SAN AGUSTÍN (354 – 430)
Biografía
Agustín nació en Tagaste, una ciudad de la provincia romana de Numidia, que hoy forma parte de Argelia. Su padre era pagano y su madre, cristiana. Allí hizo sus primeros estudios, aunque nunca llegó a aprender bien el griego. Por eso, conoció a los grandes filósofos solo a través de traducciones latinas. Más adelante, estudió retórica en Cartago. Fue allí donde, al leer el Hortensio de Cicerón, despertó en él el deseo de buscar la sabiduría. Su primera opción fue el cristianismo. En aquella época, los cristianos veían a Cristo como la Sabiduría de Dios, no como un Cristo sufriente. Por eso, aún no existían crucifijos. Sin embargo, la lectura de la Biblia le decepcionó, y entonces se unió como «oyente» al grupo maniqueo que ya existía en Cartago desde hacía unos cincuenta años.
El maniqueísmo tenía varios elementos que le atrajeron. Le parecía una doctrina más culta, que unía ideas cristianas y paganas. Prometía una «iluminación» del alma y explicaba el bien como luz. La experiencia intensa de la luz, como la del sol de su tierra natal, marcó profundamente a Agustín. Además, esta doctrina ofrecía una solución al problema del mal que lo angustiaba: «Me parecía que no éramos nosotros los que pecábamos, sino que era una naturaleza extraña la que pecaba en nosotros». Así, el alma buena del hombre quedaba libre de culpa.
El maniqueísmo era, además, materialista y dualista. Dios, principio del bien, era considerado una luz corpórea. Cuando Agustín intentaba pensar en Dios, solo podía imaginar algo material, ya que creía que solo existía lo que tenía cuerpo. Por eso también pensaba que el mal era una sustancia corpórea, oscura y sin forma, que podía ser pesada, como la tierra, o ligera, como el aire. Esta segunda forma se imaginaba como una mente maligna que reptaba por el mundo. Como no podía aceptar que un Dios bueno hubiera creado una naturaleza mala, llegó a pensar que existían dos sustancias materiales, opuestas y eternas: una buena y otra mala, aunque esta última fuera menor. Agustín permaneció como «oyente» del maniqueísmo durante nueve años, aunque pronto empezó a decepcionarse. Le parecía una doctrina demasiado simple, que presentaba el bien como algo débil e incapaz de enfrentarse al mal. Además, no ofrecía ninguna vía real para progresar moralmente.
En el año 383 se trasladó a Roma como profesor de retórica. Al año siguiente fue a Milán, donde consiguió el mismo puesto. Allí volvió a leer a Cicerón y, a través de él, conoció el escepticismo de la Academia nueva. Esta corriente afirmaba que lo más sabio era dudar de todo, porque el ser humano no puede conocer ninguna verdad con certeza. Agustín adoptó este pensamiento como una reacción contra el dogmatismo del maniqueísmo.
Milán, situada en un punto estratégico por donde pasaban las principales rutas alpinas, era en tiempos de Agustín la sede de la corte imperial. Además, era un centro cultural muy destacado, donde se conocía y estudiaba bien la filosofía de Platón y el neoplatonismo. La figura más influyente en esa ciudad era Ambrosio, obispo y gran orador, cuyos sermones impresionaron profundamente a Agustín. Ambrosio conocía a fondo a Plotino, Filón y Orígenes, y sabía griego. Por eso, interpretaba la Biblia con un método alegórico. Por ejemplo, en el relato del Génesis entendía que la serpiente simbolizaba el placer, la mujer la sensualidad, y el hombre el entendimiento dominado por los sentidos, siguiendo la tradición de Filón. Gracias a este tipo de lectura, Agustín empezó a comprender la Biblia de otra manera. Ya no veía solo «la letra que mata», sino también «el espíritu que da vida».
Además, en ese momento Agustín leyó las obras de Plotino traducidas al latín por Mario Victorino, un filósofo neoplatónico que se había convertido al cristianismo hacia el año 363. En esos textos, Agustín encontró algo decisivo para la historia de la filosofía: que Dios y el alma son realidades inmateriales. Hasta ese momento, casi todos los filósofos habían sido materialistas, salvo Platón y los neoplatónicos. Por eso, la conversión de Agustín al neoplatonismo marcó la entrada definitiva del inmaterialismo en la tradición filosófica.
Junto con esto, Agustín descubrió en las cartas de san Pablo una idea central: solo la gracia de Cristo puede salvar al ser humano. Esta creencia será clave en su pensamiento posterior y lo alejará definitivamente del maniqueísmo. A partir de ahí, se orienta claramente hacia el cristianismo.
En el año 386, poco después de su conversión, Agustín se retiró con algunos amigos a Casiciaco, cerca de Milán. De sus conversaciones durante ese retiro nacieron sus primeras obras filosóficas. En 387 recibió el bautismo en Milán y al año siguiente volvió a África.
Entre 388 y 391 vivió en Tagaste, donde fundó un monasterio. En el año 391 se trasladó a Hipona, también en Numidia, y en 396 fue nombrado obispo. Allí murió en el año 430, poco antes de que la ciudad fuera saqueada por los vándalos. En sus últimos días, una frase de Plotino le consoló del hundimiento del Imperio: «No es grande el hombre que se asombra del derrumbamiento de los muros y de la muerte de los mortales».
Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.
Obras
La obra de Agustín de Hipona es muy extensa y abarca todos los grandes temas de la filosofía y la teología cristianas. Su pensamiento se desarrolla en tres grandes etapas: la de sus primeros escritos tras su conversión, la de madurez como obispo y la de sus obras polémicas y doctrinales.
Después de su conversión religiosa en el año 386, Agustín se retiró a Casiciaco, cerca de Milán, con un grupo de amigos. Allí escribió sus primeras obras filosóficas. En Contra los Académicos defendió la posibilidad de alcanzar la verdad contra el escepticismo. En Sobre la vida feliz reflexionó sobre la felicidad verdadera, que no se encuentra en los placeres materiales, sino en la sabiduría y en Dios. En Sobre el orden trató de mostrar que el universo tiene un sentido racional aunque a veces nos resulte incomprensible. Todas estas obras fueron escritas en 386, en forma de diálogo. Al año siguiente redactó Los Soliloquios, una obra íntima en la que dialoga consigo mismo y busca a Dios y al alma. Ese mismo año, tras recibir el bautismo en Milán, escribió Sobre la inmortalidad del alma, donde argumenta que el alma humana es espiritual y no muere. En 388, ya en Roma, escribió Sobre la cantidad del alma, donde reflexiona sobre la naturaleza y las facultades del alma. Estas obras muestran la huella del platonismo y de Plotino, y buscan armonizar la razón con la fe.
En la siguiente etapa, ya de vuelta a Tagaste y, luego, a Hipona en 396, escribió sus obras más influyentes. Las Confesiones, redactadas hacia el año 400, son una autobiografía espiritual en la que narra su proceso de conversión y alaba la gracia de Dios. En esta obra reflexiona también sobre temas como el tiempo, la memoria y el deseo humano. Es una de las cumbres de la literatura cristiana.
Entre 400 y 416 escribió Sobre la Trinidad, un tratado teológico en el que intenta comprender el misterio de Dios como unidad y diversidad al mismo tiempo. Para ello recurre a analogías con el alma humana. Esta obra es una de las más importantes de la teología cristiana occidental.
Entre 413 y 426 escribió su obra más extensa: La ciudad de Dios. La escribió como respuesta al hundimiento del Imperio romano y a las acusaciones de que el cristianismo era la causa de su decadencia. En ella distingue entre la ciudad terrena, marcada por el egoísmo y la violencia, y la ciudad de Dios, fundada en el amor y la gracia. Esta obra es también una filosofía de la historia, que interpreta el curso del mundo a la luz del plan divino.
Junto a estas grandes obras, Agustín escribió numerosos tratados para combatir lo que él consideraba herejías. Su estilo polémico le llevaba a veces a no comprender del todo a sus oponentes. Aun así, desplegaba una dialéctica brillante. Como antiguo profesor de retórica y escritor africano, cultivaba un estilo más «barroco» que clásico, lleno de juegos de palabras. En cada combate teológico, Agustín aprovechaba para desarrollar también su propio pensamiento. Contra los maniqueos defendió la bondad de la creación y la libertad humana. Contra los donatistas afirmó la unidad de la Iglesia y el valor de los sacramentos aunque quien los administre sea pecador. Pero su polémica más importante fue contra los pelagianos. Pelagio y su discípulo Julián de Eclano defendían que el ser humano es plenamente libre y puede alcanzar la perfección moral por sus propias fuerzas. En su opinión, si el hombre es libre, entonces su miseria moral no es culpa del pecado original, sino de los malos hábitos de la sociedad romana. Por eso creía que bastaba con reformar la sociedad. Agustín vio en esta doctrina un grave peligro para la fe cristiana. Según él, esta visión negaba las consecuencias del pecado de Adán, ponía en duda la necesidad de la gracia divina para alcanzar la salvación y cuestionaba una práctica común en la Iglesia africana desde tiempos de san Cipriano: el bautismo de los niños. En respuesta, desarrolló su doctrina del pecado original, según la cual todos nacemos con una inclinación al mal heredada de Adán. Por eso, el ser humano no puede salvarse sin la gracia de Dios. Esta polémica le llevó a profundizar en temas como la libertad debilitada por el pecado, la necesidad del bautismo de los niños pequeños, y la absoluta gratuidad de la salvación.
Agustín volverá una y otra vez a tres grandes temas: el pecado original, la libertad humana debilitada por el pecado y la gracia divina. Estos serán pilares fundamentales de su pensamiento, y marcarán profundamente la conciencia cristiana posterior en toda la tradición occidental.
Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.
Su filosofía
Fe y razón en Agustín
Agustín conoció el pensamiento platónico sobre todo a través de dos obras de Platón: Fedón y Timeo. En el Fedón se habla de la inmortalidad del alma y de su relación con las Ideas. En el Timeo expone cómo se origina y se ordena el universo. También conoció las Enéadas de Plotino, aunque no está claro si las leyó por completo. El contacto con estas obras le llevó a una conclusión importante: el platonismo tenía una gran afinidad con el cristianismo.
