» es un juicio sintético. En la idea de «haber nacido en el pueblo X» no está incluido ningún dato sobre la estatura. Estos juicios sí aportan información nueva. Son, como dice Kant, extensivos, porque amplían nuestro conocimiento. Quien sabe lo que significa «nacer en el pueblo X» aprende además que esas personas son, en su mayoría, muy altas.

En segundo lugar, Kant distingue entre juicios a priori y juicios a posteriori. Esta clasificación no depende de si el predicado está incluido en el sujeto, sino de cómo conocemos la verdad del juicio. Los juicios a priori pueden conocerse sin recurrir a la experiencia, porque su fundamento no está en ella. «Un todo es mayor que sus partes» es a priori, ya que podemos saberlo sin medir todos los objetos y sus partes. En cambio, los juicios a posteriori se conocen a partir de la experiencia. Así, «todos los nativos del pueblo X miden más de 1,90» es a posteriori, porque para saberlo hay que observar a esas personas.

Esta distinción revela, según Kant, que los juicios a priori son universales y necesarios. Ninguna excepción es posible al juicio «un todo es mayor que sus partes». Los juicios a posteriori, en cambio, no son estrictamente universales ni necesarios.

Esto último precisa una aclaración. En nuestro ejemplo hemos dicho que «todos los nativos del pueblo X miden más de 1,90». ¿No es eso universal? Para entender la postura de Kant hay que considerar dos cosas. Primero, que un juicio es estrictamente universal solo si excluye toda posible excepción. Segundo, que Kant acepta la tesis de Hume según la cual la experiencia no puede mostrar conexiones necesarias. La experiencia nos enseña cómo suceden las cosas, pero no que deban suceder necesariamente así.

Aplicando esto a nuestro ejemplo, la experiencia muestra que, de hecho, los nativos de esa población son altos. Sin embargo, no muestra ninguna conexión necesaria entre «haber nacido en ese pueblo» y «tener más de 1,90». No sería contradictorio que en ese lugar naciera una persona muy baja, mientras que sí lo sería afirmar que «un todo es menor que sus partes». Por eso, ningún juicio que proceda de la experiencia es estrictamente universal ni necesario, sino particular y contingente. Cuando en un juicio a posteriori decimos «todos», solo expresamos que no se han observado excepciones hasta ahora, no que sea imposible que aparezcan.

Hasta ahora hemos visto dos formas de clasificar los juicios: por un lado, en analíticos y sintéticos; por otro, en a priori y a posteriori. Kant empieza su razonamiento aceptando estas distinciones, pero su auténtica novedad surge cuando introduce una combinación que Hume no había admitido: los juicios sintéticos a priori.

Hume había defendido que las dos clasificaciones coincidían exactamente: todo juicio analítico era a priori y todo juicio sintético era a posteriori. Según él, no había excepción posible. Por ejemplo, «un todo es mayor que sus partes» es analítico porque el predicado ya está incluido en el sujeto, y es a priori porque podemos conocer su verdad sin recurrir a la experiencia. Al ser a priori, es estrictamente universal y necesario, sin posibles excepciones. En cambio, «los nativos del pueblo X miden más de 1,90» es sintético porque el predicado no está incluido en la noción del sujeto, y es a posteriori porque su verdad solo puede saberse mediante la experiencia. Por ello no es estrictamente universal ni necesario, ya que es posible que aparezca una excepción.

Clasificación de los juicios según Hume

analítico ————————— (Relaciones entre ideas) —————————— a priori (universal y necesario)

sintético —————————- (Cuestiones de hecho) ———————– a posteriori (particular y contingente)

Kant, sin embargo, rompe este esquema. Pone como ejemplo el juicio «la línea recta es la distancia más corta entre dos puntos». Según él, no es analítico, porque en el concepto de línea recta no está incluido necesariamente el concepto de «distancia más corta». Por tanto, es sintético. Pero tampoco es a posteriori, ya que sabemos que es verdadero sin tener que medir distancias y sin basarnos en la experiencia. Además, es universal y necesario, es decir, sin posibles excepciones. En consecuencia, se trata de un juicio sintético a priori.

Clasificación de los juicios según Kant

Kant sostiene que este tipo de juicios existen y que son esenciales para el conocimiento científico. Por ser sintéticos, amplían nuestro saber y nos aportan información nueva. Por ser a priori, son universales y necesarios, y no dependen de la experiencia. De hecho, afirma que los principios fundamentales de las Matemáticas y de la Física son juicios sintéticos a priori. El ejemplo de la recta pertenece a la Geometría, pero en Física también encontramos casos. Uno de ellos es el principio de causalidad: «todo lo que comienza a existir tiene una causa». Para Kant, este principio no es analítico, porque en la noción de «algo que empieza a existir» no está incluida la de «tener causa». Es, pues, sintético. Pero tampoco es a posteriori, ya que es estrictamente universal y necesario, y lo conocemos sin basarnos en la experiencia. Aquí Kant se distancia de Hume, quien consideraba que este principio era a posteriori, contingente y no estrictamente universal.

Según Hume, lo que llamamos «principio de causalidad» no es más que una generalización basada en la observación repetida de que ciertos fenómenos siguen a otros. Como la experiencia nunca nos muestra una conexión necesaria, sino solo que las cosas ocurren así de hecho, este principio no sería necesario ni universal. Podría darse, sin contradicción lógica, que algo empezara a existir sin causa. Sería extraño porque estamos habituados a lo contrario, pero sería concebible.

Kant responde que Hume confunde las leyes causales particulares con el principio general de causalidad. Si tomamos, por ejemplo, «los cuerpos se dilatan con el calor», es cierto que se trata de un juicio sintético a posteriori: lo sabemos gracias a la experiencia, y nada impide que, en un caso particular, un cuerpo se contraiga en vez de dilatarse. Eso no supondría una excepción al principio de causalidad, sino solo a esa ley concreta. El principio general seguiría intacto: ese fenómeno, aunque extraño, tendría igualmente una causa. En resumen, para Kant, el principio de causalidad es una ley universal y necesaria que el entendimiento aplica siempre a todos los fenómenos de la experiencia. Sin él, la experiencia misma sería imposible, porque no podríamos ordenar ni comprender los sucesos del mundo.

Finalmente, en la introducción a la Crítica de la razón pura, Kant expone cuál es, a su entender, la importancia de la empresa que está llevando a cabo en esa obra. Será lo que él denomina una «revolución copernicana» en el campo de la teoría del conocimiento, pues supondrá invertir la relación tradicional entre el conocimiento y los objetos. Copérnico explicó el sistema del mundo suponiendo que no era el Sol el que giraba alrededor del espectador, sino que era el espectador quien giraba alrededor del Sol. De modo análogo, Kant plantea que, si el conocimiento tuviera que adaptarse pasivamente a la naturaleza del objeto, sería imposible conocer algo a priori sobre él. En cambio, si el objeto es el que debe conformarse a las leyes del conocimiento, entonces se entiende cómo es posible ese conocimiento previo a la experiencia. En otras palabras, «sólo conocemos a priori de las cosas lo que nosotros mismos hemos puesto en ellas». Esto es lo que sucede, por ejemplo, en matemáticas, cuando descubrimos las leyes de una figura que previamente hemos construido, o en física, cuando elaboramos hipótesis que estructuran los fenómenos antes de observarlos.

Secciones de la Crítica de la razón pura

En la Crítica de la razón pura, Kant distingue tres partes: la «Estética trascendental», la «Analítica trascendental» y la «Dialéctica trascendental». Las dos últimas se agrupan dentro de lo que Kant llama «Lógica trascendental».

Estas tres partes se relacionan con las tres facultades que Kant identifica en el ser humano: sensibilidad, entendimiento y razón. En sentido estricto, Kant considera que solo existen dos: sensibilidad y entendimiento. Sin embargo, dentro del entendimiento diferencia dos actividades intelectuales distintas. Por un lado, la capacidad de formular juicios, a la que llama «entendimiento». Por otro lado, la capacidad de razonar, que consiste en enlazar unos juicios con otros, y que denomina «razón».

Estas tres partes de la obra también se corresponden con tres tipos de conocimiento: el matemático, el físico y el metafísico. En la «Estética trascendental» Kant analiza las condiciones que hacen posible la sensibilidad, es decir, nuestra capacidad de percibir. Además, explica en qué condiciones es posible que en las matemáticas existan juicios sintéticos a priori. En la «Analítica trascendental» estudia el entendimiento y expone las condiciones que permiten que en la física haya juicios sintéticos a priori. Finalmente, en la «Dialéctica trascendental» se ocupa de la razón y examina si es posible o imposible que la metafísica contenga juicios sintéticos a priori.

La «Estética trascendental»

En la «Estética trascendental», Kant explica cuáles son las condiciones sensibles del conocimiento. Esta explicación se entiende mejor si recordamos qué significa para él una condición «trascendental». Cuando, por ejemplo, analizamos la visión, vemos que depende de ciertas condiciones empíricas, como la agudeza visual o el tamaño de los objetos. Sin embargo, y esto es lo más importante para Kant, también depende de dos condiciones universales y necesarias: el espacio y el tiempo. No podemos ver nada sin verlo en un lugar del espacio y en un momento del tiempo.

Kant generaliza este ejemplo para toda la sensibilidad: el espacio y el tiempo son condiciones trascendentales, universales y necesarias de cualquier percepción sensible, es decir, de cualquier fenómeno o intuición empírica que experimentemos. Por eso las llama «formas a priori de la sensibilidad» y también «intuiciones puras». Decir que son «formas» significa que no son impresiones concretas como un color o un sonido, sino el marco en el que se sitúan todas nuestras impresiones. Vemos colores y oímos sonidos siempre en un espacio y en un tiempo. Que sean «a priori» indica que su origen es racional, no empírico. No proceden de la experiencia, sino que preceden lógicamente, ya que la hacen posible. La expresión «de la sensibilidad» señala que se trata del conocimiento sensible. Kant distingue entre sensibilidad externa y sensibilidad interna. La sensibilidad externa está sometida tanto al espacio como al tiempo, ya que todo lo que percibimos mediante los sentidos —colores, sonidos, formas— se da en ambos. La sensibilidad interna, en cambio, solo está sometida al tiempo, ya que nuestras vivencias, recuerdos o imaginaciones se suceden unas a otras únicamente en él.

Cuando Kant dice que espacio y tiempo son «intuiciones», subraya que no son conceptos del entendimiento. Los conceptos, como «hombre», pueden aplicarse a muchos individuos distintos, pero el espacio y el tiempo son únicos. No hay muchos espacios y tiempos, sino partes de un único espacio e intervalos de un único tiempo que fluye continuamente. Tampoco pueden ser conceptos extraídos de la experiencia, porque estos surgen después de observar varios casos concretos. El espacio y el tiempo, en cambio, son anteriores a cualquier experiencia, ya que son su condición de posibilidad. Por eso, como se ha dicho, son trascendentales. Finalmente, para Kant, decir que algo es «puro» significa que está vacío de contenido empírico. Así, el espacio y el tiempo son como coordenadas vacías en las que se ordena todo lo que percibimos: colores, sonidos y cualquier otra impresión sensible.

En conclusión, en la sensibilidad encontramos dos elementos. Por un lado, está la materia, que es empírica y consiste en las sensaciones que recibimos a través de los sentidos. Por otro lado, está la forma, que es a priori y se manifiesta en el espacio y el tiempo. Al unificar y ordenar las sensaciones dentro de estas formas del espacio y del tiempo, obtenemos el fenómeno o intuición empírica, que es el objeto tal como se nos presenta en la experiencia.

Además de explicar las condiciones sensibles del conocimiento, en la «Estética trascendental», Kant también analiza el conocimiento matemático. Lo hace porque considera que la posibilidad de que existan juicios sintéticos a priori en matemáticas depende precisamente de que el espacio y el tiempo sean intuiciones puras.

Su razonamiento puede resumirse así. La geometría estudia las propiedades del espacio, algo que resulta fácil de aceptar. Más sorprendente es su afirmación de que la aritmética está relacionada con el tiempo. Según Kant, la aritmética se basa en la serie numérica (1, 2, 3…, n), y esta, a su vez, se fundamenta en la sucesión temporal: el número 2 viene después del 1 y antes del 3, y así sucesivamente. En este sentido, el tiempo es el fundamento último de la aritmética.

Las matemáticas pueden formular juicios sintéticos a priori porque el espacio y el tiempo son intuiciones puras y a priori. En primer lugar, las matemáticas hablan sobre el espacio y el tiempo, que son condiciones previas a cualquier experiencia particular. Por eso, sus juicios son independientes de la experiencia, es decir, a priori. En segundo lugar, todos los objetos de nuestra experiencia se dan en el espacio y en el tiempo, de modo que los juicios matemáticos se aplican necesariamente a todos ellos. Esto significa que tales juicios son universales y necesarios, sin excepción posible.

