ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro II, 4-6; Libro X, 6-8; Política, Libro I, 1-3.

CONTEXTO HISTÓRICO DE LOS TEXTOS
Tras la Guerra del Peloponeso, derrotada a manos de Esparta, Atenas pierde el protagonismo de que gozaba y se ve amenazada por el empuje hegemónico macedonio. Aristóteles había nacido en Estagira (Reino de Macedonia), donde su padre era el médico del rey Amintas III y él mismo fue amigo del hijo del monarca, Filipo. Tras estudiar con Platón en la Academia y viajar por Asia Menor y Lesbos, el para entonces rey de macedonia, Filipo II, reclama a Aristóteles como tutor de su hijo Alejandro, cargo que desempeña dos años para luego regresar a Atenas donde funda el Liceo. Allí, las aspiraciones panhelénicas de Filipo II son rechazadas por Demóstenes, quien pretende restaurar la supremacía ateniense oponiéndose al partido promacedonio e incluso llama al levantamiento, alzándose en la batalla de Queronea, fuertemente replicada por los macedonios. A la muerte de Filipo II le sucede su hijo Alejandro, quien realiza importantes conquistas, configurando todo un Imperio que llegaría hasta la actual India.
Durante las campañas de Alejando, Aristóteles era visto con recelo en Atenas, pues se conocía su origen macedonio y su especial relación con el rey Alejandro y su familia, además de relacionársele con el partido promacedonio. Es entonces cuando escribe su Ética a Nicómaco, su tercer gran libro sobre ética. El libro habla de la desaparición del mundo antiguo vinculado a la polis, donde es clave la participación política de la comunidad, y la emergencia de grandes Estados con complejos sistemas administrativos situados en capitales, muy lejos de las verdaderas preocupaciones de sus ciudadanos. En Ética a Nicómaco Aristóteles defiende el papel del hombre en la ciudad, escribiendo contra su tiempo, de una manera nostálgica, mientras Alejandro preconfigura con sus conquistas el Estado moderno. Luego, en su Política, también cantará las bonanzas de la ciudad-estado, defendiendo la idea de ciudad que parte de la familia.
PROBLEMAS QUE PLANTEAN LOS TEXTOS
La Ética a Nicómaco es una reflexión en torno a la virtud, pero lo primero que nos dice Aristóteles es que la ética depende de la política. Si la ética es lo que ha de llevarnos al supremo bien, para reconocer tal bien hay que mirar a la ciencia arquitectónica: la política. «Tal es manifiestamente la política. En efecto, ella es la que establece qué ciencias son necesarias en las ciudades y cuáles ha de aprender cada uno, y hasta qué punto. Vemos además que las facultades más estimadas le están subordinadas, como la estrategia, la economía, la retórica. Y puesto que la política se sirve de las demás ciencias prácticas y legisla además qué se debe hacer y de qué cosas hay que apartarse, el fin de ella comprenderá los de las demás ciencias, de modo que constituirá el bien del hombre; pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más perfecto alcanzar y preservar el de la ciudad» (Ética a Nicómaco, Libro I, 1094a27- 1094b7). Pero la política no es una ciencia como la geometría, así que el método no puede ser igual de riguroso. «Nos contentaremos con dilucidar esto en la medida en que lo permite su materia; porque no se ha de buscar el rigor por igual en todos los razonamientos, como tampoco en todos los trabajos manuales; la nobleza y la justicia que la política considera presentan tantas diferencias y desviaciones, que parecen ser solo por convención y no por naturaleza. Una incertidumbre semejante tienen también los bienes, por haber sobrevenido males a muchos a consecuencia de ellos; pues algunos han perecido a causa de su riqueza, y otros por su valor. Por consiguiente, hablando de cosas de esta índole y con tales puntos de partida, hemos de darnos por contentos con mostrar la verdad de un modo tosco y esquemático; hablando solo de lo que ocurre por lo general y partiendo de tales datos, basta con llegar a conclusiones semejantes. Del mismo modo se ha de aceptar cuanto aquí digamos: porque es propio del hombre instruido buscar la exactitud en cada género de conocimientos en la medida en que la admite la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aprobar a un matemático que empleara la persuasión como reclamar demostraciones a un retórico» (Ética a Nicómaco, Libro I, 1094b11-28). Así pues, la política dirige y determina la ética: «Puesto que la felicidad es una actividad del alma según la virtud perfecta, hay que tratar la virtud, pues acaso así consideraremos mejor lo referente a la felicidad. Y parece también que el que es de veras político se ocupa sobre todo de ella, pues quiere hacer a los ciudadanos buenos y obedientes a las leyes» (Ética a Nicómaco, Libro I, 1102a7-12). En la Política, Aristóteles remite a la necesidad humana de ayudarse mutuamente, de prestarse auxilio, de ahí que seamos animales políticos, zoon politikon. «Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey, es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones, y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal, y por consiguiente lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado» (Política, Libro I, Capítulo I, sección 2). La polis es una comunidad de ayuda mutua. Dado que el resto de animales no tienen habla,logos, no les es posible ayudarse mutuamente: o viven por sí solos o perecen. Pero el ser humano puede enunciar sus demandas: puede pedir ayuda y organizar esa ayuda. Existe la ética porque el hombre es capaz de hacer política, a través de la cual puede llegar al bien. Por lo tanto la elección del bien es una elección conjunta, no individual, es una pregunta política, lo que hace que el relativismo no tenga sentido. Para Aristóteles el bien no es exigido, como para Platón, para quien está en el mundo de las Ideas, al margen de nuestra vida. Pero tampoco es algo obligado, no es una ley de la naturaleza. La pregunta por el bien es colectiva: ni de dioses ni de seres individuales como el resto de los animales. Los humanos necesitamos ayudarnos unos a otros, así que cuál sea el supremo bien afecta a toda la comunidad. La causa de la pregunta por el bien es, entonces, política.