Sin embargo, Agustín no fue un filósofo en sentido estricto, si por filósofo entendemos a alguien que solo se guía por la razón. Él pensaba y razonaba como creyente, y nunca separó radicalmente la razón de la fe. Una filosofía basada únicamente en la razón exige, en primer lugar, trazar límites claros entre lo que le corresponde a la razón y lo que pertenece a la fe. Agustín no se propuso establecer esa separación radical. Para él, lo esencial era comprender la verdad cristiana, y para lograrlo razón y fe podían colaborar, aunque cada una cumplía su función en un momento distinto. Primero, la razón ayuda al ser humano a llegar a la fe verdadera, es decir el cristianismo. Después, una vez alcanzada la fe, esta orienta e ilumina la razón sobre la Verdad. Finalmente, la razón, contribuye a que comprendamos mejor los contenidos de la fe.
Si Agustín no estableció límites claros entre la fe y la razón, tampoco separó los contenidos de la revelación cristiana de las verdades que pueden conocerse solo por medio de la razón. Aunque esta actitud puede parecer poco rigurosa desde el punto de vista metodológico, no fue una elección arbitraria. Se debe tanto a razones teóricas como a factores históricos y culturales.
Desde el punto de vista teórico, esta postura nace de la idea de que solo hay una única verdad. A Agustín le interesa alcanzar esa verdad y comprenderla con todos los recursos posibles. Para él, esa única verdad es el cristianismo. Un ejemplo de esto lo encontramos en su visión del ser humano. Según la antropología cristiana, el ser humano es una criatura caída y redimida, elevada a un orden sobrenatural. Entonces, ¿qué sentido tendría distinguir entre un ser humano en estado natural, propio de la filosofía, y otro sobrenatural, propio de la fe? Si el hombre natural no existe realmente, pensar en él como si fuera real no sirve de nada. Lo importante es conocer al ser humano tal como es, con ayuda de la fe y de la razón al mismo tiempo.
Desde el punto de vista histórico y cultural, hay dos factores que influyeron mucho en esta manera de pensar. En primer lugar, el contexto en el que el cristianismo se desarrolló. En segundo lugar, la influencia de la filosofía neoplatónica, que marcó profundamente a Agustín. En cuanto al primer punto, hay que recordar que el cristianismo surgió como un sistema doctrinal que ofrecía enseñanzas sobre Dios, el ser humano y el mundo. En ciertos aspectos, estas enseñanzas eran parecidas a las de algunos filósofos antiguos, pero en otros aspectos eran claramente diferentes o incluso contrarias. Ni siquiera autores polemistas anticristianos, como Celso, Porfirio o Juliano, distinguían en sus ataques qué afirmaciones eran contenidos de fe o susceptibles de ser rebatidas mediante la razón. Simplemente trataban de refutar todo lo que el cristianismo defendía. Por su parte, los defensores del cristianismo trataron de defender su fe con argumentos racionales para hacerla más accesible y comprensible, pero tampoco distinguiendo tipos de verdades. Respecto al segundo punto, la filosofía neoplatónica defendía que el entendimiento humano puede conocer no solo el mundo sensible, sino también las realidades divinas e inmateriales. De hecho, los filósofos neoplatónicos discutían sobre temas como la naturaleza del Uno o cómo surge de él el «Nous» o «Logos». Para ellos, el conocimiento debía partir de lo más alto, de las realidades inmateriales, y descender desde allí. Esta forma de pensar implica que esas realidades son accesibles al conocimiento humano y, por tanto, que la razón puede llegar hasta lo divino. Si uno parte de esta idea, no tiene sentido poner límites a la razón. No se distingue claramente entre lo que puede conocer la razón y lo que pertenece al ámbito de la fe. Esa separación solo será posible cuando se adopte otra forma de pensar: cuando se crea que el conocimiento empieza desde abajo, desde la experiencia sensible, y se construye paso a paso hacia lo más alto. Esa será la tarea que emprenderá Tomás de Aquino en el siglo XIII. Para llevarla a cabo, no bastará con modificar algunos elementos del platonismo. Será necesario dejar atrás la teoría del conocimiento platónica y adoptar una nueva perspectiva basada en Aristóteles.
En definitiva, para Agustín, no se puede trazar una separación clara entre la razón y la fe, porque Dios es la Verdad, y toda verdad que conocemos procede, en el fondo, de su iluminación. La fe, para él, es el camino más seguro. Primero hay que creer lo que Dios revela para poder comprenderlo. Por eso, Agustín repite muchas veces una frase tomada (aunque de forma inexacta) del profeta Isaías: «Si no creéis, no llegaréis a comprender». No obstante, Agustín también reconoce que la razón puede ir por delante de la fe en ciertos casos. No se trata de que la razón demuestre directamente las verdades reveladas, sino de que muestre que es razonable creer en ellas. Es decir, que la fe no es algo ciego ni irracional. Tampoco se opone a la razón, ni se encierra en sí misma. Al contrario: quiere comprender lo que cree. Esta colaboración entre la fe y la razón se expresa en una fórmula famosa que recoge Agustín en el Sermón 43: «Entiende para creer, cree para entender».