La «Analítica trascendental» 

Kant distingue en la «Lógica trascendental», la «Analítica trascendental» y la «Dialéctica trascendental». En la «Analítica trascendental» trata de la espontaneidad del entendimiento al comprender lo percibido gracias a la sensibilidad. Habíamos visto que la sensibilidad nos pone en contacto con una multitud de fenómenos: colores, formas, sonidos y, en general, impresiones que se dan en el espacio y el tiempo. Sin embargo, percibir esa multiplicidad no es lo mismo que comprenderla. Percibir es tarea de la sensibilidad. Comprender lo percibido es tarea del entendimiento.

En primer lugar, comprender se realiza a través de conceptos. Por ejemplo, si observamos un objeto conocido, como una casa, nuestros sentidos nos ofrecen en ese momento determinadas impresiones sensibles —colores, formas, etc.—. Si nos preguntan qué estamos viendo, respondemos que vemos una casa. Esto es posible porque aplicamos el concepto de «casa» a esas percepciones.

En cambio, si nos encontramos con algo completamente nuevo, que no se parece a nada visto antes, también recibiremos impresiones sensibles, pero no podremos decir qué es. Nos faltará un concepto en el que encajar esas percepciones.

Estos ejemplos muestran que el conocimiento no solo implica percepciones sensibles, sino también conceptos. Comprender un fenómeno significa poder relacionarlo con un concepto: «esto es una casa», «esto es un árbol», etc. Si no podemos hacerlo, nuestra comprensión queda bloqueada. Además, esta referencia de los fenómenos a los conceptos se realiza siempre mediante un juicio, como «esto es una casa» o «un perro es un mamífero». Por eso, el entendimiento puede definirse como la facultad de los conceptos o como la facultad de juzgar, ya que ambas definiciones se implican mutuamente.

En segundo lugar, Kant distingue dos tipos de conceptos: los empíricos y los puros o categorías. Los conceptos empíricos proceden de la experiencia, por lo que son a posteriori. Ejemplos de estos son «casa», «perro» o «mamífero», que se forman observando semejanzas y rasgos comunes en distintos individuos.

Pero el entendimiento también posee conceptos que no provienen de la experiencia, sino que son a priori, es decir, se originan de forma espontánea en el entendimiento. Entre ellos, Kant menciona la sustancia, la causa, la necesidad o la existencia. El entendimiento aplica estos conceptos puros a las impresiones sensibles para unificarlas y organizarlas.

Según Kant, no hay solo cuatro conceptos puros, sino doce. Afirma haberlos descubierto de manera rigurosa e infalible. La función principal del entendimiento es unificar y coordinar los datos de la experiencia por medio de juicios. De ahí deduce que habrá tantas categorías como formas de juicio posibles.

Para establecer estas formas, Kant recurre a la lógica y distingue:

  • Según la cantidad: juicios universales, particulares y singulares.
  • Según la cualidad: juicios afirmativos, negativos e indefinidos.
  • Según la relación: juicios categóricos, hipotéticos y disyuntivos.
  • Según la modalidad: juicios problemáticos, asertóricos y apodícticos.

De aquí resultan las doce categorías:

  • Cantidad: unidad, pluralidad y totalidad.
  • Cualidad: realidad, negación y limitación.
  • Relación: substancia, causa y comunidad.
  • Modalidad: posibilidad, existencia y necesidad.

Kant llama a este procedimiento para determinar el número y tipo de categorías «deducción metafísica de las categorías».

Que las categorías o conceptos puros sean exactamente doce, y que sean precisamente estos doce, es algo que muchos comentaristas de Kant han cuestionado. Sin embargo, para Kant, lo importante no es tanto esta cifra concreta como el papel que cumplen en la actividad intelectual. Estos conceptos puros son condiciones trascendentales para conocer los fenómenos. Esto quiere decir que el entendimiento solo puede pensar los fenómenos si les aplica las categorías, y que, por tanto, sin ellas, los fenómenos no podrían ser pensados.

Pongamos un ejemplo. Pensemos en el juicio «todos los nativos del pueblo X miden más de 1,90». La experiencia sensible nos ofrece una variedad de datos: formas, movimientos, colores, figuras… El entendimiento, al formular este juicio, unifica y organiza esas impresiones aplicando distintas categorías. Como es un juicio general, según su cantidad, aplica la categoría de unidad: todos esos individuos se agrupan bajo el concepto «nativos del pueblo X». Como es afirmativo, según su cualidad, aplica la categoría de realidad: la altura que se menciona es algo que realmente poseen. Como es categórico, según la relación, aplica la categoría de sustancia: los habitantes son concebidos como substancias, y su gran estatura, como una propiedad o accidente suyo. Y como es asertórico, según la modalidad, aplica la categoría de existencia: la altura de estos habitantes es un hecho comprobable por la observación.

La explicación y justificación del papel que tienen las categorías en el conocimiento es lo que Kant llama «deducción trascendental de las categorías». Si eliminamos esta función unificadora que el entendimiento realiza por medio de las categorías, lo que quedaría sería solo un conjunto de impresiones sensibles aisladas y sin conexión.

Los conceptos puros o categorías, por sí mismos, están vacíos. De la misma manera que el espacio y el tiempo solo adquieren contenido cuando se llenan con las impresiones sensibles, las categorías necesitan recibir datos procedentes de la experiencia para tener significado.

Esto implica que las categorías únicamente pueden ser fuente de conocimiento cuando se aplican a los fenómenos, es decir, a las impresiones sensibles que se dan en el espacio y el tiempo. Fuera de este ámbito, las categorías carecen de validez y no pueden aplicarse de forma legítima a realidades que no se den en la experiencia.

Veamos un ejemplo. Si decimos: «Todos los espíritus son bondadosos», desde el punto de vista formal este juicio es igual que «Todos los nativos del pueblo X miden más de 1,90»: ambos son universales, afirmativos, categóricos y asertóricos. En ambos, el entendimiento aplicaría categorías como unidad, realidad, sustancia y existencia. Sin embargo, hay una diferencia radical: en el primer caso, hablamos de algo dado en la experiencia; en el segundo, nos referimos a una realidad (los «espíritus») que no se presenta en la experiencia sensible. Para Kant, este segundo uso de las categorías es ilegítimo y no produce conocimiento en sentido estricto.

En resumen, en el entendimiento encontramos dos elementos. Primero, una materia: el fenómeno, que proviene de la sensibilidad, aunque ya no es estrictamente «material» porque incluye las formas a priori del espacio y del tiempo. Segundo, una forma, que es a priori y que el entendimiento pone: las categorías, que son «las condiciones por las que únicamente es pensable un objeto». De esta relación se obtiene una regla fundamental para el uso de las categorías: solo sirven para unificar fenómenos y únicamente pueden aplicarse a ellos, nunca a las cosas en sí.

Pero en la «Analítica trascendental» Kant no aborda solo el funcionamiento del entendimiento, sino también la posibilidad de juicios sintéticos a priori en la Física. Kant sostiene que los principios fundamentales de la Física son juicios sintéticos a priori. El ejemplo más claro es el principio de causalidad, que afirma que todo acontecimiento tiene una causa. Este principio, en primer lugar, se basa en la categoría de causa, que no procede de la experiencia, sino que es previa a ella. Por eso es a priori. En segundo lugar, como las categorías se aplican a todos los fenómenos que el entendimiento puede conocer, el principio de causalidad se aplica universal y necesariamente a toda experiencia posible.

De aquí se deriva una de las distinciones centrales del pensamiento kantiano: fenómeno y noúmeno. Llamamos «fenómeno» a lo que se da en el espacio y el tiempo y puede ser captado por la sensibilidad. Llamamos «noúmeno» o «cosa en sí» a aquello que existe independientemente de nuestra experiencia, pero que no podemos conocer. El noúmeno, en sentido negativo, es lo que no puede ser captado por la intuición sensible. En sentido positivo, sería aquello que podría conocerse mediante una intuición intelectual que nosotros no poseemos.

Nuestro conocimiento está, pues, limitado a los fenómenos. No hay acceso teórico a las cosas en sí, a tal y como son las cosas en sí mismas, independientemente de nuestras formas puras a priori (nuestras herramientas innatas) tanto de la sensibilidad como del entendimiento. Si algo podemos decir de ellas, será desde la razón práctica, no desde la razón teórica. Por eso Kant llama a su doctrina «idealismo trascendental»: el espacio, el tiempo y las categorías no son propiedades de las cosas en sí, sino condiciones necesarias para que haya experiencia y fenómenos.

La «Dialéctica trascendental»

En la «Dialéctica trascendental», Kant estudia la posibilidad de la metafísica, así como la naturaleza y el funcionamiento de la razón. La cuestión central que le preocupaba profundamente es la siguiente: «¿Es posible la metafísica como ciencia?». En la «Dialéctica trascendental», Kant responde negativamente. Entiende la metafísica como un conjunto de proposiciones o juicios sobre realidades que están más allá de la experiencia, y afirma que esto es imposible. La razón es que las categorías solo pueden aplicarse legítimamente a los fenómenos, es decir, a lo que se nos da en la experiencia. Utilizar las categorías más allá de la experiencia es un uso lógicamente ilegítimo que conduce a errores y a ilusiones.

La tarea de la dialéctica es mostrar cómo surgen estos errores o ilusiones, especialmente los propios de la metafísica especulativa. Kant sostiene que se producen porque se confunde el fenómeno con la cosa en sí. Por tanto, la «Dialéctica trascendental» es una crítica del entendimiento y de la razón cuando intentan conocer las cosas en sí, aquello que está más allá de la experiencia.

Sin embargo, aunque el uso de las categorías más allá de la experiencia sea lógicamente ilegítimo, también es una tendencia inevitable de la razón. Esto se debe a su propia naturaleza. La razón busca siempre lo incondicionado y, por ello, tiende de forma inevitable a extender su conocimiento más allá de la experiencia. Así formula preguntas y da respuestas sobre Dios, el alma y el mundo como un todo. Estas son las tres substancias cartesianas, aquellas que ha estudiado históricamente la filosofía o metafísica. Kant las llama Ideas o «conceptos puros de la razón».

Kant toma de Platón el término «Idea», pero lo entiende de manera muy diferente. En Platón, las Ideas o Formas son la realidad última: todo lo sensible participa de ellas y el proceso dialéctico de ascenso intelectual culmina en la Idea suprema de Bien. Pero, para Kant, una Idea no es una realidad en sí misma, sino, como decimos, un concepto regulativo. Las Ideas kantianas no nos dan conocimiento directo de algo existente, sino que sirven para fijar los límites del conocimiento humano y orientar la investigación.

Cada una de las tres Ideas fundamentales (Alma, Mundo y Dios) surge a partir de un tipo de razonamiento: el categórico, el hipotético y el disyuntivo. Estas clases de razonamientos se corresponden con los juicios de la categoría de relación, que son categorías que organizan cómo conectamos nuestras percepciones.

Es decir, el conocimiento intelectual no se limita a formular juicios. También los conecta entre sí, formando razonamientos o silogismos. Pensemos en un ejemplo sencillo que el propio Kant utiliza:

Todos los hombres son mortales.
Todos los investigadores son hombres.
Por lo tanto, todos los investigadores son mortales.

Este silogismo nos muestra que la conclusión «todos los investigadores son mortales» se apoya en un juicio más general, que es la premisa «todos los hombres son mortales». Como los investigadores forman parte del conjunto de los hombres, si estos son mortales, también lo son aquellos.

Podemos seguir preguntándonos por el fundamento de esa premisa mayor y elaborar otro silogismo:

Todos los animales son mortales.
Todos los hombres son animales.
Por lo tanto, todos los hombres son mortales.

Aquí, el juicio que antes servía de fundamento para la conclusión («todos los hombres son mortales») aparece como dependiente de otro más general: «todos los animales son mortales». Como los hombres forman parte de los animales, si estos son mortales, también lo son los hombres.

Podemos continuar este proceso y buscar un juicio más general aún que fundamente la premisa mayor. Como los animales forman parte de los seres vivos, podemos formular el siguiente silogismo:

Todos los seres vivos son mortales.
Todos los animales son seres vivos.
Por lo tanto, todos los animales son mortales.

En este ejemplo hemos visto que la razón busca juicios cada vez más generales, que sirvan de fundamento a muchos juicios particulares. Por ejemplo, «todos los animales son mortales» incluye y fundamenta juicios como «los hombres son mortales» o «los perros son mortales». El juicio «todos los seres vivos son mortales» incluye todavía más, pues también fundamenta juicios sobre seres vivos no animales, como «los pinos son mortales» o «los castaños son mortales».

La razón, por su propia naturaleza, tiende a encontrar juicios, leyes o hipótesis cada vez más generales, que abarquen y expliquen un mayor número de fenómenos. De este modo se construye la ciencia. Pensemos en el caso de las leyes del movimiento. Aristóteles distinguía entre las leyes que explicaban los movimientos de los cuerpos celestes y las que regían los cuerpos situados bajo la esfera de la Luna. Además, dentro de estos últimos, diferenciaba entre movimientos naturales y movimientos violentos, cada uno con principios distintos. Galileo eliminó esta distinción y explicó todos los movimientos con las mismas leyes. Más tarde, Newton formuló la ley de la gravitación universal, todavía más general, pues explicaba de manera conjunta los movimientos terrestres y los celestes.