 

GESTOS PROPIOS DE ARISTÓTELES
Aristóteles mantiene unas posiciones básicas frente a Platón en este campo. En primer lugar, mientras que la virtud para Platón se correspondería con vivir en el inteligible, para Aristóteles la virtud consiste en buscar cauces que procuren el bien colectivo que hace felices a los seres humanos. Se trata de la búsqueda de la felicidad individual en un contexto social. Esto supone un nuevo gesto, pues no hay ninguna referencia a entidades supraterrenas, sino una simple satisfacción de los deseos humanos. Así, para Aristóteles, son virtuosas las conductas que hacen posible el bien colectivo necesario que permite la felicidad individual. En segundo lugar, mientras que para Platón hay un conocimiento objetivo y determinado del bien y las virtudes, para Aristóteles no. El camino que propone Aristóteles no es científico, necesario, incontrovertible, sino que implica riesgo, pues nos podemos equivocar. No hay una conducta correcta. «Las nociones de honor, prudencia y placer son otras y diferentes precisamente en tanto que bienes; por consiguiente, no es el bien algo común según una sola idea […] Si lo que se predica en común como bien fuera algo uno, o algo separado que existiera por sí mismo, el hombre no podría realizarlo ni adquirirlo» (Ética a Nicómaco, Libro I, 1096b26,32). La virtud no está ligada al concepto de Verdad, como en Platón. Solo podemos hacer un cálculo de lo útil, lo provechoso, lo conveniente; y ese cálculo es el del consenso. La definición de felicidad no es un axioma como la definición de triángulo rectángulo. Las definiciones como felicidad se saturan por consenso, arbitrariamente. El reto consiste en alcanzarla sin derramar sangre, y más en la Atenas convulsa de la época. Pero es posible llegar a ella si organizamos la discusión de acuerdo con unos modos de proceder que eviten los excesos o las carencias. Por lo tanto la virtud no es el compromiso con una determinada acción, sino con un lugar: el justo medio. Esta es una actitud de permisividad para generar las condiciones que hagan posible alcanzar un acuerdo, una convención. Este medio se configura objetivamente en la asamblea y, subjetivamente, en una actitud que precisa un esfuerzo con el fin de que se convierta en hábito para todas nuestras acciones. Esta es la razón de que las virtudes no sean actos concretos, sino actitudes, modos de actuar. Así las virtudes o actitudes morales tienen que ver con reprimir la cólera, la violencia y la envidia, mientras que las virtudes intelectuales, cuyo objeto es hacernos dueños de nosotros mismos y ser autosuficientes para convivir en sociedad (solo con nuestra máxima potencia individual podemos ayudar a los demás), tienen que ver con la sensatez, la prudencia, y con la equidad, para no ser demasiado rígidos con lo que decidamos. Si este camino práctico llegase a alcanzar un acuerdo universal, una convención que compartiese todo ser humano, en ese punto convergería con la vida teórica. La contemplación o teoría sería el punto de convergencia entre la teoría y la práctica al alcanzar esta última un acuerdo universal.
Aristóteles percibe que la organización política en pequeñas polis está condenada a desaparecer, haciendo imposible la discusión sobre el bien en el contexto libre de la comunidad. Cuando la política como hecho natural se hace imposible solo queda una alternativa: la amistad, es decir, crear grupos de amigos que, aunque no tienen eficacia legisladora, salvaguardan pequeños espacios de felicidad. En los Estados solo se mira por los propios Estados, no por los individuos. La Ética a Nicómaco es una mirada atrás a un mundo que se está destruyendo para decirle adiós con nostalgia a la vez que es un gesto racional que abre un nuevo mundo. Las diferentes escuelas helenísticas harán nuevas propuestas éticas basadas, entonces, en el individuo o, como mucho, en la amistad, con los subsiguientes problemas en su articulación con la política legislativa.

 

ÉTICA A NICÓMACO
Libro II. Capítulo IV. Explicación del principio, según el que se hace uno virtuoso ejecutando actos de virtud.