La antropología agustina
Agustín no siempre mantiene una postura completamente firme cuando habla del ser humano. Por un lado, se mantiene fiel a la tradición bíblica, que entiende al ser humano como una unidad formada por cuerpo y alma. Por otro lado, cuando reflexiona desde una perspectiva filosófica, adopta una visión inspirada en Platón. Así, llega a decir que el ser humano es un alma racional que se sirve de un cuerpo mortal y terrenal. Es decir, para él, en el ser humano hay dos sustancias diferentes: una espiritual, que es el alma, y otra material, que es el cuerpo. Sin embargo, el hombre no es su cuerpo, ni tampoco una simple unión de alma y cuerpo. En realidad, el hombre es el alma, que es racional y utiliza el cuerpo como un instrumento.
No obstante, aunque Agustín defiende que alma y cuerpo son distintos, no cree que el cuerpo sea una cárcel para el alma. El alma está presente en todo el cuerpo y se une a él mediante su propia actividad. Está atenta a todo lo que le sucede al cuerpo. Cuando el cuerpo recibe una impresión del exterior, el alma produce por sí misma una imagen correspondiente. A eso lo llama sensación. Por tanto, el alma no es pasiva ni está sometida al cuerpo: siempre actúa de forma activa.
Agustín afirma que el alma es inmortal y simple, es decir, inmaterial y espiritual. Cuando trata de explicar su origen, Agustín reconoce que no tiene una solución clara. Hay que advertir que este problema no se le presenta a Platón, quien defiende que el alma es eterna, es decir, que nunca ha nacido ni nunca morirá. Pero Agustín, desde su contexto cristiano, se ve en la obligación de explicar el origen del alma, pues es algo contingente, que debe su existencia última a Dios, como todo lo demás.
En su época se manejaban dos posturas principales: el traducianismo de Tertuliano, que decía que el alma se transmite de padres a hijos, y el creacionismo de San Jerónimo, que defendía que Dios crea cada alma en el momento del nacimiento. Agustín acepta que Dios creó directamente el alma de Adán y la de Cristo. Sin embargo, le cuesta admitir que Dios cree también el alma de todos los hombres según nacen, ya que eso haría a Dios responsable del pecado, es decir, de la tendencia humana a actual mal. Agustín afirma que, debido al pecado original cometido por Adán y Eva, el alma se ha desviado de su verdadero destino, que es Dios, y se vuelve por completo hacia el mundo material. Se agota en la producción de sensaciones e imágenes. En esa situación, el alma acaba siendo esclava del cuerpo, dominada por la ignorancia y por deseos desordenados. De esta manera, aunque el ser humano nunca ha perdido el libre albedrío, como consecuencia del pecado original, ya no tiene la capacidad de evitar el pecado. Es decir, no puede no pecar. La verdadera libertad consistiría en poder hacer el bien, pero eso ya no depende solo del ser humano. Por eso, toda la humanidad está herida y se encuentra como una masa destinada a la condenación. Solo se salvan aquellos que reciben la gracia de Cristo, que es la única capaz de liberar verdaderamente la voluntad humana. En este contexto, según Agustín, no se puede admitir que Dios haya creado cada alma con esa tendencia al pecado. Por eso se inclina por una forma de traducianismo influida por el pensamiento neoplatónico, donde las almas de los hijos se transmiten a partir de las almas de los padres y, con ellas, el pecado original. Por eso es necesario el sacramento del bautismo para que, en el caso de que los niños pequeños fallezcan, puedan ir al cielo. Aun así, parece que nunca llegó a estar completamente convencido por ninguna de las teorías que se manejaban en su época sobre el origen del alma.
En el alma encuentra Agustín, a imagen de la Trinidad, tres facultades o capacidades: la memoria, la inteligencia y la voluntad. Estas no son cosas separadas, sino una misma realidad, una única vida, una única mente, una única esencia. La gran importancia que da a la memoria tiene que ver con su inclinación por la vida interior. No es casualidad que analice esta facultad en el último libro de las Confesiones, junto al tema del tiempo. Gracias a la memoria, el ser humano puede tomar conciencia de sí mismo, recordar lo que ha vivido, lo que ha hecho, cómo se sentía, cuándo y dónde ocurrió todo eso. Por medio de la memoria, la persona se encuentra consigo misma, reconstruye su identidad y toma conciencia de su vida interior. Sin embargo, esa vida interior es tan profunda que no puede conocerse completamente. El propio Agustín dice que, aunque tiene memoria, no consigue abarcar todo lo que es. Afirma que es un enigma para sí mismo, y que el hombre es un gran abismo.
En cuanto a la inteligencia, Agustín distingue dos herramientas: la razón inferior y la razón superior. La razón inferior se ocupa del conocimiento de las cosas cambiantes y sensibles. Es decir, nos permite conocer el mundo físico que nos rodea, con el objetivo de satisfacer nuestras necesidades materiales. En cambio, la razón superior busca la sabiduría. Se orienta al conocimiento de las realidades inteligibles, es decir, de las Ideas. Gracias a esta razón superior, el alma puede elevarse hacia Dios. Es precisamente en esta parte del alma, cercana a lo divino, donde tiene lugar el proceso de iluminación.