Así es como funciona la razón: por su tendencia natural a buscar condiciones cada vez más generales y, en último término, lo incondicionado.

Kant explica que la razón nos impulsa de manera natural a buscar leyes y condiciones cada vez más generales, capaces de explicar un mayor número de fenómenos. Mientras esta búsqueda se mantiene dentro de los límites de la experiencia, la tendencia resulta positiva, pues permite ampliar y profundizar nuestro conocimiento. Sin embargo, esta misma inclinación conduce inevitablemente a sobrepasar las fronteras de la experiencia en busca de lo incondicionado. Así, se intenta unificar y explicar todos los fenómenos físicos recurriendo a teorías metafísicas sobre el mundo, como la idea racionalista de una substancia material, lo que conduce a las antinomias. Del mismo modo, se trata de explicar todos los fenómenos psíquicos mediante teorías metafísicas sobre el alma, concebida en el racionalismo como una sustancia pensante, lo que origina paralogismos. Finalmente, el ideal de la razón es unificar tanto los fenómenos físicos como los psíquicos apelando a una causa suprema que abarcaría ambos, identificada por el racionalismo como una sustancia infinita, es decir, Dios.

 

 

Antinomias

(del griego ἀντί anti-, contra, y νόμος nomos, ley: «conflicto de leyes» o «leyes opuestas»)

Pares de conclusiones deducidas de argumentos aparentemente correctos que son contradictorias entre sí. Dos tesis o afirmaciones teóricas son antinómicas si afirman lo contrario una de otra.

Antinomias kantianas:

  • afirmar que el mundo tiene comienzo y que no lo tiene
  • que el espacio es infinitamente divisible y que no lo es
  • que en el mundo existe la causalidad libre y que no existe tal libertad
  • que el mundo supone la existencia de un ser necesario y que no la supone

Paralogismos

(del griego παραλογισμός paralogismós, der. de παράλογος parálogos «fuera de cálculo», «irracional»)

Razonamiento formalmente erróneo que, a diferencia del sofisma o de la falacia no requiere voluntariedad de engañar. Su apariencia de validez induce a error.

El principal paralogismo que destaca Kant, fuente de todos los demás, está en confundir la necesidad lógica de suponer un «yo pienso» que ha de dar unidad a toda la vida mental con la existencia de un yo personal, o un alma simple.

 

Ideal de la razón

El ideal o ilusión de la razón surge cuando confundimos la idea útil para el avance del conocimiento de un «ser soberanamente real», esto es, Dios, con la prueba o demostración de que un ser supremo existe realmente.

Según Kant, Dios, el alma y el mundo son tres ideas de la razón que ocupan un lugar muy particular dentro de nuestro sistema de conocimiento. Aunque no nos aportan un conocimiento objetivo, expresan el ideal de la razón de alcanzar principios y leyes cada vez más generales. Son como un horizonte al que nunca podemos llegar, pero que, aun así, nos orienta y nos impulsa a seguir avanzando constantemente en nuestra investigación y comprensión de la realidad.

 

La ética kantiana

La actividad racional del ser humano no se limita a conocer los objetos que le rodean. El hombre también necesita saber cómo debe actuar y cómo orientar su conducta. Por eso, la Razón tiene una función moral que responde a la pregunta «¿qué debo hacer?».

Esta doble función de la Razón —conocer los objetos y orientar la conducta— se expresa mediante la distinción entre Razón Teórica y Razón Práctica. No significa que el ser humano tenga dos razones distintas, sino que la Razón tiene dos funciones diferenciadas. La Razón Teórica se ocupa de conocer cómo son las cosas, es decir, estudia la naturaleza y el mundo que nos rodea. La Razón Práctica, en cambio, se ocupa de la conducta humana, pero no para describir cómo actúan las personas de hecho. Le interesa saber cómo deben actuar para que su conducta sea racional y moral.

A la Razón Práctica no le importan los motivos empíricos o psicológicos que llevan a las personas a actuar, como los deseos, los sentimientos o el egoísmo. Su atención está en los principios que deberían guiar la acción humana si esta quiere ser moral. Por eso, se suele decir que la ciencia, que corresponde a la Razón Teórica, estudia el ser, mientras que la moral, que corresponde a la Razón Práctica, estudia el deber ser.

La diferencia entre estas dos formas de actividad racional se refleja en cómo expresan sus leyes o principios. La Razón Teórica formula juicios, como «el calor dilata los cuerpos». La Razón Práctica, en cambio, formula imperativos o mandamientos, como «no matarás».

Éticas materiales y ética formal

Si la teoría kantiana del conocimiento científico fue extraordinariamente original, su teoría moral no lo es menos. La ética de Kant representa una novedad genuina dentro de la historia de la ética. De manera resumida, esta originalidad puede explicarse así: hasta Kant, las distintas éticas eran éticas materiales; en cambio, la ética de Kant es formal.

Para entender qué significa esto, primero debemos saber qué es una ética material. Lo contrario de una ética material es una ética formal. En términos generales, las éticas materiales consideran que la bondad o maldad de los actos humanos depende de algo que se considera el bien supremo para el hombre. Los actos serán buenos cuando nos acerquen a ese bien supremo y serán malos cuando nos alejen de él.

Dentro de toda ética material podemos distinguir dos elementos fundamentales. Primero, toda ética material parte de la existencia de bienes, cosas buenas para el hombre, y busca determinar cuál de todos ellos es el bien supremo o fin último del ser humano, como puede ser el placer o la felicidad. Segundo, una vez establecido ese bien supremo, la ética dicta normas o preceptos destinados a alcanzarlo.

En otras palabras, una ética material tiene contenido en dos sentidos. Por un lado, establece cuál es el bien supremo. Por ejemplo, en la ética epicúrea, el placer es el bien máximo. Por otro lado, indica qué conductas concretas deben seguirse para alcanzarlo. Por ejemplo, los preceptos epicúreos como «no comas en exceso» o «aléjate de la política» señalan comportamientos concretos que hay que realizar.

Kant rechazó las éticas materiales porque, según él, presentan varias deficiencias importantes. En primer lugar, las éticas materiales son empíricas, es decir, dependen de la experiencia. En su terminología, son a posteriori, porque su contenido se extrae de lo que observamos en la vida. Por ejemplo, la ética epicúrea sostiene que el placer es el bien máximo del hombre. ¿Cómo lo sabemos? Porque la experiencia nos muestra que, desde niños, las personas buscan el placer y evitan el dolor. De manera semejante, sabemos que para conseguir un placer duradero y razonable conviene comer con moderación y mantenerse alejado de la política, porque la experiencia nos enseña que el exceso produce dolor y enfermedad, y la política disgusto y sufrimiento. Es decir, las éticas materiales se basan en generalizaciones extraídas de la experiencia.

A un epicúreo esto posiblemente no le preocupa demasiado, pero para Kant sí es un problema grave. Él pretende formular una ética cuyos imperativos sean universales y válidos para todos. Sin embargo, en su opinión, de la experiencia no se pueden extraer principios universales, porque ningún juicio empírico puede ser estrictamente universal. Para que un principio sea universal, debe ser a priori, es decir, independiente de la experiencia.

En segundo lugar, los preceptos de las éticas materiales son hipotéticos o condicionales. Esto significa que no valen de manera absoluta, sino solo como medios para alcanzar un fin determinado. Por ejemplo, cuando el sabio epicúreo aconseja «no bebas en exceso», quiere decir «no bebas en exceso si quieres alcanzar una vida moderada y placentera». Si alguien responde: «no quiero esa vida de placer moderado», entonces el precepto pierde toda validez para él. Esta condicionalidad es otra razón por la que, según Kant, una ética material no puede ser universalmente válida.

En tercer lugar, las éticas materiales son heterónomas. «Heterónomo» es lo contrario de «autónomo». La autonomía consiste en que el sujeto se da a sí mismo la ley y se determina a obrar por su propia razón. La heteronomía, en cambio, consiste en recibir la ley desde fuera. Las éticas materiales son heterónomas porque la voluntad humana se ve determinada por deseos o inclinaciones externas a la razón. Siguiendo con el ejemplo de la ética epicúrea, el hombre actúa según la inclinación natural al placer, estando dominado por esta inclinación y no por su propia razón.

Por lo tanto, si todas las éticas materiales son empíricas, formulan imperativos hipotéticos y son heterónomas, entonces, una ética que sea estrictamente universal y racional no debe ser empírica, sino formal, debe tener imperativos categóricos y, además, ha de ser autónoma.

Pero ¿qué significa que una ética sea formal? Significa que está vacía de contenido en los dos sentidos en que la ética material sí lo tiene. Por un lado, una ética formal no establece ningún bien o fin que deba alcanzarse. Por otro, no indica qué acciones concretas debemos realizar, sino cómo debemos actuar. Por eso, la ética formal no nos dice qué hacer, sino la forma en que debemos obrar siempre, sea cual sea la acción concreta.

La acción moral

Para Kant, un hombre actúa moralmente cuando actúa por deber. El deber es «la necesidad de una acción por respeto a la ley». Esto significa obedecer una ley no por la utilidad o satisfacción que pueda producirnos, sino por respeto a ella misma.

Kant distingue tres tipos de acciones: contrarias al deber, conformes al deber y por deber. Una acción es contraria al deber cuando va en contra de lo que manda la ley moral, conforme al deber cuando coincide externamente con lo que esta exige pero se hace por interés personal, y por deber cuando se realiza únicamente porque la ley moral así lo ordena, sin buscar beneficios ni evitar perjuicios. Solo este último caso tiene verdadero valor moral.

Así, el valor moral de una acción no depende del fin que se persiga, sino de la máxima que la motiva, cuando esa motivación es el deber. Así lo expresa Kant: «Una acción hecha por deber tiene su valor moral no en el propósito que por medio de ella se quiera alcanzar, sino en la máxima por la cual ha sido resuelta».

El imperativo categórico

La obligación de actuar moralmente se formula en un imperativo que no es hipotético, sino categórico, es decir, indiscutible, inapelable, sea cuales sean las circunstancias. El imperativo categórico funciona como un filtro racional que nos permite juzgar si una acción es moralmente correcta o no. No nos dice qué hacer en cada caso concreto, sino que nos da la forma o criterio universal que toda acción debe cumplir para ser considerada buena. En otras palabras, el imperativo categórico convierte la razón en instrumento de evaluación moral, asegurando que nuestras acciones sean coherentes con principios que podrían valer para todos, sin depender de intereses personales o circunstancias cambiantes.

Kant ofrece en la Fundamentación de la metafísica de las costumbres varias formulaciones del imperativo categórico, que algunos autores enumeran como cinco y otros reducen a tres. La primera es la formulación de la ley universal: «Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se tome en ley universal». Esto significa que antes de actuar debemos preguntarnos si quisiéramos que nuestra regla de acción se convirtiera en norma para todos. Por ejemplo, una máxima que permitiera mentir no podría ser universal, porque la confianza, base de toda comunicación, se destruiría.

La segunda es la formulación de la autonomía de la voluntad: «Obra de tal manera que la voluntad pueda considerarse a sí misma, mediante su máxima, como legisladora universal». Aquí se subraya que la moralidad surge de la autodeterminación racional: no seguimos reglas externas, sino que nos damos a nosotros mismos la ley, respetando nuestra racionalidad y la de los demás.

La tercera es la formulación del fin en sí mismo: «Obra de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio». Esto significa que cada ser humano tiene un valor intrínseco que no puede ser instrumentalizado. Todos somos legisladores en un posible «reino de los fines», donde nadie puede ser considerado solo como medio para un objetivo ajeno; cada persona y la humanidad en conjunto son el fin de la acción moral.

Todas estas formulaciones son formales, no materiales: no dicen qué acciones concretas hay que realizar, sino cómo debemos actuar desde la perspectiva de la razón. La ética de Kant no prescribe fines particulares, sino que establece la forma universal que toda acción moral debe respetar.

Los postulados de la razón práctica

Recordemos que Kant, en la Crítica de la razón pura, no negó la inmortalidad del alma ni la existencia de Dios, sino que se limitó a explicar que el alma y Dios no pueden ser objeto de conocimiento científico y objetivo, porque este conocimiento solo es posible cuando aplicamos las categorías a los fenómenos, y ni el alma ni Dios son fenómenos que se den en la experiencia. Por eso afirmaba que el lugar correcto para tratar el tema de Dios y del alma no está en la razón teórica, sino en la razón práctica.

Según Kant, la libertad, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son postulados de la razón práctica. La palabra «postulado» debe entenderse aquí en sentido estricto: no es algo demostrable, pero sí algo que debe suponerse necesariamente como condición para que la moral sea posible. Así, la obligación moral de obrar por respeto al deber supone la libertad, es decir, la capacidad de actuar conforme a ese deber venciendo inclinaciones o deseos. También la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son, para Kant, postulados de la moral, aunque en estos dos casos su razonamiento es más complejo y ha recibido objeciones.