Podría preguntarse qué es lo que entendemos cuando decimos que para ser justo es preciso practicar la virtud, y para ser templado practicar la templanza; porque si se hacen actos justos, actos de templanza, es porque ya es uno justo y templado, lo mismo que si se aplican las reglas de la gramática y de la música, es porque ya es uno gramático o músico anteriormente.
¿Pero no es más exacto decir, que no es así, ni aun respecto de las artes vulgares? ¿No es posible, por ejemplo, hacer una cosa muy correcta en gramática por casualidad o con auxilio extraño o por sugestiones de otro? Pero no será uno verdaderamente gramático, si lo que hace en gramática no lo hace gramaticalmente, es decir, según las leyes de la gramática que sabe y que él mismo posee. Hay además una diferencia, que conviene señalar, entre las virtudes y las artes. Las cosas que producen las artes llevan la perfección que les es propia en sí mismas, y basta por consiguiente que aparezcan de una cierta manera. Pero los actos que producen las virtudes no son justos ni moderados únicamente porque aparezcan de una cierta manera, sino que es preciso además que el que obra se halle en cierta disposición moral en el momento mismo de obrar. La primera condición es que sepa lo que hace; la segunda, que lo quiera así mediante una elección reflexiva y que quiera los actos que produce a causa de los actos mismos; y, en fin, es la tercera que al obrar lo haga con resolución firme e inquebrantable de no obrar jamás de otra manera. En las otras artes, no se tienen en cuenta todas estas condiciones; basta saber lo que se hace. Por lo contrario, respecto de las virtudes, el saber es punto de poca importancia, y si se quiere, de ninguna; mientras que las otras dos condiciones son de una importancia absoluta; porque las virtudes sólo se conquistan mediante la constante repetición de actos de justicia, de templanza.
Y así pueden llamarse justos y templados los actos cuando son de tal naturaleza que un hombre templado y justo pueda ejecutarlos. Pero el hombre templado y justo no es simplemente el que los ejecuta, sino el que los ejecuta como lo hacen los hombres verdaderamente justos y templados. Razón ha habido, pues, para decir que se hace justo el hombre ejecutando acciones justas, templado ejecutando acciones de templanza; y que, si no se practican actos de este género, es imposible que nadie llegue nunca a ser virtuoso. Pero el común de las gentes no practican estas acciones; y pagándose de vanas palabras creen crear una filosofía y se imaginan que por este método adquieren una verdadera virtud. Esto es poco más o menos lo mismo que hacen los enfermos que escuchan muy atentos a los médicos, pero que no hacen nada de lo que los mismos les ordenan; y así como los unos no pueden tener el cuerpo sano, cuidándose de esta manera; lo mismo los otros no tendrán jamás muy sana su alma, filosofando de esta suerte.
Libro II. Capítulo V. Teoría general de la virtud.
Una vez fijados todos estos puntos indicaremos lo que es la virtud. Como en el alma no hay más que tres elementos: las pasiones o afecciones, las facultades y las cualidades adquiridas o hábitos, es preciso que la virtud sea una de estas tres cosas.
Llamo pasiones o afecciones al deseo, a la cólera, al temor, al atrevimiento, a la envidia, a la alegría, a la amistad, al odio, al pesar, a los celos, a la compasión; en una palabra, a todos los sentimientos que llevan consigo dolor o placer. Llamo facultades a las potencias que hacen que se diga de nosotros, que somos capaces de experimentar estas pasiones; por ejemplo, de encolerizarnos, de afligirnos, de apiadarnos. En fin, entiendo por cualidad adquirida o hábito la disposición moral, buena o mala, en que estamos para sentir todas estas pasiones. Así, por ejemplo, en la pasión de la cólera, si la sentimos demasiado viva o demasiado muerta, es una disposición mala; si la sentimos en una debida proporción, es una disposición que se tiene por buena. La misma observación se puede hacer respecto a todas las demás pasiones.
De aquí se sigue que ni las virtudes ni los vicios, hablando propiamente, son pasiones. Por de pronto y en realidad no se nos llama buenos o malos en vista de nuestras pasiones, sino teniendo en cuenta nuestras virtudes y nuestros vicios. En segundo lugar, al hombre no se le alaba ni se le censura a causa de las pasiones que tiene; así que no se alaba ni se censura al que en general tiene miedo o se encoleriza, sino que sólo es censurado el que experimenta estos sentimientos de cierta manera; y, por el contrario, en razón de los vicios y virtudes que descubrimos, somos directamente alabados o censurados. Además, los sentimientos de cólera y de temor no dependen de nuestra elección y de nuestra voluntad, mientras que las virtudes son voliciones muy reflexivas, o por lo menos, no existen sin la acción de nuestra voluntad y siendo objeto de nuestra preferencia. Añadamos también que respecto de las pasiones debe decirse que somos por ellas conmovidos, mientras que respecto de las virtudes y de los vicios no se dice que experimentamos emoción alguna; y sí sólo que tenemos una cierta disposición moral.