Finalmente, para Agustín también es muy importante la voluntad, especialmente en su dimensión afectiva, como amor. Agustín defiende que el amor es más importante que el conocimiento. Esta es una de las ideas más características de su pensamiento. A través de ella, une elementos del platonismo con el mensaje cristiano. Para explicarlo, usa el concepto aristotélico de «lugar natural». Así como los cuerpos tienden a su lugar por su propio peso (la piedra cae hacia abajo y el fuego sube), el alma también se dirige a su destino por el amor. El amor es como el peso del alma: es lo que la mueve hacia donde debe estar. Cuando el alma ama lo que debe amar, encuentra descanso y orden. El amor es, al mismo tiempo, la caridad cristiana y el deseo ascendente platónico. El alma se eleva por amor, como el fuego se eleva por su naturaleza. En esto, Agustín se parece a Platón: para ambos, el amor corona el proceso que comienza con el conocimiento. El amor es una fuerza que impulsa hacia lo alto, hacia el lugar natural del alma. Así se restablece el orden, uno de los temas clave del pensamiento de Agustín.
La teoría del conocimiento agustina
Como se ha indicado, Agustín distingue en el ser humano dos niveles en el uso de la razón: uno inferior y otro superior. La razón inferior se ocupa del conocimiento del mundo sensible y cambiante, es decir, de la realidad material que percibimos a través de los sentidos. Gracias a ella, el ser humano puede desenvolverse en su entorno y satisfacer sus necesidades, adquiriendo un tipo de conocimiento que, en la actualidad, se correspondería al de las ciencias experimentales. Sin embargo, para Agustín, hay un tipo de conocimiento más elevado, la sabiduría, que corresponde a la razón superior, la cual se orienta hacia las verdades eternas y universales, es decir, hacia las Ideas que están en la mente de Dios. A través de esta razón superior, el alma humana se eleva por encima de lo material y se aproxima a Dios. Es precisamente en este ámbito espiritual donde se produce el fenómeno central de su teoría del conocimiento: la iluminación divina.
Así, para Agustín, la búsqueda de la verdad debe comenzar por uno mismo. Es decir, hay que partir de la experiencia interior, de la certeza que tenemos de nuestra propia existencia. De este modo se puede superar la duda de los escépticos de la Academia nueva. La autoconciencia ofrece un punto de partida firme e indiscutible. Sabemos con certeza tres cosas: que existimos, que sabemos que existimos y que amamos tanto ese ser como ese saber. Ninguna de estas tres verdades puede ser puesta en duda. No se trata de percepciones externas ni de imágenes mentales engañosas, sino de una seguridad total que sentimos directamente, sin mediaciones.
Ante la típica objeción escéptica —«¿y si te estás engañando?»— Agustín responde con un razonamiento que recuerda al famoso «pienso, luego existo» de Descartes. Dice: «Si me engaño, existo» (Si enim fallor, sum). Porque alguien que no existe no puede estar engañado. Por tanto, aunque me engañe, está claro que existo. Y si existo, no puedo estar engañado sobre el hecho de que existo. Del mismo modo, si sé que me conozco, tampoco me engaño. Conozco que existo y que me conozco. Además, también amo estas dos cosas. Este amor añade algo más: la certeza de que amo. Incluso si amo algo falso, el amor en sí es verdadero. Es decir, puedo equivocarme sobre lo que amo, pero no sobre el hecho de que amo.
Sin embargo, la búsqueda de la verdad no se queda aquí. Agustín, siguiendo la tradición de Sócrates y Platón, busca una verdad que sea necesaria, inmutable y eterna. Y esta clase de verdad no puede venir del mundo sensible, porque todo lo que pertenece a él cambia constantemente y desaparece. Tampoco puede venir del alma, ya que el alma también cambia. Solo Dios puede ser esa verdad estable. La cuestión, entonces, es dónde encontrar a Dios. Agustín responde que hay que buscar dentro de uno mismo. Lo expresa con una frase muy conocida: «No quieras derramarte fuera; entra dentro de ti mismo, porque en el hombre interior habita la verdad. Y si descubres que tu naturaleza cambia, trasciéndete a ti mismo. Pero no olvides que al subir más allá de tu alma, te estás elevando sobre una realidad que tiene razón. Dirige, entonces, tus pasos hacia donde se enciende la luz de la razón» (Sobre la religión verdadera, XXXIX, 72).
Por lo tanto, el camino hacia la verdad empieza en el exterior, en las cosas sensibles, y continúa hacia el interior, el alma. En ese camino descubrimos una serie de verdades eternas llamadas «Ideas», «formas», «especies» o «razones» que nos permiten juzgar todo lo sensible. Pero esas verdades no pueden proceder del alma, ya que el alma es cambiante. Por eso, Agustín concluye que tienen que proceder de una «iluminación» divina, rechazando tanto la teoría platónica de la reminiscencia como la idea de la transmigración de las almas. Este proceso lleva finalmente a un movimiento de ascenso: el alma se autotrasciende, va más allá de sí misma y se eleva hacia Dios. Pero ese Dios no está separado del alma, sino que es a la vez superior e inmanente o perteneciente a ella.