En cuanto a la inmortalidad del alma, Kant sostiene que la razón nos ordena aspirar a la virtud, entendida como la perfecta concordancia entre nuestra voluntad y la ley moral. Esta perfección no puede alcanzarse en una vida limitada, sino solo a través de un proceso indefinido e infinito, lo que exige una duración ilimitada, es decir, la inmortalidad. Respecto a la existencia de Dios, afirma que la falta de coincidencia que observamos en el mundo entre lo que es y lo que debería ser exige la existencia de un ser en quien ambos coincidan, un ser en el que virtud y felicidad estén unidas de manera perfecta: Dios.

 

La teleología

La tercera pregunta de Kant es «¿Qué me cabe esperar?». Esta cuestión se aborda en textos mucho más breves que sus grandes Críticas, en ocasiones simples opúsculos escritos para circunstancias concretas. El verbo «esperar» remite al futuro, y por eso se sitúa fuera del ámbito de la ciencia y de la moral. La ciencia se ocupa de lo que es, la moral de lo que debe ser, pero ninguna de ellas se centra en lo que será. Sin embargo, esperar siempre implica pensar en una finalidad, porque cuando se espera algo, lo que se desea es la consecución de un fin.

El concepto de finalidad es estudiado en la Crítica del juicio (1790), considerada el enlace entre las dos Críticas anteriores. El propio Kant había escrito en 1787 que la filosofía se divide en tres partes: la filosofía teórica, la teología y la filosofía práctica. En la Crítica del juicio, la primera parte se dedica a la estética y la segunda a la teleología de la naturaleza. Ahora bien, el juicio teleológico, es decir, el que se refiere a la finalidad, no tiene carácter constitutivo, sino reflexivo. Esto significa que no nos dice cómo son realmente los objetos, sino que ofrece una manera subjetiva de reflexionar sobre ellos. En la naturaleza no hay fines, porque todo ocurre de manera mecánica. Sin embargo, el ser humano necesita introducir esa perspectiva de finalidad para poder comprender los acontecimientos. En este sentido, la finalidad es una mera idea sin realidad objetiva, pero que sirve como guía para la reflexión. Por eso, cuando se trata de conocer científicamente la naturaleza, es necesario atenerse siempre a explicaciones mecánicas y no salirse del mundo sensible. De este modo, la finalidad cumple una función semejante a las ideas de la razón especulativa: permite pensar la realidad de forma adecuada a las necesidades humanas.

Planteado esto, Kant se pregunta qué finalidades puede esperar que lleguen a cumplirse. En primer lugar, la felicidad. La moral señala la felicidad como su finalidad, pero la esperanza no pertenece al ámbito moral, sino al de la religión. Kant afirma que la ley moral conduce, a través del concepto de bien supremo, a la religión. Esto significa que los deberes morales pueden comprenderse como mandatos divinos. El ser humano puede esperar alcanzar el bien supremo porque la moral le obliga a tenerlo como meta y, además, porque solo una voluntad santa, buena y omnipotente —es decir, divina— puede garantizarlo. Así, la moral no enseña cómo ser felices, sino cómo ser dignos de la felicidad. Solo cuando se une la religión, aparece la esperanza de llegar un día a participar en esa felicidad, siempre que no nos hayamos hecho indignos de ella. Para Kant, religión equivale a «fe racional» o «religión natural», cuyo contenido es esencialmente moral y que se funda en la relación entre el deber y la creencia racional en Dios.

En segundo lugar, el triunfo del bien. Esta idea la desarrolla Kant en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón (1793). Allí afirma, en el Prólogo, que la moral es independiente de la religión. Sin embargo, reconoce que a la moral no le es indiferente pensar en un fin último como resultado de sus deberes. Por eso, la moral conduce necesariamente a la religión. Ahora bien, esta religión sigue estando dentro de los límites de la razón y coincide en gran medida con la moral, salvo en que aclara cuál debe ser el resultado de la acción moral: el triunfo del bien.

La exposición de Kant tiene carácter dialéctico. En la primera parte describe cómo en el hombre conviven dos principios opuestos, el bueno y el malo. En la segunda parte analiza la lucha entre ambos. En la tercera anuncia el triunfo del principio bueno y la instauración de un «reino de Dios sobre la tierra». Con ello Kant reelabora racionalmente la idea cristiana del pecado original, pero la convierte en un problema ético. El principio malo no está en una herencia o en los instintos, sino en la misma libertad humana. La libertad, al ser frágil, puede dejarse arrastrar por el amor propio y anteponerlo al respeto a la ley moral, que es el único móvil verdaderamente moral. De ahí que el mal no pueda buscarse en causas externas, sino en el uso mismo del libre albedrío. Su origen racional, sin embargo, resulta incomprensible, y no tiene sentido preguntarse por un origen temporal. A pesar de esto, es lícito esperar que el principio bueno, es decir, la motivación recta, acabe triunfando.

Ese triunfo, sin embargo, no puede darse en el hombre aislado, sino únicamente dentro de una comunidad de seres humanos organizada sobre una base moral. Por eso Kant afirma que, aunque el hombre se encuentre en un «estado de naturaleza ético», está constantemente asaltado por el principio malo y no puede superarlo por sí solo. El único camino es la constitución de una «comunidad ética», que él llama también «pueblo de Dios» o «Iglesia». Solo una sociedad basada en leyes de virtud puede aspirar al triunfo del principio bueno. En este punto, se percibe la influencia de Rousseau, aunque Kant modifica su planteamiento.

Por último, Kant dirige una crítica a la religión positiva y a las Iglesias históricas, en especial a sus cultos e instituciones. Afirma que todo lo que los hombres practican con la intención de agradar a Dios, salvo una buena conducta moral, no es más que ilusión religiosa y falso culto.

 

El ser humano para Kant

Las tres preguntas fundamentales de Kant y las disciplinas filosóficas que les corresponden no están aisladas entre sí. Todas nacen de los fines esenciales de la Razón. Por eso, Kant sostiene que pueden reunirse en una cuarta pregunta, más amplia y decisiva: «¿Qué es el hombre?». Con esto deja claro que el propósito global de su filosofía es una clarificación racional cuyo objetivo último es orientar a la humanidad hacia una vida más libre, más justa y más adecuada para alcanzar sus fines más altos.

En la Crítica de la Razón Pura, Kant introduce la distinción entre fenómeno y noúmeno como único modo de resolver las contradicciones internas de la razón. Esta distinción también se aplica al ser humano. Como fenómeno, el hombre está sometido a las leyes matemáticas, físicas y biológicas de la naturaleza, igual que cualquier otro objeto del mundo. Pero como noúmeno, es decir, como ser libre, pertenece al ámbito de lo inteligible, que corresponde a la razón práctica. En este ámbito son centrales las ideas de Moralidad y Libertad, que no son objeto de un saber teórico, sino práctico.

La reflexión sobre el hombre conduce a Kant a reconocer lo que él denomina sus disposiciones originales. Estas disposiciones se organizan en tres direcciones que conforman su naturaleza. La primera es la disposición a la animalidad, que explica su capacidad técnica. La segunda es la disposición a la humanidad, que da razón de su capacidad pragmática. Y la tercera es la disposición a la personalidad, que fundamenta su capacidad moral.

El conjunto de estas disposiciones expresa una estructura radical que constituye al hombre y que se basa en una doble dimensión. Por un lado, la dimensión empírico-sensible, y por otro, la dimensión ético-social. La primera muestra al hombre como un ser individual, egoísta y cerrado sobre sí mismo, semejante a una cosa más entre las cosas. En esta dimensión puede hablarse de una insociabilidad natural. Sin embargo, en este nivel la palabra «insociabilidad» no tiene todavía un sentido negativo, porque no se trata de un terreno moral. La segunda dimensión, la ético-social, sitúa al hombre dentro del reino de los fines y de la moralidad, formando parte de una comunidad de personas. En este sentido, puede hablarse de la sociabilidad del hombre. Kant utiliza con frecuencia el término «racional» para referirse a esta dimensión. Como ambas dimensiones constituyen de manera estricta al ser humano, la conclusión es clara: Kant concibe al hombre como un ser marcado por una compleja paradoja. Su rasgo fundamental es una «insociable sociabilidad» o, lo que es lo mismo, una «sociable insociabilidad».

Estas consideraciones sobre el hombre son necesarias para poder comprender qué papel tienen la historia y la religión en el sistema kantiano. Conviene recordar aquí una de las formulaciones del imperativo categórico que aparece en la Crítica de la Razón Práctica: «Cada uno debe proponerse como fin último y supremo el soberano bien posible en el mundo». De acuerdo con esta idea, Kant define la filosofía como «una guía hacia el concepto en el que hay que colocar el soberano bien y hacia la conducta mediante la que se puede alcanzar». Desde esta perspectiva, la historia y la religión son las piezas que completan el sistema de Kant, aquellas hacia las que todo se ordena, porque en ellas se encuentra el secreto de la realización humana. Este es, en el fondo, el motor de la actividad filosófica, que para Kant es a la vez mundana y académica.

Kant entiende la historia como un desarrollo progresivo, aunque lento, de las disposiciones originales del género humano en su conjunto. La filosofía de la historia se plantea hasta qué punto, en qué condiciones y bajo qué circunstancias, la evolución de la comunidad humana puede conducir a la realización del soberano bien. En este marco, Kant plantea la idea de una «sociedad de ciudadanos del mundo» y defiende que la razón debe actuar práctica y políticamente en la organización social. Esa acción ha de orientarse a lograr la mayor realización posible de la libertad. Al mismo tiempo, Kant redefine el papel y el sentido de la religión. La filosofía de la religión concibe el soberano bien como la unión de virtud y felicidad.

 

La historia, la política y la paz

En la filosofía de Kant, tanto la historia como la política están subordinadas a la moral y a la primacía de la comunidad ética. La idea principal es la superación de la guerra y el establecimiento de una paz perpetua. Así como en la religión el objetivo es el triunfo del principio bueno sobre el malo, en política la guerra aparece como el gran mal, incluso como «el mayor obstáculo de lo moral».

La paz representa, en este sentido, la meta última del progreso y de la historia. En su escrito Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784), Kant interpreta el curso de la historia a partir de un enfoque teleológico, es decir, a partir de la intención de la Naturaleza. Según él, los antagonismos entre los hombres acaban siendo causa de orden. El ser humano, movido por su «insociable sociabilidad», busca entrar en sociedad, pero al mismo tiempo opone resistencia egoísta a los demás. Es precisamente esta resistencia la que estimula la creatividad y lleva, poco a poco, a la formación de un orden social más adecuado. Kant resume esta idea afirmando que «toda la cultura, todo el arte y el más bello orden social son frutos de la insociabilidad, que se ve obligada a someterse a disciplina».

Ahora bien, una vez creada la sociedad, ese antagonismo no desaparece, sino que se traslada a los Estados. La esperanza de Kant es que este juego de tensiones entre ellos termine dando lugar a «una gran federación de naciones» y, con ella, a la paz perpetua. Según sus palabras, «todas las guerras son intentos —no en la intención de los hombres, pero sí en la de la Naturaleza— de crear nuevas relaciones entre los Estados y formar nuevos cuerpos».

El contenido de este opúsculo de 1784 puede resumirse en los siguientes principios fundamentales:

  1. Todas las disposiciones naturales de cualquier ser vivo están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera plena y adecuada.

  2. En el hombre, como única criatura racional de la Tierra, aquellas disposiciones naturales que apuntan al uso de la razón no pueden desarrollarse en un solo individuo, sino únicamente en la especie en su conjunto.

  3. La Naturaleza quiere que el hombre desarrolle por sí mismo, gracias a la razón y más allá del simple instinto animal, todo lo que le permita alcanzar felicidad y perfección.

  4. El medio del que se sirve la Naturaleza para impulsar ese desarrollo es el antagonismo entre los hombres dentro de la sociedad, pues este conflicto acaba siendo la causa de un orden legal.

  5. El mayor problema del género humano, al que la Naturaleza lo empuja, es la creación de una sociedad civil que administre el derecho en general.

  6. Este problema es, a la vez, el más difícil y el que más tarde resolverá la humanidad.

  7. La fundación de una constitución civil perfecta depende también de establecer relaciones exteriores justas entre los Estados, lo cual exige resolver ese problema al mismo tiempo.

  8. La historia de la especie humana puede entenderse, en conjunto, como la realización de un plan oculto de la Naturaleza, dirigido a instaurar una constitución estatal perfecta, tanto en su organización interna como en sus relaciones externas. Solo en ese marco podrá desarrollarse plenamente la humanidad.

  9. Un ensayo filosófico que intente elaborar la historia universal siguiendo este plan de la Naturaleza, que apunta a una plena comunidad humana, no solo es posible, sino que incluso puede contribuir a realizar dicho plan.