Por estas mismas razones las virtudes no son tampoco simples facultades; porque no se dice de nosotros que seamos virtuosos o malos sólo porque tengamos la facultad de experimentar afecciones, así como no es este motivo suficiente para que se nos alabe o se nos censure. Además, la naturaleza es la que nos da la facultad, la posibilidad de ser buenos o viciosos; pero no es ella la causa de que nos hagamos lo uno o lo otro, como acabamos de ver.
Concluyamos, pues, diciendo, que si las virtudes no son pasiones ni facultades no pueden ser sino hábitos o cualidades; y todo esto nos prueba claramente lo que es la virtud, generalmente hablando.
Libro II. VI. La naturaleza de la virtud.
Es preciso no contentarse con decir, como hemos hecho hasta ahora, que la virtud es un hábito o manera de ser, sino que es preciso decir también en forma específica cuál es esta manera de ser.
Comencemos por sentar, que toda virtud es, respecto a la cosa sobre que recae, lo que completa la buena disposición de la misma y le asegura la ejecución perfecta de la obra que le es propia. Así, por ejemplo, la virtud del ojo hace que el ojo sea bueno, y que realice como debe su función; porque gracias a la virtud del ojo se ve bien. La misma observación, si se quiere, tiene lugar con la virtud del caballo; ella es la que le hace buen caballo, a propósito para la carrera, para conducir al jinete y para sostener el choque de los enemigos. Si sucede así en todas las cosas, la virtud en el hombre será esta manera de ser moral, que hace de él un hombre bueno, un hombre de bien, y gracias a la cual sabrá realizar la obra que le es propia.
Ya hemos dicho cómo el hombre puede conseguir esto; pero nuestro pensamiento se hará más evidente aún, cuando hayamos visto cuál es la verdadera naturaleza de la virtud.
En toda cantidad continua y divisible, pueden distinguirse tres cosas: primero el más; después el menos, y en fin, lo igual; y estas distinciones pueden hacerse o con relación al objeto mismo, o con relación a nosotros. Lo igual es una especie de término intermedio entre el exceso y el defecto, entre lo más y lo menos. El medio, cuando se trata de una cosa, es el punto que se encuentra a igual distancia de las dos extremidades, el cual es uno y el mismo en todos los casos. Pero cuando se trata del hombre, cuando se trata de nosotros, el medio es lo que no peca, ni por exceso, ni por defecto; y esta medida igual está muy distante de ser una ni la misma para todos los hombres.
Veamos un ejemplo: suponiendo que el número diez represente una cantidad grande, y el número dos una muy pequeña, el seis será el término medio con relación a la cosa que se mide; porque seis excede al dos en una suma igual a la que le excede a él el número diez. Este es el verdadero medio según la proporción que demuestra la aritmética, es decir, el número. Pero no es este ciertamente el camino que debe tomarse para buscar el medio tratándose de nosotros. En efecto, porque para tal hombre diez libras de alimento sean demasiado y dos libras muy poco, no es razón para que un médico prescriba a todo el mundo seis libras de alimento, porque seis libras para el que haya de tomarlas, pueden ser una alimentación enorme o una alimentación insuficiente. Para Milón es demasiado poco; por lo contrario, es mucho para el que empieza a trabajar en la gimnástica. Lo que aquí se dice de alimentos, puede decirse igualmente de las fatigas de la carrera y de la lucha. Y así, todo hombre instruido y racional se esforzará en evitar los excesos de todo género, sean en más, sean en menos; sólo debe buscar el justo medio y preferirle a los extremos. Pero aquel no es simplemente el medio de la cosa misma, es el medio con relación a nosotros.
Gracias a esta prudente moderación, toda ciencia llena perfectamente su objeto propio, no perdiendo jamás de vista este medio, y reduciendo todas sus obras a este punto único. He aquí por qué se dice muchas veces cuando se habla de las obras bien hechas y se las quiere alabar, que nada se las puede añadir ni quitar; como dando a entender, que así como el exceso y el defecto destruirían la perfección, sólo el justo medio puede asegurarla. Este es el fin, lo repetimos, a que se dirigen siempre los esfuerzos de los buenos artistas en sus obras; y la virtud que es mil veces más precisa y mil veces mejor que ningún arte, se fija constantemente como la naturaleza misma en este medio perfecto.
Hablo aquí de la virtud moral; porque ella es la que concierne a las pasiones y a los actos del hombre, y en nuestros actos y en nuestras pasiones es donde se dan, ya el exceso, ya el defecto, ya el justo medio. Así, por ejemplo, en los sentimientos de miedo y de audacia, de deseo y de aversión, de cólera y de compasión, en una palabra, en los sentimientos de placer y dolor se dan el más y el menos; y ninguno de estos sentimientos opuestos son buenos. Pero saber ponerlos a prueba como conviene, según las circunstancias, según las cosas, según las personas, según la causa, y saber conservar en ellas la verdadera medida, este es el medio, esta es la perfección que sólo se encuentra en la virtud.