Ahora bien, no es fácil entender qué significa exactamente esa iluminación divina. Agustín toma ideas tanto de Platón —especialmente de la Idea del Bien, que actúa como el «sol» del mundo inteligible— como del neoplatonismo, que usa imágenes de luz para hablar de lo divino. También se inspira en el Evangelio de san Juan, que dice: «El Verbo (‘Logos’) es la luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo». Agustín asume aquí la idea platónica de «participación». Lo explica con una comparación: igual que la tierra es visible pero solo puede verse si está iluminada por la luz, del mismo modo solo podemos entender las verdades más claras y seguras si recibimos la luz de un sol especial. Así como el sol físico tiene tres propiedades —existe, brilla e ilumina—, también el «sol divino», que queremos conocer, tiene esas tres características: existe, brilla en nuestra inteligencia y permite que todas las demás cosas sean inteligibles. Esta sería la manera de alcanzar la sabiduría, la auténtica verdad de las Ideas que moran en la mente de Dios.
Los problemas de la ética que aborda Agustín
Dos temas relacionados con la ética son los que aborda Agustín con mayor profundidad: el problema de la libertad y el problema del mal. Respecto a ambos, Agustín parte de una diferencia clave entre el cristianismo y la filosofía griega. El cristianismo, como religión de salvación, presenta una visión del ser humano centrada en la libertad individual, entendida como la capacidad real de elegir entre el bien y el mal. Esta concepción era completamente ajena al platonismo y, en general, a la filosofía griega, que era muy intelectualista. Para los filósofos griegos, el mal moral era resultado de la ignorancia: quien actúa mal no lo hace porque quiera hacer el mal, sino porque no sabe lo que es bueno. Por eso, no vivieron la experiencia dramática de la libertad moral. En cambio, el cristianismo sitúa la libertad personal en el centro de su visión del ser humano. Cada persona es libre de aceptar o rechazar el mensaje cristiano. En ese sentido, el ser humano puede elegir salvarse o condenarse. Ahora bien, según Agustín, la voluntad humana tiende necesariamente a la felicidad, y solo Dios puede proporcionarla, porque es el Bien supremo. Sin embargo, el ser humano no siempre tiene una visión clara de Dios, y por eso puede orientarse hacia bienes cambiantes y engañosos. Cuando esto sucede, se aleja de su verdadero bien, y ese alejamiento es responsabilidad suya, porque ha sido fruto de una decisión libre.
Esta libertad, en la experiencia cristiana, no es fácil. Es una libertad en tensión, constantemente amenazada. Por un lado, está la inclinación al mal, que proviene de la corrupción de la naturaleza humana tras el pecado original. Por otro lado, está la gracia de Dios, que impulsa al hombre hacia el bien. Como se ha visto, según la doctrina del pecado original, todos los seres humanos heredan de sus padres una naturaleza desordenada que los inclina al mal. Esto hace pensar que el ser humano no es realmente libre para hacer el bien. Pero, al mismo tiempo, la doctrina de la gracia sugiere que cuando una persona recibe esa ayuda divina, ya no es verdaderamente libre para hacer el mal.
Frente a esta tensión, surgió el pelagianismo. Los pelagianos pensaban que la inclinación al mal no era tan fuerte, y por tanto no era necesaria la gracia para hacer el bien. Defendían que el ser humano, por sí solo, es capaz de obrar bien. Agustín se opuso con fuerza a esta idea. Sin embargo, en su crítica al pelagianismo no negó nunca que el ser humano sea libre. De hecho, defendió siempre que la libertad es una característica esencial de la persona.
El tema del mal está estrechamente relacionado con el de la libertad. La existencia del mal, tanto el mal físico como el mal moral ha sido siempre una gran preocupación para las religiones. Una de las grandes preguntas que se plantean es si Dios, en última instancia, no será responsable de la existencia del mal.
Este problema también preocupó profundamente a Agustín. Durante su juventud, buscó una explicación en el maniqueísmo. Esta doctrina afirmaba que existen dos principios opuestos: uno del Bien y otro del Mal. Según los maniqueos, el mal no viene de Dios, sino de su propio principio independiente. Sin embargo, con el tiempo Agustín rechazó esta teoría y adoptó la visión de Plotino, un autor neoplatónico. Según esta explicación, el mal, ontológicamente hablando, no es una realidad en sí misma, no es algo positivo, sino una privación del bien, una falta o carencia de bien. Por tanto, como el mal no es algo real o sustancial, no puede ser atribuido a Dios, ni tampoco hace falta suponer la existencia de un principio malo, como creían los maniqueos. Esta explicación, aunque quizás no del todo satisfactoria —como ocurre con cualquier intento de explicar racionalmente la existencia del mal sin comprometer la bondad de Dios—, fue aceptada de forma general por los teólogos cristianos. De hecho, en esencia es la misma que defenderá mucho más tarde el filósofo racionalista Leibniz en el siglo XVII.
Respecto al mal físico y al mal moral, según Agustín, son parte de la experiencia humana, pero no tienen realidad ontológica, ya que todo lo que existe, en cuanto que existe, es bueno, porque ha sido creado por Dios, que es el Bien supremo. El mal físico se refiere al sufrimiento, el dolor, la enfermedad o la muerte, y suele estar causado por una mala acción, es decir, muchas veces está vinculado al pecado. Agustín considera que es un mal desde el punto de vista de la criatura que experimenta la pérdida de algo bueno (como la salud o la vida). Pero desde una perspectiva más amplia, no es un mal en sí mismo ni absoluto, sino que puede tener un sentido dentro del orden general del universo querido por Dios. Por ejemplo, una enfermedad puede parecer un mal, pero puede servir para corregir al pecador, educar al alma o hacer evidente el bien de la salud. El mal moral es el pecado, es decir, el uso equivocado de la libertad humana. No es una realidad física ni una sustancia, sino una elección desordenada de la voluntad, que prefiere un bien inferior en lugar del Bien supremo, que es Dios. Cuando el alma se aleja de Dios y elige el placer, el poder o la riqueza como fines últimos, está cometiendo mal moral.