La paz, del mismo modo, constituye el objetivo del orden político. En su escrito Sobre la paz perpetua (1795), Kant presenta un esbozo de lo que debería ser un Derecho internacional. Allí formula tres artículos principales:

  • Primer artículo: La constitución política de cada Estado debe ser republicana. Esto significa que debe basarse en tres principios: la libertad de todos los miembros de la sociedad en cuanto hombres, la sujeción de todos a una única legislación común en cuanto súbditos, y la igualdad de todos en cuanto ciudadanos. Esta es la única constitución que puede fundarse en la idea de un contrato originario, y Kant la llama «republicana». Para él, el republicanismo consiste en la separación entre el poder ejecutivo y el legislativo, algo que considera imposible en una democracia.

  • Segundo artículo: El derecho de gentes debe fundamentarse en una federación de Estados libres.

  • Tercer artículo: El derecho de ciudadanía mundial debe limitarse a las condiciones de una hospitalidad universal.

 

El papel de la religión

El «soberano bien posible en el mundo» es, para Kant, la propuesta de la libertad. Esta idea de soberano bien o de bien supremo constituye el objetivo y el fin de la razón pura práctica, y se presenta como la ley esencial de toda voluntad que es libre por sí misma. Ahora bien, surge la pregunta de dónde esperar ese bien supremo que la razón moral nos propone como meta de nuestro esfuerzo. Que una voluntad se dé a sí misma la ley es lo que define su libertad, pero esto no explica todavía en qué consiste el supremo bien que la libertad se propone alcanzar. La moral, según Kant, no necesita un fundamento material para determinar el libre albedrío. Sin embargo, para esclarecer la relación entre la libertad y el bien supremo, Kant recurre a la religión, y al hacerlo establece lo que llama «el paso de la moral a la religión».

En esta explicación aparecen dos momentos decisivos. El primero consiste en reconocer que el supremo bien remite a una voluntad perfecta, santa y todopoderosa. El segundo consiste en considerar que los deberes de la voluntad libre son mandatos de esa voluntad perfecta, es decir, mandatos divinos. Sin embargo, no se trata de órdenes arbitrarias o impuestas desde fuera, sino de leyes que siguen siendo esenciales para toda voluntad libre. Ahora bien, sólo de una voluntad moralmente perfecta podemos esperar la realización de ese bien supremo que nos haga felices. La moral, que en sí misma no se apoya en la búsqueda de la felicidad, se une a ella en un segundo momento, ya que la felicidad resulta de la práctica del bien moral. Por eso Kant subraya que la moral no es la doctrina que enseña cómo ser felices, sino la doctrina que nos muestra cómo llegar a ser dignos de la felicidad. Solo después, cuando interviene la religión, aparece también la esperanza de participar un día en esa felicidad, en la medida en que hemos intentado no ser indignos de ella.

Sobre esta base, Kant extrae dos consecuencias importantes que están estrechamente relacionadas. La primera es el rechazo de toda religión positiva. Dicho en términos posteriores, es el rechazo de toda positividad en la religión. La segunda es la reducción de la religión a los límites de la mera razón, es decir, su racionalización. Esto plantea la cuestión de cómo se relaciona esta concepción de la religión con la idea de una religión revelada, que no debe confundirse con lo que Kant llama religión positiva.

En cuanto a lo primero, Kant entiende por «religión positiva» toda religión que se limita a un conjunto de ritos y dogmas aceptados por la autoridad de la tradición o de una iglesia, sin la intervención de la razón práctica ni el reconocimiento de la autonomía moral. En cuanto a lo segundo, frente a esta religión positiva, Kant busca fundar un concepto de religión natural o moral. Esto es coherente con el proceso ilustrado de secularización en el que se inscribe su pensamiento. Sin embargo, conviene señalar que la religión moral, en Kant, es la forma estrictamente filosófica de entender la religión, basada en los principios de la razón y en los postulados que esta exige para su plena realización. En este sentido, se trata de la religión «dentro de los límites de la mera razón». Esto no significa, para Kant, negar la posibilidad de una religión revelada, la cual sigue siendo pensable como algo que trasciende los límites de la razón. Esos mismos límites señalan ya, aunque sea de manera implícita, aquello que está más allá de ellos.

Así, en Kant, la religión moral y la religión revelada no se oponen de manera irreconciliable, sino que pueden aparecer como dos dimensiones compatibles e incluso armónicas. De este modo, el sistema crítico kantiano controla y atenúa la tentación de reducir la religión simplemente a su dimensión moral. Al mismo tiempo, muestra cómo Kant, que reflexiona desde el corazón de la Ilustración, es capaz de ir más allá de ella y superarla.

 

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid y en Navarro Cordón, J. M., & Calvo Martínez, T. (1988). Historia de la filosofía. Madrid.

 

Apuntes para clase

El sueño de la razón produce monstruos (1799). Francisco de Goya

 

INTRODUCCIÓN

  • durante la Modernidad se han dado múltiples interpretaciones de lo que es la Razón
    • racionalismo (Descartes): la sola Razón es autosuficiente y, al margen de la experiencia, puede explicar la totalidad de lo real. Lleva al dogmatismo idealista
    • empirismo (Hume): limita el poder de la Razón al reducir su campo de acción únicamente a lo percibido. Lleva al escepticismo
    • irracionalismo (Rousseau): niega la razón sobrevalorando el sentimiento, la fe y la subjetividad. Lleva al sentimentalismo irracional
  • es necesario llevar a cabo una crítica de la Razón desde ella misma
    • para llegar realmente a una época ilustrada, libre, en la que la humanidad se haga por fin adulta, atreviéndose a pensar por ella misma

 

PERÍODOS DE LA FILOSOFÍA KANTIANA

  • Kant precrítico: lecturas del racionalismo wolfiano (derivado del cartesiano: tres Ideas fundamentales de la Metafísica tradicional: Alma, Mundo y Dios, que sería la ciencia de los seres posibles en general -Psicología, Cosmología y Teología respectivamente-), la filosofía antigua, la síntesis de la Escolástica de Suárez y la revolución científica de Newton
  • Kant crítico: a partir de su Disertación «Sobre la forma y principios del mundo sensible e inteligible», y tras la lectura de Hume (empirismo), Kant “despierta del sueño dogmático” y se plantea el problema crítico. Distintos usos de la razón: uso teórico -qué puedo conocer- (condiciones de posibilidad y límites del conocimiento humano), uso práctico -qué debo hacer- (la razón ha de determinar los principios que rigen nuestro comportamiento y todas aquellas acciones en las que intervenga la libertad), y un tercer uso al que parecen apuntar los anteriores -qué me cabe esperar-, tratado en su Crítica del Juicio (a la facultad de juzgar) como a) crítica del juicio estético: “desconocida raíz común” [bello y sublime] y b) crítica del juicio teleológico

 

CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA (EPISTEMOLOGÍA)

  • para saber qué puedo conocer hay que señalar:
    • los principios desde los que es posible un conocimiento científico de la naturaleza
    • los límites dentro de los cuales es posible tal conocimiento
  • la doctrina kantiana del conocimiento se fundamenta en la distinción de dos facultades o fuentes del conocimiento:
    • la sensibilidad: pasiva, recibe impresiones provenientes del exterior [impresiones humeanas]
    • el entendimiento: activo, produce conceptos e ideas sin derivarlos de la experiencia (categorías como sustancia, causa, necesidad, existencia, etc.) [parte racionalista del sistema]
  • entiende que esos conceptos que no proceden de la experiencia [a priori] solo tienen aplicación en el ámbito de la experiencia, y sirven para unificar los datos sensibles: “los pensamientos sin contenido son vacíos; las intuiciones sin conceptos son ciegas”

 

– PRÓLOGOS

Crítica

  • posibilidad o imposibilidad de la metafísica en general (¿es posible un conocimiento científico de Dios, el yo y el mundo?)
  • extensión y límites de la metafísica

Preguntas críticas

  • ¿es posible la metafísica como ciencia? (como la física y las matemáticas, en las que hay progreso y acuerdos entre los científicos)
  • ¿qué y cuánto pueden el entendimiento y la razón aparte de toda experiencia [a priori]?
  • ¿cuáles son las condiciones trascendentales del conocimiento?

 

– INTRODUCCIÓN

Distinción entre juicios a priori y juicios a posteriori sobre cómo es posible conocer la verdad de un juicio cualquiera

  • A priori (“El todo es mayor que sus partes”)
    • independiente de la experiencia
    • universal y necesario
  • A posteriori (“Los perros son fieles”)
    • a partir de la experiencia
    • particular y contingente

Distinción entre juicios analíticos y juicios sintéticos (relación sujeto-predicado)

  • Juicios analíticos (“El triángulo tiene tres lados”)
    • el predicado está incluido en el sujeto (tautología)
    • no son informativos
  • Juicios sintéticos (“La clase tiene goteras”)
    • el predicado no está incluido en el sujeto
    • son informativos

Los propios de la ciencia son los:

  • Juicios sintéticos a priori (“La línea recta es la más corta entre dos puntos”)
    • el predicado no pertenece al sujeto y son informativos
    • son independientes de la experiencia, por lo que son universales y necesarios

La revolución copernicana

  • nuestro conocimiento de los objetos no consiste en amoldarnos a ellos, sino que ellos se conformen a nuestras herramientas de conocimiento (la materia ha de ser conformada por la forma que imponen nuestros a priori)

 

– ESTÉTICA TRASCENDENTAL (CIENCIA DE LOS A PRIORI DE LA SENSIBILIDAD)

  • se trata de averiguar cómo percibimos
    • percepción interna (en el tiempo): vivencias, recuerdos, reflexión
    • percepción externa (en el espacio y en el tiempo): sensaciones
  • los fenómenos o intuiciones son compuestos de materia (caos de sensaciones recibidas por los sentidos) y las formas puras (vacías de contenido empírico) o a priori espacio y tiempo (condiciones de posibilidad)
    • la geometría es la ciencia que estudia las propiedades del espacio
    • la aritmética es la ciencia que estudia las propiedades del tiempo
    • ambas ciencias hacen posible, a partir de los juicios sintéticos a priori que crean, conocimientos nuevos, universales y necesarios

 

– LÓGICA TRASCENDENTAL (ENTENDIMIENTO)

  • se trata de averiguar cómo conocemos (comprendemos, pensamos, referimos algo a un concepto)
  • el conocimiento puro (sus elementos puros o a priori) se aplica a las intuiciones que proporciona la sensibilidad para formar los objetos de conocimiento (gracias a los cuales son posibles las ciencias naturales como la física)
  • si los elementos puros del entendimiento son aplicados más allá de los límites de la experiencia estamos dando lugar a un uso dialéctico del entendimiento, formando falsas ilusiones metafísicas

— ANALÍTICA TRASCENDENTAL (LOS A PRIORI DEL ENTENDIMIENTO)

      • materia: los fenómenos o intuiciones que proporciona la sensibilidad
      • de los tipos de juicios deducimos las formasa priori del entendimiento o conceptos puros [vs. conceptos empíricos]: las 12 categorías (de la cantidad: unidad, pluralidad, totalidad; de la cualidad: realidad, negación, limitación; de la relación: substancia y accidente, causa y efecto, agente y paciente; de la modalidad: posibilidad/imposibilidad, existencia/inexistencia, necesidad/contingencia)

— DIALÉCTICA TRASCENDENTAL (LAS IDEAS DE LA RAZÓN –sensu stricto-)

      • no se refiere a la experiencia, sino al entendimiento (por lo que la metafísica no es posible como ciencia)
      • la razón tiene ideas puras a priori, es decir, ideas trascendentales, que son propuestas por la propia naturaleza de la razón para extender el ámbito del conocimiento y buscar lo incondicionado, funcionando así como ideas regulativas del uso del entendimiento
        • alma: unificación de los fenómenos psíquicos, lleva a paralogismos (razonamientos formalmente inválidos o incorrectos)
        • mundo: unificación de los fenómenos de la experiencia, lleva a antinomias (contradicciones)
        • Dios (ideal de la razón pura): unificación de la totalidad de los fenómenos, que lleva al engaño o ilusión de que existe de manera objetiva

 

CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA (ÉTICA)

– USO PRÁCTICO Y USO TEÓRICO DE LA RAZÓN

  • distinción entre fenómeno y noúmeno
    • el mundo fenoménico es aquel en el que se nos dan a conocer los objetos tal y como éstos nos afectan (en la sensibilidad y en entendimiento), tal que los podemos conocer aplicándoles nuestros a priori, es decir, es el mundo de las cosas tal y como son para nosotros
      • tal mundo es cognoscible mediante el uso teórico de la razón (del cual se ocupa la Crítica de la razón pura)
    • el mundo nouménico es el de la cosa en sí, cómo es cada cosa para sí misma, lo cual es incognoscible para un observador externo, pero nosotros nos podemos percibir a nosotros mismos por la sensación interna
      • tal mundo es pensable mediante el uso práctico de la razón (del cual se ocupa la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, así como la Crítica de la razón práctica)