Con los actos sucede absolutamente lo mismo que con las pasiones: pueden pecar por exceso o por defecto, o encontrar un justo medio. Ahora bien, la virtud se manifiesta en las pasiones y en los actos; y para las pasiones y los actos el exceso en más es una falta; el exceso en menos es igualmente reprensible; el medio únicamente es digno de alabanza, porque el sólo está en la exacta y debida medida; y estas dos condiciones constituyen el privilegio de la virtud. Y así, la virtud es una especie de medio, puesto que el medio es el fin que ella busca sin cesar.
Además, puede uno conducirse mal de mil maneras diferentes; porque el mal pertenece a lo infinito, como oportunamente lo han representado los pitagóricos; pero el bien pertenece a lo finito, puesto que no puede uno conducirse bien sino de una sola manera. He aquí cómo el mal es tan fácil y el bien, por lo contrario, tan difícil; porque, en efecto, es fácil no lograr una cosa, y difícil conseguirla. He aquí también, por qué el exceso y el defecto pertenecen juntos al vicio; mientras que sólo el medio pertenece a la virtud: «Es uno bueno por un sólo camino; malo, por mil».
Por lo tanto, la virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a nosotros, y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio. La virtud es un medio entre dos vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto; y como los vicios consisten en que los unos traspasan la medida que es preciso guardar, y los otros permanecen por bajo de esta medida, ya respecto de nuestras acciones, ya respecto de nuestros sentimientos, la virtud consiste, por lo contrario, en encontrar el medio para los unos y para los otros, y mantenerse en él dándole la preferencia.
He aquí por qué la virtud, tomada en su esencia y bajo el punto de vista de la definición que expresa lo que ella es, debe mirársela como un medio. Pero con relación a la perfección y al bien, la virtud es un extremo y una cúspide.
Por lo demás, es preciso decir, que ni todas las acciones, ni todas las pasiones son indistintamente susceptibles de este medio. Hay tal acción, tal pasión, que con sólo pronunciar su nombre, aparece la idea de mal y de vicio: como por ejemplo, la malevolencia o tendencia a regocijarse del mal de otro, la impudencia, la envidia; y en punto a acciones, el adulterio, el robo, el asesinato; porque todas estas cosas y las parecidas a ellas son declaradas malas y criminales únicamente a causa del carácter horrible que ofrecen; y no por su exceso, ni por su defecto. Respecto de estas cosas, por tanto, nunca hay medio de obrar bien; sólo es posible la falta. En los casos de este género indagar lo que es bien y lo que no es bien, es cosa inconcebible; como, por ejemplo, en el adulterio, averiguar si ha sido cometido con tal mujer, en tales circunstancias, de tal manera; porque hacer cualquiera de estas cosas es, absolutamente hablando, cometer un crimen. Es como si uno imaginara que en la iniquidad, en la cobardía, en la embriaguez, podía haber un medio, un exceso y un defecto; porque entonces sería preciso que hubiese un medio de exceso y de defecto, y un exceso de exceso, y un defecto de defecto. Pero así como no hay exceso ni defecto para el valor y para la templanza, porque en ellos el medio es, en cierta manera, un extremo; en igual forma no hay para estos actos culpables, ni medio, ni exceso, ni defecto; sino que de cualquier manera que se tome, siempre es criminal el que los cometa; porque no es posible que haya un medio, ni para el exceso, ni para el defecto, como no puede haber ni exceso ni defecto para el medio.
Libro X. Capítulo VI. Rápida recapitulación de la teoría de la felicidad.
Después de haber estudiado las diversas especies de virtudes, de amistades y de placeres, sólo falta que tracemos un rápido bosquejo de la felicidad, puesto que reconocemos que es el fin de todos los actos del hombre. Recapitulando lo que hemos dicho podremos abreviar nuestro trabajo.
Hemos sentado que la felicidad no es una simple manera de ser puramente pasiva; porque entonces la encontraríamos en el hombre que pasase durmiendo toda la vida, viviendo la vida vegetativa de una planta y experimentando las mayores desgracias. Si esta idea de felicidad es inaceptable es preciso suponerla más bien en un acto de cierta especie, como he hecho ver anteriormente. Pero entre los actos hay unos que son necesarios y hay otros que pueden ser objeto de una libre elección, ya en vista de otros objetos, ya en vista de ellos mismos. Es harto claro que es preciso colocar la felicidad entre los actos que se eligen y que se desean por sí mismos, y no entre los que se buscan en vista de otros. La felicidad no debe tener necesidad de otra cosa y debe bastarse a sí misma por completo. Los actos apetecibles en sí son aquellos en que no hay nada que buscar más allá del acto mismo; y, en mi opinión, estos son los actos conformes a la virtud, porque hacer cosas buenas y bellas constituye precisamente uno de los actos que se deben buscar por sí mismos.