El pensamiento político de Agustín
Agustín explica que el amor permite dividir a la humanidad en dos grandes grupos, que él llama «ciudades». Estas dos ciudades no son lugares, sino comunidades de personas unidas por el tipo de amor que las guía. La ciudad terrena nace del amor propio llevado hasta el desprecio de Dios. Sus miembros buscan la gloria personal y se enorgullecen de sí mismos. En cambio, la ciudad celestial surge del amor a Dios, incluso cuando eso implica despreciarse a uno mismo. Los que pertenecen a esta ciudad buscan agradar a Dios y no a los hombres.
Esta visión político-religiosa sólo se puede entender si se conocen sus antecedentes y el contexto en que fue escrita. Durante siglos, el Imperio romano había buscado apoyo ideológico en la filosofía estoica, que había sabido adaptarse muy bien a las necesidades del poder. También el neoplatonismo, con su visión jerárquica del mundo, servía como justificación. Además, la religión oficial del Imperio y otros cultos orientales consideraban sagrado el orden establecido. Incluso el poeta Virgilio había vinculado la fundación de Roma con la voluntad de los dioses.
Sin embargo, algunas corrientes se habían opuesto a esta visión. El epicureísmo y el cinismo rechazaban la política y criticaban la religión del Estado. También el monoteísmo judío, con su idea de ser un pueblo elegido, chocaba con el universalismo del Imperio. Por su parte, el cristianismo tenía una dimensión claramente revolucionaria: contraponía el Reino de Dios al poder del César, y el Apocalipsis enfrentaba la Jerusalén celestial con Babilonia, símbolo de Roma.
El Imperio representaba un mundo cerrado en el que incluso los dioses formaban parte del orden político. Frente a esto, el cristianismo insistía en que Dios está por encima de todo y no forma parte del mundo. Esta afirmación de la trascendencia divina rompía con la visión romana del poder como algo casi sagrado. Por eso, la idea de las dos ciudades ya estaba presente desde los inicios del cristianismo.
Tertuliano, por ejemplo, veía estas dos ciudades como totalmente enfrentadas. Orígenes, en cambio, pensaba que eran compatibles. Decía que los cristianos tenían dos patrias, como tienen cuerpo y alma, y que la ciudad terrena podía ayudar a preparar el camino hacia la ciudad de Dios. La Carta a Diogneto, escrita hacia el año 200, comparaba a los cristianos con el alma del mundo.
Con el Edicto de Milán, en el año 313, esta oposición se fue suavizando. Eusebio de Cesarea apoyó plenamente a Constantino y afirmó que el emperador recibía su poder de Dios y debía preparar el camino para el Evangelio. Poco a poco, las dos ciudades empezaron a identificarse: la ciudad terrena con Roma cristiana y la ciudad de Dios con la Iglesia.
Pero en el año 410, todo cambió. Los visigodos de Alarico saquearon Roma y muchos paganos culparon al cristianismo. Decían que los cristianos, al retirarse de la política y promover la paz, habían debilitado al Imperio. Incluso muchos cristianos se sintieron desorientados: si caía Roma, ¿también caería la Iglesia?
Ante esta situación, Agustín quiso dar una respuesta. Entre los años 413 y 426 escribió una gran obra que él mismo calificó como «monumental»: La ciudad de Dios. Este es un texto extenso, con muchos temas, a veces sin orden claro. Su objetivo era explicar el sentido de la Historia, desde la creación del mundo hasta el Juicio Final. Frente a la visión cíclica de los griegos, especialmente de los estoicos, Agustín propone una Historia lineal. La divide en seis etapas, como los seis días de la creación. Según él, desde la llegada de Cristo estamos ya en la última etapa, aunque solo Dios sabe cuándo terminará. No hay motivo para pensar que el fin del mundo esté cerca.
Agustín insiste en que el Imperio romano no es el centro de la Historia. Lo verdaderamente importante es la lucha entre dos ciudades, que existen desde los tiempos de Caín y Abel. Estas ciudades no se identifican con Roma ni con la Iglesia. Una es la ciudad de los elegidos por Dios, los justos. La otra es la ciudad de los condenados, los pecadores. Ambas conviven en este mundo hasta que llegue el Juicio Final, momento en que se producirá la separación definitiva. Entonces triunfará la ciudad de Dios. Entonces, Roma no cae por culpa de los cristianos, sino por sus propios pecados. Y su caída no arrastrará a la Iglesia, porque el plan de Dios está por encima de los imperios humanos.
