Textos de Platón

 

Mayéutica

Sócrates.- Tal es, ciertamente, la tarea de las parteras, y, sin embargo, es menor que la mía. Pues no es propio de las mujeres parir unas veces seres imaginarios y otras seres verdaderos, lo cual no sería fácil de distinguir. Si así fuera, la obra más importante de las parteras sería discernir lo verdadero de lo que no lo es. ¿No crees tú ?

Teeteto.- Sí, así pienso yo.

Sócrates.- Mi arte de partear tiene las mismas características que el de ellas, pero se diferencia en el hecho de que asiste a los hombres y no a las mujeres, y examina las almas de los que dan a luz, pero no sus cuerpos. Ahora bien, lo más grande que hay en mi arte es la capacidad que tiene de poner a prueba por todos los medios si lo que engendra el pensamiento del joven es algo imaginario y falso o fecundo y verdadero. Eso es así porque tengo, igualmente, en común con las parteras esta característica: que soy estéril en sabiduría. Muchos, en efecto, me reprochan que siempre pregunto a otros y yo mismo nunca doy ninguna respuesta acerca de nada por mi falta de sabiduría, y es, efectivamente, un justo reproche. La causa de ello es que el dios me obliga a asistir a otros, pero a mí me impide engendrar. Así es que no soy sabio en modo alguno, ni he logrado ningún descubrimiento que haya sido engendrado por mi propia alma. Sin embargo, los que tienen trato conmigo, aunque parezcan algunos muy ignorantes al principio, en cuanto avanza nuestra relación, todos hacen admirables progresos, si el dios se los concede, como ellos mismos y cualquier otra persona puede ver. Y es evidente que no aprenden nunca nada de mí, pues son ellos mismos los que descubren y engendran muchos bellos pensamientos. No obstante, los responsables del parto somos el dios y yo.

Platón, Teeteto, 150 a-d (Diálogos, V, Gredos, Madrid, 1988, pp. 189-190).

 

Reminiscencia

Porque nunca el alma que no haya visto la verdad puede tomar figura humana. Conviene que, en efecto, el hombre se dé cuenta de lo que le dicen las ideas, yendo de muchas sensaciones a aquello que se concentra en el pensamiento. Esto es, por cierto, la reminiscencia de lo que vio en otro tiempo, nuestra alma, cuando iba de camino con la divinidad, mirando desde lo alto a lo que ahora decimos que es, y alzando la cabeza a lo que es en realidad. Por eso, es justo que solo la mente del filósofo sea alada, ya que, en su memoria y en la medida de lo posible, se encuentra aquello que siempre es y que hace que, por tenerlo delante, el dios sea divino. El varón, pues, que haga uso adecuado de tales recordatorios, iniciado en tales ceremonias perfectas, solo él será perfecto. Apartado, así, de humanos menesteres y volcado a lo divino, es tachado por la gente como de perturbado, sin darse cuenta de que lo que está es «entusiasmado».

Y aquí es, precisamente, a donde viene a parar todo ese discurso sobre la cuarta forma de locura, aquella que se da cuando alguien contempla la belleza de este mundo, y, recordando la verdadera, le salen alas y, así alado, le entran deseos de alzar el vuelo, y no lográndolo, mira hacia arriba como si fuera un pájaro, olvidado de las de aquí abajo, y dando ocasión de que se le tenga por loco. Así que, de todas las formas de «entusiasmo», es ésta la mejor de las mejores, tanto para el que la tiene, como para el que con ella se comunica; y al partícipe de esta manía, al amante de los bellos, se le llamará enamorado.

Platón, Fedro, 249b-e (Diálogos, III, Fedón, Banquete, Fedro, Gredos, Madrid, 1986, pp. 351-352).

 

Mundo de las Ideas

A este lugar supraceleste, no lo ha cantado poeta alguno de los de aquí abajo, ni lo cantará jamás como merece. Pero es algo como esto -ya que se ha de tener el coraje de decir la verdad, sobre todo cuando es de ella de la que se habla-: porque, incolora, informe, intangible esa esencia cuyo ser es realmente ser (ousía, óntos, oûsa), vista solo por el entendimiento, piloto del alma, y alrededor de la que crece el verdadero saber, ocupa, precisamente, tal lugar. Como la mente de lo divino se alimenta de un entender y saber incontaminado, lo mismo que toda alma que tenga empeño en recibir lo que le conviene, viendo, al cabo del tiempo, el ser, se llena de contento, y en la contemplación de la verdad, encuentra su alimento y bienestar, hasta que el movimiento, en su ronda, la vuelva a su sitio. En este giro, tiene ante su vista a la misma justicia, tiene ante su vista a la sensatez, tiene ante su vista a la ciencia, y no aquella a la que le es propio la génesis, ni la que, de algún modo, es otra al ser en otro -en eso otro que nosotros llamamos ente-, sino esa ciencia que es de lo que verdaderamente es ser. Y habiendo visto, de la misma manera, todos los otros seres que de verdad son, y nutrida de ellos, se hunde de nuevo en el interior del cielo, y vuelve a su casa. Una vez que ha llegado, el auriga detiene los caballos ante el pesebre, les echa, de pienso, ambrosía, y los abreva con néctar.