Entre la clase de cosas apetecibles por sí mismas pueden incluirse también las simples diversiones; porque en general sólo se las busca por sí mismas, por divertirse y nada más. Pero muchas veces estas diversiones nos perjudican más que nos aprovechan, si por ellas abandonamos el cuidado de nuestra salud y el de nuestra fortuna. Y esto, no obstante, la mayor parte de los hombres, cuya felicidad es objeto de envidia, sólo piensan en entregarse a estas diversiones. También se observa que los tiranos hacen gran aprecio de los que gustan mucho de esta clase de placeres; porque los aduladores se muestran complacientes en todas las cosas que los tiranos desean y los tiranos a su vez tienen necesidad de gentes que los adulen.
El vulgo se imagina que estas diversiones son una parte de la felicidad, porque los que ocupan el poder son los primeros a perder el tiempo en ellas; pero la vida de estos hombres no puede servir de ejemplo ni de prueba. La virtud y la inteligencia, origen único de todas las acciones buenas, no son las compañeras obligadas del poder; y el que semejantes gentes, incapaces como son de gustar un placer delicado y verdaderamente libre, se entreguen a los placeres del cuerpo, su único refugio, no es razón para que nosotros tengamos estos placeres groseros por los más apetecibles. También los niños creen que aquello que más aprecian es lo más precioso que existe en el mundo. Pero es cosa bien clara que lo mismo que los hombres formales y los niños dan su estimación a cosas muy diferentes, así también los malos y los buenos la dan a cosas enteramente opuestas. Lo repito aunque ya lo haya dicho muchas veces: las cosas verdaderamente buenas y dignas de ser amadas son las que tienen este carácter a los ojos del hombre virtuoso; y como para cada individuo el acto que merece su preferencia es el que es conforme a su propia manera de ser, el acto para el hombre virtuoso es el acto conforme a la virtud.
La felicidad no consiste en divertirse; sería un absurdo que la diversión fuera el fin de la vida; sería también absurdo trabajar y sufrir durante toda la vida sin otra mira que la de divertirse. Puede decirse realmente de todas las cosas del mundo que sólo se las desea en vista de otra cosa excepto, sin embargo, la felicidad, porque ella es en sí misma fin. Pero esforzarse y trabajar, repito, únicamente para conseguir el divertirse, es una idea insensata y sobrado pueril. Según Anacarsis, es preciso divertirse para dedicarse después a asuntos serios, y tiene mucha razón. La diversión es una especie de reposo y, como no se puede trabajar sin descanso, el ocio es una necesidad. Pero este ocio ciertamente no es el fin de la vida; porque sólo tiene lugar en vista del acto que se ha de realizar más tarde.
La vida dichosa es la vida conforme a la virtud; y esta vida es seria y laboriosa; no la constituyen las vanas diversiones. Las cosas serias están en general muy por encima de las gracias y de las burlas; y el acto de la mejor parte de nosotros, o de lo mejor del hombre, se considera siempre como el acto más serio. Ahora bien, el acto de lo mejor vale más por lo mismo que es el mejor y proporciona más felicidad. El ser más rebajado o un esclavo pueden gozar de los bienes del cuerpo como el más distinguido de los hombres. Sin embargo, no puede reconocerse la felicidad en un ser envilecido por la esclavitud, sino es en la forma que se reconoce en el la vida. La felicidad no consiste en estos miserables pasatiempos; consiste en los actos que son conformes a la virtud, como se ha dicho anteriormente.
Libro X. Capítulo VI. Continuación de la recapitulación de las teorías sobre la felicidad.
Si la felicidad sólo consiste en el acto que es conforme con la virtud es natural que este acto sea conforme con la virtud más elevada, es decir, la virtud de la parte mejor de nuestro ser. Y ya sea esta el entendimiento u otra parte que, según las leyes de la naturaleza, parezca hecha para mandar y dirigir y para tener conocimiento de las cosas verdaderamente bellas y divinas; o ya sea algo divino que hay en nosotros, o por lo menos lo que haya más divino en todo lo que existe en el interior del hombre, siempre resulta que el acto de esta parte conforme a su virtud propia debe ser la felicidad perfecta; y ya hemos dicho que este acto es el del pensamiento y de la contemplación.
Esta teoría concuerda exactamente con los principios que anteriormente hemos sentado y con la verdad. Por lo pronto este acto es sin contradicción el mejor acto, puesto que el entendimiento es lo más precioso que existe en nosotros y la cosa más preciosa entre todas las que son accesibles al conocimiento del entendimiento mismo. Además, este acto es aquel cuya continuidad podemos sostener mejor; porque podemos pensar por muchísimo más tiempo que podemos hacer ninguna otra cosa, cualquiera que ella sea.
Por otra parte, creemos que el placer debe mezclarse con la felicidad; y de todos los actos que son conformes con la virtud, el que nos encanta y nos agrada más, según opinión de todo el mundo, es el ejercicio de la sabiduría y de la ciencia. Los placeres que proporciona la filosofía son al parecer admirables por su pureza y por su certidumbre; y esta es la causa por qué procura mil veces más felicidad el saber que el buscar la ciencia. Esta independencia, de que tanto se habla, se encuentra principalmente en la vida intelectual y contemplativa.