Desde aquí se pueden deducir dos posibles interpretaciones de su teoría política. La primera es una interpretación teocrática. Según esta lectura, la Iglesia es la única sociedad verdaderamente perfecta, porque conserva en la Historia los valores y principios del cristianismo. Por tanto, está por encima del Estado y debe orientarlo moralmente. De hecho, según Agustín, ningún Estado puede ser verdaderamente justo si no actúa según los principios morales del cristianismo. Esta visión marcará la relación entre Iglesia y Estado durante la Edad Media.
La segunda interpretación ve en su pensamiento una fuerte limitación del papel del Estado. Esta idea respondía a una necesidad del momento histórico. La conversión del Imperio romano al cristianismo y la creencia en su carácter indestructible llevaron a muchos a pensar que el Estado formaba parte esencial del plan de Dios. San Agustín rechaza esta visión. A su juicio, el Estado no tiene un papel sagrado ni salvador, sino una función limitada: organizar la vida en común y garantizar la paz y el bienestar temporal.
Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid y en Navarro Cordón, J. M., & Calvo Martínez, T. (1988). Historia de la filosofía. Madrid.
Apuntes para clase

FE Y RAZÓN
- Hay una única Verdad
- La fe y la razón sirven a su esclarecimiento
- la razón ayuda al hombre a alcanzar la fe verdadera (nos dice en qué creer)
- la fe orienta e ilumina a la razón con las Sagradas Escrituras
- la razón contribuye a esclarecer los contenidos de la fe (no basta con creerlos: también hay que comprenderlos racionalmente)
- la búsqueda de la Verdad afecta a todo el hombre, no solo a su entendimiento
- la Verdad satisface y da reposo a todas las exigencias del hombre
- la Verdad es Dios
ANTROPOLOGÍA
- doctrina del ser humano
- el hombre es la unión de alma y cuerpo
- el alma es simple (no se puede descomponer) e inmortal (no eterna)
- el cuerpo es mortal y terrestre (compuesto)
- el cuerpo es instrumento del alma
- origen del alma
- Dios no pudo crear cada alma con el pecado original (inclinación al mal), pues Dios es bueno
- Dios no pudo crear cada alma sin el pecado original, pues entonces no tendría sentido el dogma de la redención (perdón del pecado original)
- Por lo tanto el alma se transmite de padres a hijos (desde Adán y Eva) con el pecado original
- facultades del alma
- memoria: preserva la identidad, el “yo” de cada uno
- inteligencia: sirve para conocer
- razón inferior: conocimiento científico (de las realidades mutables y sensibles)
- razón superior: sabiduría (conocimiento de las Ideas de Dios)
- voluntad: sirve para querer, amar
- el hombre es la unión de alma y cuerpo
EPISTEMOLOGÍA
- tenemos un impulso, como humanos, a conocer, buscar la plenitud
- interiorización o autorreflexión: buscar las ideas en nuestra alma, no en lo mutable
- autotrascendimiento: superar la propia limitación humana para alcanzar las Ideas
- las Ideas se encuentran en la mente de Dios
- son modelos o arquetipos inmutables y necesarios de las realidades mutables y contingentes
- son cognoscibles gracias a la Iluminación divina de nuestra alma (razón superior)
ÉTICA
- el mismo impulso para conocer a Dios lo tenemos para amarle, es decir, ser felices
- solo podemos llegar a Dios en la otra vida
- en la vida terrena debemos guiarnos por la virtud
- nuestra voluntad es libre (aunque tiende a la felicidad: Dios)
- Dios nos ha dado la libertad para que hagamos el bien y poder premiarnos por ello con justicia
- por el pecado original somos capaces de hacer el mal
- por la Gracia de Dios somos capaces de hacer el bien
- origen y naturaleza del mal
- el mal no es, es un no-ser, por lo que no ha sido creado por Dios. No es atribuible a Dios
- Tipos de mal:
- mal metafísico u ontológico: es la ausencia de bien (no-ser bien)
- mal moral: pecado, producto del libre albedrío
- mal físico (enfermedades, dolor, sufrimiento físico): consecuencia del mal moral. Es aparente
- Dios nos ha dado la libertad para que hagamos el bien y poder premiarnos por ello con justicia
POLÍTICA
- la política es reflejo de la moral
- los que se aman a sí mismos hasta el desprecio de Dios: ciudad terrenal
- los que aman a Dios hasta el desprecio de sí mismos: ciudad de Dios
- en la tierra los hombres tienen que seguir las leyes del Estado si no se oponen a la fe
- en el fin de la Historia triunfa la ciudad de Dios y tiene lugar el Juicio Final
- todo esto se puede interpretar como fundamentación teórica de la primacía de la Iglesia sobre el Estado
- el Estado es minimizado a mero organizador de la convivencia, la paz y el bienestar temporales
Texto
AGUSTÍN DE HIPONA, Del libre arbitrio, Libro II, capítulos I y II.
Libro II, capítulo I. Por qué nos ha dado Dios la libertad de pecar.
Libro II, capítulo II. Si el libre albedrío nos ha sido dado para hacer el bien ¿cómo es posible que pueda inclinarse hacia el mal?
Fragmentos del texto
Los siguientes fragmentos del texto deben ser impresos, analizados a mano siguiendo estas instrucciones, calificados primero por su autor/a y luego por un compañero/a siguiendo la rúbrica aportada y, finalmente, entregados al profesor para su revisión.
Del libre albedrío 1 Del libre albedrío 2
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