Textos de Descartes

 

El método de conocimiento

Por método entiendo una serie de reglas ciertas y fáciles, tales que todo aquel que las observara exactamente no tome nunca algo falso por verdadero, y, sin gasto alguno de esfuerzo mental, sino por incrementar su conocimiento paso a paso, llegue a una verdadera comprensión de todas aquellas cosas que no sobrepasen su capacidad.

Descartes, R., Reglas para la dirección del espíritu, Madrid, Alianza, 1984, p. 90.

 

El método consiste totalmente en el orden y disposición de aquellos objetos a los que ha de dirigirse la atención de la mente para descubrir cualquier verdad. Observaremos exactamente ese orden si reducimos, paso a paso, las proposiciones implicadas u obscuras a aquellas que son más simples, y si comenzamos entonces por la aprehensión intuitiva de las más simples, y tratamos, volviendo a seguir nuestra senda a través de las mismas etapas, de remontarnos de nuevo al conocimiento de todas las demás proposiciones.

Descartes, R., Reglas para la dirección del espíritu, Madrid, Alianza, 1984, p. 87.

 

La intuición

Entiendo por intuición no el testimonio fluctuante de los sentidos, o el juicio falaz de una imaginación que compone mal, sino la concepción de una mente pura y atenta tan fácil y distinta, que en absoluto quede duda alguna sobre aquello que entendemos; o, lo que es lo mismo, la concepción no dudosa de una mente pura y atenta, que nace de la sola luz de la razón y que por ser más simple es más cierta que la misma deducción […]. Así cada uno puede intuir con el espíritu que existe, que piensa, que el triángulo está definido por tres líneas, la esfera por una sola superficie, y cosas semejantes que son más numerosas de lo que cree la mayoría.

Descartes, R., Reglas para la dirección del espíritu, Madrid, Alianza, 1984, pp. 75-76.

 

Duda metódica

He advertido hace ya algún tiempo que, desde mi más temprana edad, había admitido como verdaderas muchas opiniones falsas, y que lo edificado después sobre cimientos tan poco sólidos tenía que ser por fuerza muy dudoso e incierto; de suerte que me era preciso emprender seriamente, una vez en la vida, la tarea de deshacerme de todas las opiniones a las que hasta entonces había dado crédito, y empezar todo de nuevo desde los fundamentos, si quería establecer algo firme y constante en las ciencias. […]. Ahora bien, para cumplir tal designio, no me será necesario probar que son falsas, lo que acaso no conseguiría nunca; sino que, por cuanto la razón me persuade desde el principio para que no dé más crédito a las cosas no enteramente ciertas e indudables que a las manifiestamente falsas, me bastará para rechazarlas todas con encontrar en cada una el más pequeño motivo de duda. Y para eso tampoco hará falta que examine todas y cada una en particular, pues sería un trabajo infinito; sino que, por cuanto la ruina de los cimientos lleva necesariamente consigo la de todo el edificio, me dirigiré en principio contra los fundamentos mismos en que se apoyaban todas mis opiniones antiguas.

Descartes, R., Meditaciones metafísicas, Meditación primera (Alfaguara, Madrid, 1977, p. 17).

 

Hacía tiempo que había advertido que, en relación con las costumbres, es necesario en algunas ocasiones seguir opiniones muy inciertas tal como si fuesen indudables, según he advertido anteriormente. Pero puesto que deseaba entregarme solamente a la búsqueda de la verdad, opinaba que era preciso que hiciese todo lo contrario y que rechazase como absolutamente falso todo aquello en lo que pudiera imaginar la menor duda, con el fin de comprobar si, después de hacer esto, no quedaría algo en mi creencia que fuese enteramente indudable. Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro, estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerando que hasta los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces había alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero, inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba.

Descartes, R., Discurso del método (Alfaguara, Madrid, 1981, pp.  24-25).

 

El cogito como primera intuición

Así, pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino quimeras de mi espíritu. ¿Qué podré, entonces, tener por verdadero? Acaso esto solo: que nada cierto hay en el mundo. Pero, ¿qué sé yo si no habrá otra cosa, distinta de las que acabo de reputar inciertas, y que sea absolutamente indudable? ¿No habrá un Dios, o algún otro poder, que me ponga en el espíritu estos pensamientos? Ello no es necesario: tal vez soy capaz de producirlos por mí mismo. Y yo mismo, al menos, ¿no soy algo? Ya he negado que yo tenga sentidos ni cuerpo. Con todo, titubeo, pues, ¿qué se sigue de eso? ¿soy tan dependiente del cuerpo y de los sentidos que, sin ellos, no puedo ser? Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; ni cielo, ni tierra ni espíritu, ni cuerpos, ¿y no estoy asimismo persuadido de que yo tampoco existo? Pues no: si yo estoy persuadido de algo, o meramente si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su astucia para burlarme. Pero entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa cierta que esta proposición yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu.

Descartes, R., Meditaciones metafísicas, con objeciones y respuestas, Meditación segunda (Alfaguara, Madrid, 1977, pp. 23-24).

 

Así pues, considerando que nuestros sentidos en algunas ocasiones nos inducen a error, decidí suponer que no existía cosa alguna que fuese tal como nos la hacen imaginar. Y puesto que existen hombres que se equivocan al razonar en cuestiones relacionadas con las más sencillas materias de la geometría y que incurren en paralogismos, juzgando que yo, como cualquier otro, estaba sujeto a error, rechazaba como falsas todas las razones que hasta entonces había admitido como demostraciones. Y, finalmente, considerando que hasta los pensamientos que tenemos cuando estamos despiertos pueden asaltarnos cuando dormimos, sin que ninguno en tal estado sea verdadero, me resolví a fingir que todas las cosas que hasta entonces habían alcanzado mi espíritu no eran más verdaderas que las ilusiones de mis sueños. Pero inmediatamente después, advertí que, mientras deseaba pensar de este modo que todo era falso, era absolutamente necesario que yo, que lo pensaba, fuese alguna cosa. Y dándome cuenta de que esta verdad: pienso, luego soy, era tan firme y segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escépticos no eran capaces de hacerla tambalear, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que yo indagaba.

Descartes, R., Discurso del método, dióptrica, meteoros y geometría (Alfaguara, Madrid, 1981, p. 25).

 

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Bibliografía recomendada:

  • Descartes, R. & Flórez, M. C. (2011). Descartes. Madrid: Gredos.
  • Verneaux, R. (1982). Textos de los grandes filósofos. Edad moderna. Herder, Barcelona.
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