Sin duda el sabio tiene necesidad de las cosas indispensables para la existencia, como la tiene el hombre justo y como la tienen los demás hombres, pero partiendo del supuesto de que todos tengan igualmente satisfecha esta primera necesidad, el justo necesita además de gentes para ejercitar en ellas y por ellas su justicia. En el mismo caso están el hombre templado, el valiente y todos los demás, puesto que necesitan estar en relación con otros hombres. El sabio, el verdadero sabio, puede, aun estando sólo consigo mismo, entregarse al estudio y a la contemplación; y cuanto más sabio sea más se entrega a el. No quiero decir que no le viniera bien tener colaboradores; pero no por eso deja de ser el sabio el más independiente de los hombres y el más capaz de bastarse a sí mismo.
Y aún puede añadirse, que esta vida del pensamiento es la única que se ama por sí misma; porque de esta vida no resulta otra cosa que la ciencia y la contemplación, mientras que en todas aquellas en que es necesario obrar, se va siempre en busca de un resultado que es más o menos extraño a la acción.
También se puede sostener que la felicidad consiste en el reposo y la tranquilidad; no se trabaja sino para llegar a descansar, como se hace la guerra para obtener la paz. Ahora bien; todas las virtudes prácticas tienen lugar y se ejercitan en la política o en la guerra; pero los actos que ellas exigen al parecer no dejan al hombre ni un instante de tregua, especialmente los de la guerra, en la que el reposo es cosa absolutamente desconocida. Y así nadie quiere la guerra ni la prepara por la guerra misma. Sería preciso ser un verdadero asesino para convertir en enemigos a sus amigos, y provocar por capricho combates y matanzas. En cuanto a la vida del hombre político, es tan poco tranquila como la del hombre de guerra. Además de la dirección de los negocios del Estado, es preciso que se ocupe incesantemente en conquistar el poder y los honores, o por lo menos en asegurar su felicidad personal y la de sus conciudadanos individualmente; porque esta felicidad es muy diferente, casi no es menester decirlo, de la felicidad general de la sociedad, y en nuestras indagaciones hemos procurado distinguirlas cuidadosamente.
Así, pues, entre los actos conformes con la virtud, los de la política y la guerra podrán superar a los demás en brillantez e importancia; pero tienen lugar en medio de la agitación y se llevan a cabo en vista de un fin extraño, pues no se los busca por sí mismos. Por el contrario, el acto del pensamiento y del entendimiento, siendo como es contemplativo, supone una aplicación mucho más seria; no tiene otro fin que él mismo, y lleva consigo el placer que le es exclusivamente propio y que se ve aumentado por la intensidad de la acción. Por lo tanto, así la independencia que se basta a sí misma, como la tranquilidad y la calma, toda la que el hombre puede disfrutar, y todas las ventajas análogas que se atribuyen de ordinario a la felicidad, todas estas cosas se encuentran en el acto del pensamiento contemplativo. Sólo esta vida es la que ciertamente constituye la felicidad perfecta del hombre, con tal que, añado yo, sea tan extensa como la vida; porque ninguna de las condiciones que se refieren a la felicidad puede ser incompleta.
Quizá esta vida tan digna sea superior a las fuerzas del hombre, o por lo menos si puede el hombre vivir de esta suerte, no es como hombre, sino en tanto que hay en el un algo divino. Y tanto cuanto este principio divino está por encima del compuesto a que él está unido, otro tanto el acto de este principio es superior a cualquier otro acto, sea el que quiera, conforme a la virtud.
Pero si el entendimiento es algo divino con relación al resto del hombre, la vida propia del entendimiento es una vida divina con relación a la vida ordinaria de la humanidad. Por lo tanto no hay que dar oídas a los que aconsejan al hombre que piense tan sólo en las cosas humanas, y al ser mortal que sólo piense en las cosas que son mortales como él. Lejos de esto, es preciso que el hombre se inmortalice tanto cuanto sea posible; y que haga un esfuerzo por vivir conforme al principio más noble de todos los que le constituyen. Aunque este principio no es nada, si se considera el pequeño espacio que ocupa, no por eso deja de ser infinitamente superior a todo lo demás del hombre en poder y en dignidad. En mi opinión, él es el que nos constituye a cada uno de nosotros y forma de cada cual un individuo, puesto que es la parte dominante y superior; y sería un absurdo en el hombre no adoptar su propia vida e ir a adoptar en cierta manera la de otro. El principio que antes dejamos sentado concuerda perfectamente con lo que decimos aquí: lo que es propio de un ser y conforme con su naturaleza está por encima de todo lo mejor y lo más agradable para él. Ahora bien; lo más propio del hombre es la vida del entendimiento, puesto que el entendimiento es verdaderamente todo el hombre; y por consiguiente, la vida del entendimiento es también la vida más dichosa a que el hombre puede aspirar.
Libro X. Capítulo VI. Superioridad de la felicidad intelectual.