Platón, Fedro, 247a-e (Diálogos, III, Fedón, Banquete, Fedro, Gredos, Madrid, 1986, vol. III, pp. 348-349).

 

– Hay muchas cosas bellas, y muchas buenas, e igualmente otras cuya existencia afirmamos y que distinguimos por el lenguaje.

– Sí, en efecto.

– Afirmamos también la existencia de lo bello en sí, del bien en sí, e igualmente, para todas las cosas que decimos múltiples afirmamos que a cada una corresponde una idea que es única y que llamamos su esencia.

– Es verdad.

– Y decimos de las cosas múltiples que son objeto de los sentidos, no del espíritu, mientras que las ideas son el objeto del espíritu, no de los sentidos.

– Perfectamente.

– Cuando los ojos se dirigen hacia objetos que no están iluminados por la luz del día, sino por los astros de la noche, hallan dificultad en distinguirlos, parecen hasta un cierto punto afectos de ceguera.

– Así es.

– En cambio, cuando contemplan objetos iluminados por el sol, los ven distintamente y manifiestan la facultad de ver de que están dotados.

– Sin duda.

– Comprende que lo mismo le pasa al alma. Cuando dirige su mirada a lo que está iluminado por la verdad y por el ser, lo comprende y lo conoce, y muestra que está dotada de inteligencia. Pero cuando vuelve su mirada hacia lo que está mezclado de obscuridad, no tiene más que opiniones, y pasa sin cesar de la una a la otra; parece haber perdido la inteligencia.

– Así es.

– Así pues, ten por cierto que lo que comunica a los objetos conocidos la verdad, y al alma la facultad de conocer, es la idea del bien. Comprende que esta idea es la causa de la ciencia y de la verdad, en tanto que entran en el conocimiento. Y por bellas que sean la ciencia y la verdad, no te equivocarás si piensas que la idea del bien es distinta de ellas y las supera en belleza. En efecto, igual que en el mundo visible tenemos razón al pensar que la luz y la vista tienen analogía con el sol, y sería insensato decir que son el sol, también en el mundo inteligible debemos ver que la ciencia y la verdad tienen analogía con el bien. Pero nos equivocaríamos si tomásemos a la una o la otra por el bien mismo que es de un valor mucho más elevado.

Platón, República, 508c-509b. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad antigua, Herder, Barcelona, 1982, pp. 25-26).

 

Los grados de conocimiento

– Así pues, continué, solo el método dialéctico, apartando las hipótesis, va derechamente al principio para establecerlo sólidamente; saca lentamente al ojo del alma de la ciénaga en que está hundido, y lo eleva hacia arriba con la ayuda y por el ministerio de las artes de que hemos hablado. Les hemos dado varias veces el nombre de ciencias para acomodarnos al uso; pero habría que darles otro nombre que estuviese entre la obscuridad de la opinión y la evidencia de la ciencia: hemos utilizado en algún lugar el nombre de conocimiento razonado. Por lo demás, no se trata de discutir sobre los nombres, me parece, cuando tenemos cosas tan importantes que examinar.

– Tienes razón, corresponde al pensamiento aclarar los términos.

– Así, consideramos adecuado llamar ciencia al primer y más perfecto modo de conocer; conocimiento razonado, al segundo; fe, al tercero; y conjetura al cuarto. Comprendemos los dos últimos bajo el nombre de opinión y los dos primeros bajo el de inteligencia, teniendo la opinión como objeto el devenir, y la inteligencia el ser. Así, la inteligencia es respecto de la opinión, lo que el ser es respecto del devenir; y lo que la inteligencia es a la opinión, la ciencia lo es a la fe, y el conocimiento razonado a la conjetura. Pero dejemos, Glaucón, la analogía de estos dos órdenes, el de la inteligencia y el de la opinión, así como el detalle de la subdivisión de cada uno de ellos, para no meternos en discusiones más largas que las que ya hemos sostenido.

Platón, República, VII, 532a-535a. (R. Verneaux, Textos de los grandes filósofos. Edad antigua, Herder, Barcelona, 1982, pp. 30-33).

 

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Bibliografía recomendada:

  • Diógenes Laercio. (2020). Vidas de los filósofos más ilustres. Página:Diogenes Laercio Tomo I.djvu/34. (2020, marzo 15).
  • Platón & Calonge, R. J. (1982). Diálogos. Tomo I. Madrid: Gredos.
  • Platón & Calonge, R. J. (1983). Diálogos. Tomo II. Madrid: Gredos.
  • Platón & García, G. C. (1986). Diálogos. Tomo III. Madrid: Gredos.
  • Platón & Eggers, L. C. (1988). Diálogos. Tomo IV. Madrid: Gredos.
  • Platón & Vallejo, C. A. (1988). Diálogos. Tomo V. Madrid: Gredos.
  • Platón & Lisi, F. L. (1992). Diálogos. Tomo VI. Madrid: Gredos.
  • Platón & Gómez, C. P. (1992). Diálogos. Tomo VII. Madrid: Gredos.
  • Platón & Lisi, F. L. (1992). Diálogos. Tomo VIII. Madrid: Gredos.
  • Platón & Lisi, F. L. (1999). Diálogos. Tomo IX. Madrid: Gredos.
  • Verneaux, R. (1988). Textos de los grandes filósofos. Edad antigua. Herder, Barcelona
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