 

– ÉTICAS MATERIALES Y ÉTICA FORMAL

  • las éticas materiales (todas aquellas hasta Kant) buscan el objeto de la acción fuera de la propia acción, en el mundo fenoménico y, por lo tanto, contingente, como por ejemplo la felicidad, el Bien o la satisfacción sensitiva (diferente para cada uno, por lo que no es universal)
  • la ética formal es aquella en la que el objeto de la acción es ella misma, en virtud de una ley que la voluntad se da a sí misma desde la razón, por lo que es a priori (universal y necesaria) y libre
    • según la ética formal la acción se hace por el DEBER de cumplir la ley
      • las acciones se clasifican en:
        • contrarias al deber
        • conformes al deber (pero buscando un fin distinto al deber por sí mismo)
        • por deber
      • solo así puede entenderse una buena voluntad, al margen de deseos, inclinaciones o búsqueda de resultados

 

– VOLUNTAD AUTÓNOMA O VOLUNTAD HETERÓNOMA

  • la voluntad es heterónoma cuando la ley que la rige se impone desde fuera de ella misma (por ejemplo, conseguir tal o cual cosa del mundo fenoménico)
  • la voluntad es autónoma si la ley que la rige se la autoimpone ella misma (gracias al mecanismo de la propia razón práctica)

 

– IMPERATIVOS HIPOTÉTICOS Y EL IMPERATIVO CATEGÓRICO

  • los imperativos hipotéticos son aquellos que “representan la necesidad práctica de una acción posible como medio para conseguir alguna otra cosa que se quiere” (Kant, F.M.C., p. 94, Alianza, 2002)
    • son mandatos u órdenes que se tienen que respetar en determinadas circunstancias. Por ejemplo: «debes irte a dormir».
  • “el imperativo categórico sería el que representaría una acción como objetivamente necesaria por sí misma, sin referencia a ningún otro fin” (Kant, F.M.C., p. 94, Alianza, 2002). Es un mandato u orden universal, es decir, que se tiene que respetar siempre, en cualquier circunstancia. Por ejemplo: «hay que tratar bien a los demás». Pero el imperativo categórico no es un conjunto de normas materiales, sino un sistema formal, lógico y racional que nos permite determinar si una acción es éticamente correcta o no. Formulaciones:
    • Obra solo según una máxima tal que puedas querer al mismo tiempo que se torne en ley universal
    • Obra como si la máxima de acción hubiera de convertirse por tu voluntad en ley universal de la naturaleza
    • Obra de tal manera que uses la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre como un fin y nunca como un medio

 

– POSTULADOS DE LA RAZÓN PRÁCTICA

  • son condiciones de posibilidad de la moralidad no demostrables; nos empujan a ser morales
    • la inmortalidad del alma: posibilidad de la adecuación voluntad – ley gracias a la permanencia indefinida del alma
    • la existencia de Dios: Dios como contenedor o lugar donde se concilian la moralidad y la felicidad (el ser y el deber-ser)
    • la Libertad: condición de posibilidad del obrar humano (elegir, libre albedrío) y postular el imperativo categórico

 

Texto

IMMANUEL KANT, Crítica de la razón pura.

Introducción.

 

I. Distinción entre el conocimiento puro y el empírico

No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella. Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto de dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla. Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas de un detenido examen y que no pueden despacharse de un plumazo es la de saber si existe semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia. De todas formas, la expresión a priori no es suficientemente concreta para caracterizar por entero el sentido de la cuestión planteada. En efecto, se suele decir de algunos conocimientos derivados de fuentes empíricas que somos capaces de participar de ellos o de obtenerlos a priori, ya que no los derivamos inmediatamente de la experiencia, sino de una regla universal que sí es extraída, no obstante, de la experiencia. Así, decimos que alguien que ha socavado los cimientos de su casa puede saber a priori que ésta se caerá, es decir, no necesita esperar la experiencia de su caída de hecho. Sin embargo, ni siquiera podría saber esto enteramente a priori, pues debería conocer de antemano, por experiencia, que los cuerpos son pesados y que, consiguientemente, se caen cuando se les quita el soporte. En lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia, no el que es independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante la experiencia. Entre los conocimientos a priori reciben el nombre de puros aquellos a los que no se ha añadido nada empírico. Por ejemplo, la proposición «Todo cambio tiene su causa» es a priori, pero no pura, ya que el cambio es un concepto que sólo puede extraerse de la experiencia.

 

II. Estamos en posesión de determinados conocimientos a priori que se hallan incluso en el entendimiento común.

Se trata de averiguar cuál es el criterio seguro para distinguir el conocimiento puro del conocimiento empírico. La experiencia nos enseña que algo tiene éstas u otras características, pero no que no pueda ser de otro modo. En consecuencia, si se encuentra, en primer lugar, una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria, tenemos un juicio a priori. Si, además, no deriva de otra que no sea válida, como proposición necesaria, entonces es una proposición absolutamente a priori. En segundo lugar, la experiencia nunca otorga a sus juicios una universalidad verdadera o estricta, sino simplemente supuesta o comparativa (inducción), de tal manera que debe decirse propiamente: de acuerdo con lo que hasta ahora hemos observado, no se encuentra excepción alguna en esta o aquella regla. Por consiguiente, si se piensa un juicio con estricta universalidad, es decir, de modo que no admita ninguna posible excepción, no deriva de la experiencia, sino que es válido absolutamente a priori. La universalidad empírica no es, pues, más que una arbitraria extensión de la validez: se pasa desde la validez en la mayoría de los casos a la validez en todos los casos, como ocurre, por ejemplo, en la proposición «Todos los cuerpos son pesados». Por el contrario, en un juicio que posee esencialmente universalidad estricta ésta apunta a una especial fuente de conocimiento, es decir, a una facultad de conocimiento a priori. Necesidad y universalidad estricta son, pues, criterios seguros de un conocimiento a priori y se hallan inseparablemente ligados entre sí. Pero, dado que en su aplicación es, de vez en cuando, más fácil señalar la limitación empírica de los juicios que su contingencia, o dado que a veces es más convincente mostrar la ilimitada universalidad que atribuimos a un juicio que la necesidad del mismo, es aconsejable servirse por separado de ambos criterios, cada uno de los cuales es por sí solo infalible. Es fácil mostrar que existen realmente en el conocimiento humano semejantes juicios necesarios y estrictamente universales, es decir, juicios puros a priori. Si queremos un ejemplo de las ciencias, sólo necesitamos fijarnos en todas las proposiciones de las matemáticas. Si queremos un ejemplo extraído del uso más ordinario del entendimiento, puede servir la proposición «Todo cambio ha de tener una causa». Efectivamente, en ésta última el concepto mismo de causa encierra con tal evidencia el concepto de necesidad de conexión con un efecto y el de estricta universalidad de la regla, que dicho concepto desaparecería totalmente si quisiéramos derivarlo, como hizo Hume, de una repetida asociación entre lo que ocurre y lo que precede y de la costumbre (es decir, de una necesidad meramente subjetiva), nacida de tal asociación, de enlazar representaciones. Podríamos también, sin acudir a tales ejemplos para demostrar que existen en nuestro conocimiento principios puros a priori, mostrar que éstos son indispensables para que sea posible la experiencia misma y, consiguientemente, exponerlos a priori. Pues ¿de dónde sacaría la misma experiencia su certeza si todas las reglas conforme a las cuales avanza fueran empíricas y, por tanto, contingentes? De ahí que difícilmente podamos considerar tales reglas como primeros principios. A este respecto nos podemos dar por satisfechos con haber establecido como un hecho el uso puro de nuestra facultad de conocer y los criterios de este uso. Pero no solamente encontramos un origen a priori entre juicios, sino incluso entre algunos conceptos. Eliminemos gradualmente de nuestro concepto empírico de cuerpo todo lo que tal concepto tiene de empírico: el color, la dureza o blandura, el peso, la misma impenetrabilidad. Queda siempre el espacio que dicho cuerpo (desaparecido ahora totalmente) ocupaba. No podemos eliminar este espacio. Igualmente, si en el concepto empírico de un objeto cualquiera, corpóreo o incorpóreo, suprimimos todas las propiedades que nos enseña la experiencia, no podemos, de todas formas, quitarle aquélla mediante la cual pensamos dicho objeto como sustancia o como inherente a una sustancia, aunque este concepto sea más determinado que el de objeto en general. Debemos, pues, confesar, convencidos por la necesidad con que el concepto de sustancia se nos impone, que se asienta en nuestra facultad de conocer a priori.

 

III. La filosofía necesita una ciencia que determine la posibilidad, los principios y la extensión de todos los conocimientos a priori.

Más importancia [que todo lo anterior] tiene el hecho de que algunos conocimientos abandonen incluso el campo de toda experiencia posible y posean la apariencia de extender nuestros juicios más allá de todos los límites de la misma por medio de conceptos a los que ningún objeto empírico puede corresponder. Y es precisamente en estos últimos conocimientos que traspasan el mundo de los sentidos y en los que la experiencia no puede proporcionar ni guía ni rectificación donde la razón desarrolla aquellas investigaciones que, por su importancia, nosotros consideramos como más sobresalientes y de finalidad más relevante que todo cuanto puede aprender el entendimiento en el campo fenoménico. Por ello preferimos afrontarlo todo, aún a riesgo de equivocarnos, antes que abandonar tan urgentes investigaciones por falta de resolución, por desdén o por indiferencia. [Estos inevitables problemas de la misma razón pura son: Dios, la libertad y la inmortalidad. Pero la ciencia que, con todos sus aprestos, tiene por único objetivo final el resolverlos es la metafísica. Esta ciencia procede inicialmente de forma dogmática, es decir, emprende confiadamente la realización de una tarea tan ingente sin analizar de antemano la capacidad o incapacidad de la razón para llevarla a cabo.] Ahora bien, parece natural que, una vez abandonada la experiencia, no se levante inmediatamente un edificio a base de conocimientos cuya procedencia ignoramos y a cuenta de principios de origen desconocido, sin haberse cerciorado previamente de su fundamentación mediante un análisis cuidadoso. Parece obvio, por tanto, que [más bien] debería suscitarse antes la cuestión relativa a cómo puede el entendimiento adquirir todos esos conocimientos a priori y a cuáles sean la extensión, la legitimidad y el valor de los mismos. De hecho, nada hay más natural, si por la palabra natural se entiende lo que se podría razonablemente esperar que sucediera. Pero, si por natural entendemos lo que normalmente ocurre, nada hay más natural ni comprensible que el hecho de que esa investigación haya quedado largo tiempo desatendida. Pues una parte de dichos conocimientos, [como] los de la matemática, gozan de confianza desde hace mucho, y por ello hacen concebir a otros conocimientos halagüeñas perspectivas, aunque éstos otros sean de naturaleza completamente distinta. Además, una vez traspasado el círculo de la experiencia, se tiene la plena seguridad de no ser refutado por ella. Es tan grande la atracción que sentimos por ampliar nuestros conocimientos, que sólo puede parar nuestro avance el tropiezo con una contradicción evidente. Pero tal contradicción puede evitarse por el simple medio de elaborar con cautela las ficciones, que no por ello dejan de serlo. Las matemáticas nos ofrecen un ejemplo brillante de lo lejos que podemos llegar en el conocimiento a priori prescindiendo de la experiencia. Efectivamente, esta disciplina sólo se ocupa de objetos y de conocimientos en la medida en que sean representables en la intuición. Pero tal circunstancia es fácilmente pasada por alto, ya que esa intuición puede ser, a su vez, dada a priori, con lo cual apenas se distingue de un simple concepto puro. Entusiasmada con semejante prueba del poder de la razón, nuestra tendencia a extender el conocimiento no reconoce límite ninguno. La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío. De esta misma forma abandonó Platón el mundo de los sentidos, por imponer límites tan estrechos al entendimiento. Platón se atrevió a ir más allá de ellos, volando en el espacio vacío de la razón pura por medio de las alas de las ideas. No se dio cuenta de que, con todos sus esfuerzos, no avanzaba nada, ya que no tenía punto de apoyo, por así decirlo, no tenía base donde sostenerse y donde aplicar sus fuerzas para hacer mover el entendimiento. Pero suele ocurrirle a la razón humana que termina cuanto antes su edificio en la especulación y no examina hasta después si los cimientos tienen el asentamiento adecuado. Se recurre entonces a toda clase de pretextos que nos aseguren de su firmeza o que [incluso] nos dispensen [más bien] de semejante examen tardío y peligroso. Pero lo que nos libra de todo cuidado y de toda sospecha mientras vamos construyendo el edificio y nos halaga con una aparente solidez es lo siguiente: una buena parte —tal vez la mayor— de las tareas de nuestra razón consiste en analizar los conceptos que ya poseemos de los objetos. Esto nos proporciona muchos conocimientos que, a pesar de no ser sino ilustraciones o explicaciones de algo ya pensado en nuestros conceptos (aunque todavía de forma confusa), son considerados, al menos por su forma, como nuevas ideas, aunque por su materia o contenido no amplíen, sino que simplemente detallen, los conceptos que poseemos. Ahora bien, dado que con este procedimiento obtenemos un verdadero conocimiento a priori que avanza con seguridad y provecho, la razón, con tal pretexto, introduce inadvertidamente afirmaciones del todo distintas, afirmaciones en las que la razón añade conceptos enteramente extraños a los ya dados [y, además, lo hace] a priori, sin que se sepa cómo los añade y sin permitir siquiera que se plantee este cómo. Por ello quiero tratar, desde el principio, de la diferencia de estas dos especies de conocimiento.

 

IV. Distinción entre los juicios analíticos y los sintéticos.

En todos los juicios en los que se piensa la relación entre un sujeto y un predicado (me refiero sólo a los afirmativos, pues la aplicación de los negativos es fácil [después]), tal relación puede tener dos formas: o bien el predicado B pertenece al sujeto A como algo que está (implícitamente) contenido en el concepto A, o bien B se halla completamente fuera del concepto A, aunque guarde con él alguna conexión. En el primer caso llamo al juicio analítico; en el segundo, sintético. Los juicios analíticos (afirmativos) son, pues, aquellos en que se piensa el lazo entre predicado y sujeto mediante la identidad; aquellos en que se piensa dicho lazo sin identidad se llamarán sintéticos. Podríamos también denominar los primeros juicios explicativos, y extensivos los segundos, ya que aquéllos no añaden nada al concepto del sujeto mediante el predicado, sino que simplemente lo descomponen en sus conceptos parciales, los cuales eran ya pensados en dicho concepto del sujeto (aunque de forma confusa). Por el contrario, los últimos añaden al concepto del sujeto un predicado que no era pensado en él ni podía extraerse de ninguna descomposición suya. Si digo, por ejemplo: «Todos los cuerpos son extensos», tenemos un juicio analítico. En efecto, no tengo necesidad de ir más allá del concepto que ligo a «cuerpo» para encontrar la extensión como enlazada con él. Para hallar ese predicado, no necesito sino descomponer dicho concepto, es decir, adquirir conciencia de la multiplicidad que siempre pienso en él. Se trata, pues, de un juicio analítico. Por el contrario, si digo «Todos los cuerpos son pesados», el predicado constituye algo completamente distinto de lo que pienso en el simple concepto de cuerpo en general. Consiguientemente, de la adición de semejante predicado surge un juicio sintético. Los juicios de experiencia, como tales, son todos sintéticos. En efecto, sería absurdo fundar un juicio analítico en la experiencia, ya que para formularlo no tengo que salir de mi concepto. No me hace falta, pues, ningún testimonio de la experiencia. «Un cuerpo es extenso» es una proposición que se sostiene a priori, no un juicio de experiencia, pues ya antes de recurrir a la experiencia tengo en el concepto de cuerpo todos los requisitos exigidos por el juicio. Sólo de tal concepto puedo extraer el predicado, de acuerdo con el principio de contradicción, y, a la vez, sólo él me hace adquirir conciencia de la necesidad del juicio, necesidad que jamás me enseñaría la experiencia. Por el contrario, aunque no incluya el predicado «pesado» en el concepto de cuerpo en general, dicho concepto designa un objeto de experiencia mediante una parte de ella. A esta parte puedo añadir, pues, otras partes como pertenecientes a la experiencia anterior. Puedo reconocer de antemano el concepto de cuerpo analíticamente mediante las propiedades de extensión, impenetrabilidad, figura, etc., todas las cuales son pensadas en dicho concepto. Pero ampliando ahora mi conocimiento y volviendo la mirada hacia la experiencia de la que había extraído este concepto de cuerpo, encuentro que el peso va siempre unido a las mencionadas propiedades y, consiguientemente, lo añado a tal concepto como predicado sintético. La posibilidad de la síntesis del predicado «pesado» con el concepto de cuerpo se basa, pues, en la experiencia, ya que, si bien ambos conceptos no están contenidos el uno en el otro, se hallan en mutua correspondencia, aunque sólo fortuitamente, como partes de un todo, es decir, como partes de una experiencia que constituye, a su vez, una conexión sintética entre las intuiciones. En el caso de los juicios sintéticos a priori, nos falta esa ayuda enteramente. ¿En qué me apoyo y qué es lo que hace posible la síntesis si quiero ir más allá del concepto A para reconocer que otro concepto B se halla ligado al primero, puesto que en este caso no tengo la ventaja de acudir a la experiencia para verlo? Tomemos la proposición: «Todo lo que sucede tiene su causa». En el concepto «algo que sucede» pienso, desde luego, una existencia a la que precede un tiempo, etc., y de tal concepto pueden desprenderse juicios analíticos. Pero el concepto de causa [se halla completamente fuera del concepto anterior e] indica algo distinto de «lo que sucede»; no está, pues, contenido en esta última representación. ¿Cómo llego, por tanto, a decir de «lo que sucede» algo completamente distinto y a reconocer que el concepto de causa pertenece a «lo que sucede» [e incluso de modo necesario], aunque no esté contenido en ello? ¿Qué es lo que constituye aquí la incógnita X en la que se apoya el entendimiento cuando cree hallar fuera del concepto A un predicado B extraño al primero y que considera, no obstante, como enlazado con él? No puede ser la experiencia, pues el mencionado principio no sólo ha añadido la segunda representación a la primera aumentando su generalidad, sino incluso expresando necesidad, es decir, de forma totalmente a priori y a partir de meros conceptos. El objetivo final de nuestro conocimiento especulativo a priori se basa por entero en semejantes principios sintéticos o extensivos. Pues aunque los juicios analíticos son muy importantes y necesarios, solamente lo son con vistas a alcanzar la claridad de conceptos requerida para una síntesis amplia y segura, como corresponde a una adquisición realmente nueva.

 

V. Todas las ciencias teóricas de la razón contienen juicios sintéticos a priori como principios.

1. Los juicios matemáticos son todos sintéticos. Este principio parece no haber sido notado por las observaciones de quienes han analizado la razón hasta hoy. Es más, parece oponerse precisamente a todas sus conjeturas, a pesar de ser irrefutablemente cierto y a pesar de tener consecuencias muy importantes. Al advertirse que todas las conclusiones de los matemáticos se desarrollaban de acuerdo con el principio de contradicción (cosa exigida por el carácter de toda certeza apodíctica), se supuso que las proposiciones básicas se conocían igualmente a partir de dicho principio. Pero se equivocaron, ya que una proposición sintética puede ser entendida, efectivamente, de acuerdo con el principio de contradicción, pero no por sí misma, sino sólo en la medida en que se presupone otra proposición sintética de la cual pueda derivarse. Ante todo hay que tener en cuenta lo siguiente: las proposiciones verdaderamente matemáticas son siempre juicios a priori, no empíricos, ya que conllevan necesidad, cosa que no puede ser tomada de la experiencia. Si no se quiere admitir esto, entonces limitaré mi principio a la matemática pura, cuyo concepto implica, por sí mismo, que no contiene conocimiento empírico alguno, sino sólo conocimiento puro a priori. Se podría pensar, de entrada, que la proposición 7 + 5 = 12 es una simple proposición analítica, que se sigue, de acuerdo con el principio de contradicción, del concepto de suma de siete y cinco. Pero, si se observa más de cerca, se advierte que el concepto de suma de siete y cinco no contiene otra cosa que la unión de ambos números en uno solo, con lo cual no se piensa en absoluto cuál sea ese número único que sintetiza los dos. El concepto de doce no está todavía pensado en modo alguno al pensar yo simplemente dicha unión de siete y cinco. Puedo analizar mi concepto de esa posible suma el tiempo que quiera, pero no encontraré en tal concepto el doce. Hay que ir más allá de esos conceptos y acudir a la intuición correspondiente a uno de los dos, los cinco dedos de nuestra mano, por ejemplo, o bien (como hace Segner en su Aritmética) cinco puntos, e ir añadiendo sucesivamente al concepto de siete las unidades del cinco dado en la intuición. En efecto, tomo primero el número 7 y, acudiendo a la intuición de los dedos de la mano para el concepto de 5, añado al número 7, una a una (según la imagen de la mano), las unidades que previamente he reunido para formar el número 5, y de esta forma veo surgir el número 12. Que 5 tenía que ser añadido a 7 lo he pensado ciertamente en el concepto de suma 7 + 5, pero no que tal suma fuera igual a 12. Por consiguiente, la proposición aritmética es siempre sintética, cosa de la que nos percatamos con mayor claridad cuando tomamos números algo mayores, ya que entonces se pone claramente de manifiesto que, por muchas vueltas que demos a nuestros conceptos, jamás podríamos encontrar la suma mediante un simple análisis de los mismos, sin acudir a la intuición. De la misma forma, ningún principio de la geometría pura es analítico. «La línea recta es la más corta entre dos puntos» es una proposición sintética. En efecto, mi concepto de recto no contiene ninguna magnitud, sino sólo cualidad. El concepto «la más corta» es, pues, añadido enteramente desde fuera. Ningún análisis puede extraerlo del concepto de línea recta. Hay que acudir, pues, a la intuición, único factor por medio del cual es posible la síntesis. Aunque algunos de los principios supuestos por los geómetras son analíticos y se basan en el principio de contradicción, sólo sirven, al igual que las proposiciones idénticas, como eslabones del método, no como principios. Por ejemplo: a = a, el todo es igual a sí mismo, o bien (a + b) > a, el todo es mayor que una de sus partes. Sin embargo, estos mismos principios sólo se admiten en matemáticas, a pesar de ser inmediatamente válidos por sus meros conceptos, en cuanto que son susceptibles de representación intuitiva. Lo único que nos hace creer, de ordinario, que el predicado de tales juicios apodícticos se halla ya en nuestro concepto y que, consiguientemente, el juicio es analítico, es la ambigüedad de la expresión. Efectivamente, a un concepto dado hay que agregarle en el pensamiento un cierto predicado, y tal necesidad es inherente a los conceptos. Pero la cuestión no reside en qué es lo que se debe agregar al concepto dado, sino en qué sea lo que de hecho se piensa en él, aunque sólo sea de modo oscuro. Entonces queda claro que, si bien el predicado se halla necesariamente ligado a dicho concepto, no lo está en cuanto pensado en éste último, sino gracias a una intuición que ha de añadirse al concepto.

2. La ciencia natural (física) contiene juicios sintéticos a priori como principios. Sólo voy a presentar un par de proposiciones como ejemplo. Sea ésta: «en todas las modificaciones del mundo corpóreo permanece invariable la cantidad de materia», o bien: «en toda transmisión de movimiento, acción y reacción serán siempre iguales». Queda claro en ambas proposiciones no sólo que su necesidad es a priori y, por consiguiente, su origen, sino también que son sintéticas. En efecto, en el concepto de materia no pienso la permanencia, sino sólo su presencia en el espacio que llena. Sobrepaso, pues, realmente el concepto de materia y le añado a priori algo que no pensaba en él. La proposición no es, por tanto, analítica, sino sintética y, no obstante, es pensada a priori. Lo mismo ocurre en el resto de las proposiciones pertenecientes a la parte pura de la ciencia natural.

3. En la metafísica —aunque no se la considere hasta ahora más que como una tentativa de ciencia, si bien indispensable teniendo en cuenta la naturaleza de la razón humana— deben contenerse conocimientos sintéticos a priori. Su tarea no consiste simplemente en analizar conceptos que nos hacemos a priori de algunas cosas y en explicarlos analíticamente por este medio, sino que pretendemos ampliar nuestro conocimiento a priori. Para ello tenemos que servirnos de principios que añadan al concepto dado algo que no estaba en él y alejarnos tanto del mismo, mediante juicios sintéticos a priori, que ni la propia experiencia puede seguirnos, como ocurre en la proposición «El mundo ha de tener un primer comienzo» y otras semejantes. La metafísica no se compone, pues, al menos según su fin, más que de proposiciones sintéticas a priori.

 

VI. Problema general de la razón pura

Representa un gran avance el poder reducir multitud de investigaciones a la fórmula de un único problema. No sólo se alivia así el propio trabajo determinándolo con exactitud, sino también la tarea crítica de cualquier otra persona que quiera examinar si hemos cumplido o no satisfactoriamente nuestro propósito. Pues bien, la tarea propia de la razón pura se contiene en esta pregunta: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? El que la metafísica haya permanecido hasta el presente en un estado tan vacilante, inseguro y contradictorio, se debe únicamente al hecho de no haberse planteado antes el problema —y quizá ni siquiera la distinción— de los juicios analíticos y sintéticos. De la solución de este problema o de una prueba suficiente de que no existe en absoluto la posibilidad que ella pretende ver aclarada, depende el que se sostenga o no la metafísica. David Hume, el filósofo que más penetró en este problema, pero sin ver, ni de lejos, su generalidad y su concreción de forma suficiente, sino quedándose simplemente en la proposición sintética que liga el efecto a su causa (principium causalitatis), creyó mostrar que semejante proposición era totalmente imposible a priori. Según las conclusiones de Hume, todo lo que llamamos metafísica vendría a ser la mera ilusión de pretendidos conocimientos racionales de algo que, de hecho, sólo procede de la experiencia y que adquiere la apariencia de necesidad gracias a la costumbre. Si Hume hubiese tenido presente nuestro problema en su universalidad, jamás se le habría ocurrido semejante afirmación, que elimina toda filosofía pura. En efecto, hubiera visto que, según su propio razonamiento, tampoco sería posible la matemática pura, ya que ésta contiene ciertamente proposiciones sintéticas a priori. Su sano entendimiento le hubiera prevenido de formular tal aserto. La solución de dicho problema incluye, a la vez, la posibilidad del uso puro de la razón en la fundamentación y desarrollo de todas las ciencias que contengan un conocimiento teórico a priori de objetos, es decir, incluye la respuesta a las siguientes preguntas:

¿Cómo es posible la matemática pura? ¿Cómo es posible la ciencia natural pura?

Como tales ciencias ya están realmente dadas, es oportuno preguntar cómo son posibles, ya que el hecho de que deben serlo queda demostrado por su realidad. Por lo que se refiere a la metafísica, la marcha negativa que hasta la fecha ha seguido hace dudar a todo el mundo, con razón, de su posibilidad. Esto por una parte; por otra, ninguna de las formas adoptadas hasta hoy por la metafísica permite afirmar, por lo que a su objetivo esencial atañe, que exista realmente.

No obstante, de alguna forma se puede considerar esa especie de conocimiento como dada y, si bien la metafísica no es real en cuanto ciencia, sí lo es, al menos, en cuanto disposición natural (metaphysica naturalis). En efecto, la razón humana avanza inconteniblemente hacia esas cuestiones, sin que sea sólo la vanidad de saber mucho quien la mueve a hacerlo. La propia necesidad la impulsa hacia unas preguntas que no pueden ser respondidas ni mediante el uso empírico de la razón ni mediante los principios derivados de tal uso. Por ello ha habido siempre en todos los hombres, así que su razón se extiende hasta la especulación, algún tipo de metafísica, y la seguirá habiendo en todo tiempo. Preguntamos, pues: ¿Cómo es posible la metafísica como disposición natural?, es decir, ¿cómo surgen de la naturaleza de la razón humana universal las preguntas que la razón pura se plantea a sí misma y a las que su propia necesidad impulsa a responder lo mejor que puede? Pero, teniendo en cuenta que todas las tentativas realizadas hasta la fecha para responder estas preguntas naturales (por ejemplo, si el mundo tiene un comienzo o existe desde toda la eternidad, etc.) siempre han chocado con ineludibles contradicciones, no podemos conformarnos con la simple disposición natural hacia la metafísica, es decir, con la facultad misma de la razón pura, de la que siempre nace alguna metafísica, sea la que sea. Más bien ha de ser posible llegar, gracias a dicha facultad, a la certeza sobre el conocimiento o desconocimiento de los objetos, es decir, a una decisión acerca de los objetos de sus preguntas, o acerca de la capacidad o falta de capacidad de la razón para juzgar sobre ellos. Por consiguiente, ha de ser posible, o bien ampliar la razón pura con confianza o bien ponerle barreras concretas y seguras. Esta última cuestión, que se desprende del problema universal anterior, sería la siguiente: ¿cómo es posible la metafísica como ciencia? En último término, la crítica de la razón nos conduce, pues, necesariamente a la ciencia. Por el contrario, el uso dogmático de ésta, sin crítica, desemboca en las afirmaciones gratuitas —a las que pueden contraponerse otras igualmente ficticias— y, consiguientemente, en el escepticismo. Tampoco puede tener esta ciencia una extensión desalentadoramente larga, ya que no se ocupa de los objetos de la razón, cuya variedad es infinita, sino de la razón misma, de problemas que surgen enteramente desde dentro de sí misma y que se le presentan, no por la naturaleza de cosas distintas de ella, sino por la suya propia. Una vez que la razón ha obtenido un pleno conocimiento previo de su propia capacidad respecto de los objetos que se le puedan ofrecer en la experiencia, tiene que resultarle fácil determinar completamente y con plena seguridad la amplitud y los límites de su uso cuando intenta sobrepasar las fronteras de la experiencia. Todos los esfuerzos hasta ahora realizados para elaborar dogmáticamente una metafísica podemos y debemos considerarlos como no ocurridos, ya que cuanto hay en ellos de analítico o mera descomposición de los conceptos inherentes a priori en nuestra razón no constituye aún el fin, sino sólo una preparación para la metafísica propiamente dicha, es decir, para ampliar sintéticamente los conocimientos propios a priori. Dicho análisis no nos vale para tal ampliación, ya que se limita a mostrar el contenido de esos conceptos, pero no la forma de obtenerlos a priori. De modo que no nos sirve como punto de comparación para establecer después el uso válido de tales conceptos en relación con los objetos de todo conocimiento en general. Tampoco hace falta gran espíritu de abnegación para abandonar todas esas pretensiones, ya que las contradicciones innegables —y, desde su método dogmático, inevitables— de la razón hace ya mucho tiempo que privaron a toda metafísica de su prestigio. Más firmeza nos hará falta si no queremos que la dificultad interior y la resistencia exterior nos hagan desistir de promocionar al fin hasta un próspero y fructífero crecimiento (mediante un tratamiento completamente opuesto al hasta ahora seguido) una ciencia que es imprescindible para la razón humana, una ciencia de la que se puede cortar el tronco cada vez que rebrote, pero de la que no se pueden arrancar las raíces.

 

VII. Idea y división de una ciencia especial con el nombre de crítica de la razón pura.

De todo lo anterior se desprende la idea de una ciencia especial que puede llamarse la Crítica de la razón pura, ya que razón es la facultad que proporciona los principios del conocimiento a priori. De ahí que razón pura sea aquella que contiene los principios mediante los cuales conocemos algo absolutamente a priori. Un organon de la razón pura sería la síntesis de aquellos principios de acuerdo con los cuales se pueden adquirir y lograr realmente todos los conocimientos puros a priori. La aplicación exhaustiva de semejante organon suministraría un sistema de la razón pura. Ahora bien, este sistema es muy apetecido y queda todavía por saber si es posible también [aquí], y en qué casos, ampliar nuestro conocimiento. Por ello podemos considerar una ciencia del simple examen de la razón pura, de sus fuentes y de sus límites, como la propedéutica del sistema de la razón pura. Tal propedéutica no debería llamarse doctrina de la razón pura, sino simplemente crítica de la misma. Su utilidad [con respecto a la especulación] sería, de hecho, puramente negativa. No serviría para ampliar nuestra razón, sino sólo para clarificarla y preservarla de errores, con lo cual se habría adelantado ya mucho. Llamo trascendental todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori. Un sistema de semejantes conceptos se llamaría filosofía transcendental. Por su parte, ésta va [todavía] demasiado lejos para empezar. En efecto, desde el momento en que esa ciencia debe contener enteramente tanto el conocimiento analítico como el sintético a priori, posee, por lo que a nuestro propósito se refiere, una excesiva amplitud, ya que sólo podemos prolongar nuestros análisis hasta donde sea imprescindible para conocer en toda su extensión los principios de la síntesis a priori, que constituyen nuestro único objeto a tratar. Nos ocupamos ahora de esta investigación, que no podemos llamar propiamente doctrina, sino sólo crítica trascendental, ya que no se propone ampliar el conocimiento mismo, sino simplemente enderezarlo y mostrar el valor o falta de valor de todo conocimiento a priori. Semejante crítica es, pues, en lo posible, preparación para un organon y, caso de no llegarse a él, al menos para un canon de la misma según el cual podría acaso exponerse un día, tanto analítica como sintéticamente, todo el sistema de filosofía de la razón pura, consista éste en ampliar su conocimiento o simplemente en limitarlo. Que tal sistema es posible, y más todavía, que no puede tener una extensión tan grande como para hacer desconfiar de realizarlo por entero, se desprende de antemano del hecho de que el objeto no es aquí la naturaleza de las cosas, que es inagotable, sino el entendimiento que enjuicia esa naturaleza de las cosas y, además, con la particularidad de ser el entendimiento únicamente referido a su conocimiento a priori. Dado que no buscaremos fuera del entendimiento lo que éste almacena, no se nos puede ocultar, y, según todas las previsiones, lo almacenado es lo bastante poco como para que, una vez plenamente asumido por nosotros, lo juzguemos de acuerdo con su valor o falta de valor y lo evaluemos correctamente. [Menos todavía se ha de esperar aquí una crítica de los libros y sistemas de la razón pura, sino la correspondiente a la misma facultad de la razón. Únicamente basándonos en esta crítica tendremos una piedra de toque segura para valorar en este terreno el contenido filosófico de las obras antiguas y modernas. En caso contrario, es el historiador o juez incompetente quien juzga las afirmaciones gratuitas de otros mediante las suyas propias, que son igualmente gratuitas.] La filosofía trascendental es la idea de una ciencia cuyo plan tiene que ser enteramente esbozado por la crítica de la razón pura de modo arquitectónico, es decir, a partir de principios, garantizando plenamente la completud y la certeza de todas las partes que componen este edificio. [Es el sistema de todos los principios de la razón pura.] El hecho de que esta crítica no sea por sí misma filosofía trascendental se debe tan sólo a que, para constituir un sistema completo, debería incluir un análisis exhaustivo de todo el conocimiento humano a priori. Nuestra crítica debe ofrecer un recuento completo de los conceptos básicos que constituyen dicho conocimiento puro. Pero puede razonablemente abstenerse de un análisis exhaustivo de estos conceptos, así como también de dar una reseña completa de los que derivan de ellos. La razón se halla en que, por una parte, este análisis sería inadecuado para nuestro objetivo, ya que el análisis no encuentra las dificultades con que tropieza la síntesis; por ésta última existe en realidad toda la crítica; por otra parte, iría contra la unidad del plan el asumir la responsabilidad de realizar de modo exhaustivo un análisis y una derivación de los que, según nuestro propósito, podemos desentendernos. Es fácil, sin embargo, completar tanto el análisis como la derivación de los conceptos a priori que más tarde hay que suministrar, una vez que los tenemos en cuanto pormenorizados principios de la síntesis y una vez que nada falta en relación con este propósito esencial. Según lo anterior, pertenece a la crítica de la razón pura todo lo que constituye la filosofía trascendental. Dicha crítica es la idea completa de la filosofía trascendental, pero sin llegar a ser esta ciencia misma, ya que la crítica sólo extiende su análisis hasta donde lo exige el examen completo del conocimiento sintético a priori. En la división de una ciencia semejante hay que prestar una primordial atención a lo siguiente: que no se introduzcan conceptos que posean algún contenido empírico o, lo que es lo mismo, que el conocimiento a priori sea completamente puro. Por ello, aunque los principios supremos de la moralidad y sus conceptos fundamentales constituyen conocimientos a priori, no pertenecen a la filosofía trascendental, ya que, si bien ellos no basan lo que prescriben en los conceptos de placer y dolor, de deseo, inclinación, etc., que son todos de origen empírico [al construir un sistema de moralidad pura, tienen que dar cabida necesariamente a esos conceptos empíricos en el concepto de deber, sea como obstáculo a superar, sea como estímulo que no debe convertirse en motivo]. Por ello constituye la filosofía trascendental una filosofía de la razón pura y meramente especulativa. En efecto, todo lo práctico se refiere, en la medida en que implica motivos, a sentimientos pertenecientes a fuentes empíricas de conocimiento. Si queremos dividir, desde el punto de vista de sistema en general, la ciencia que ahora exponemos, ésta debe contener, en primer lugar, una doctrina elemental y, en segundo lugar, una doctrina del método de la razón pura. Cada una de estas partes principales tendría sus subdivisiones, cuyas razones no podemos ofrecer aún. Como introducción o nota preliminar, sólo parece necesario indicar que existen dos troncos del conocimiento humano, los cuales proceden acaso de una raíz común, pero desconocida para nosotros: la sensibilidad y el entendimiento. A través de la primera se nos dan los objetos. A través de la segunda los pensamos. Así, pues, en la medida en que la sensibilidad contenga representaciones a priori que constituyan la condición bajo la que se nos dan los objetos, pertenecerá a la filosofía trascendental. La doctrina trascendental de los sentidos corresponderá a la primera parte de la ciencia de los elementos, ya que las únicas condiciones en las que se nos dan los objetos del conocimiento humano preceden a las condiciones bajo las cuales son pensados.

 

Fragmentos del texto

Los siguientes fragmentos del texto deben ser impresos, analizados a mano siguiendo estas instrucciones, calificados primero por su autor/a y luego por un compañero/a siguiendo la rúbrica aportada y, finalmente, entregados al profesor para su revisión.

 

Crítica de la razón pura 1               Crítica de la razón pura 2

 

Otros recursos

vertical (480×720)

 

Modelos de redacción