La vida, que puede colocarse en segunda línea después de esta superior, es la que conforma con cualquiera otra virtud que no sean la sabiduría y la ciencia; porque los actos, que se refieren a nuestras facultades secundarias, son actos puramente humanos. De esta manera hacemos actos de justicia y de valor, practicamos otras virtudes en el comercio ordinario de la vida, cambiamos con nuestros semejantes mutuos servicios, y sostenemos con ellos relaciones de mil géneros, así como, en materia de sentimientos, procuramos dar a cada uno lo que le es debido; pero todos estos actos no salen de la esfera humana. Hay algunos que sólo afectan a cualidades del cuerpo; y en muchos casos la virtud moral del corazón se liga estrechamente a las pasiones. Por lo demás, la prudencia se une muy bien igualmente con la virtud moral, así como esta virtud se liga recíprocamente con la prudencia, porque los principios de la prudencia se relacionan íntimamente con las virtudes morales, y la regla de estas virtudes se encuentra completamente conforme con las de la prudencia. Pero las virtudes morales, como están entremezcladas con las pasiones, afectan, a decir verdad, al compuesto que constituye el hombre. Las virtudes del compuesto son simplemente humanas; por consiguiente, la vida, que practica estas virtudes, y la felicidad, que estas virtudes proporcionan, son puramente humanas. En cuanto a la felicidad de la inteligencia, esta está completamente aparte. Pero no quiero volver a tocar este punto, porque ir más lejos y precisar pormenores, sería traspasar el fin que nos hemos propuesto.
Añádase solamente, que la felicidad de la inteligencia no exige casi bienes exteriores, o más bien que los necesita mucho menos que la felicidad que resulta de la virtud moral. Las cosas absolutamente necesarias a la vida son condiciones indispensables para ambas, y en este punto están en una misma línea. Sin duda el hombre, que se consagra a la vida civil y política, tiene que ocuparse más del cuerpo y de todo lo que al cuerpo se refiere; sin embargo, sobre este punto hay siempre muy poca diferencia. Por lo contrario, con respecto a los actos, la diferencia es enorme. Así el hombre liberal y generoso tendrá necesidad de cierto grado de fortuna para ejercer su liberalidad; y el hombre justo no advertirá menos la necesidad de ella para corresponder dignamente a los demás en razón de lo que ha recibido; porque las intenciones no se ven y los hombres inicuos fingen con facilidad tener la intención de ser justos. El hombre de valor, por su parte, tiene también necesidad de un cierto poder, para realizar los actos conformes a la virtud que le distingue. El mismo hombre templado tiene necesidad de algún bienestar, porque si no tuviera medios de satisfacer sus necesidades, ¿cómo podría saber si era templado o si era otra cosa? Una cuestión que importa resolver es si el punto capital en la virtud es la intención o es el acto, pudiendo la virtud encontrarse a la vez en los actos y en la intención. En mi opinión, evidentemente no hay virtud completa si no aparecen reunidas ambas condiciones. Mas para las acciones se necesitan muchas cosas; y cuanto más bellas y grandes son, tanto más las necesitan.
Por lo contrario, cuando se trata de la felicidad que proporcionan la inteligencia y la reflexión, no hay necesidad, en razón del acto del que se entrega a ella, de todo esto; y hasta puede decirse que serian otros tantos obstáculos, por lo menos respecto a la contemplación y al pensamiento. Pero como en tanto que hombre y en tanto que se vive con los demás se siente uno inclinado a practicar la virtud, habrá necesidad precisamente de todos estos recursos materiales, para desempeñar el papel de hombre en la sociedad.
He aquí otra prueba de que la perfecta felicidad es un acto de pura contemplación. Suponemos siempre como incontestable, que los dioses son los más dichosos y los más afortunados de todos los seres. Pues bien; ¿qué actos pueden propiamente atribuirse a los dioses? ¿Es la justicia? ¿Y no nos formaríamos una idea bien ridícula de los dioses, si creyéramos que entre ellos se llevan a cabo convenios y se restituyen depósitos, y que mantienen otras mil relaciones de este género? ¿Se les puede tampoco atribuir actos de valor, el desprecio de los peligros, la constancia en afrontarlos, haciéndolo sólo por exigirlo el honor? ¿O acaso les atribuiremos actos de liberalidad? Pero en este caso, ¿a quién habrían de hacer sus donativos? Y entonces, sería preciso incurrir en el absurdo de suponer que se valen de la moneda y de otros expedientes del mismo género. Por otra parte, si son templados, ¿cuál es el mérito que en ello contraen? ¿No será una alabanza grosera decir que no tienen pasiones vergonzosas? Si se recorren al por menor todas las acciones que el hombre puede ejecutar, son todas verdaderamente bien mezquinas para atribuirlas a los dioses, y completamente indignas de su majestad. Sin embargo, el mundo entero cree en su existencia; por consiguiente se cree también que obran, porque al parecer no duermen siempre como Endimión. Pero si en el ser vivo se suprime la idea del obrar, y con más razón la idea de hacer algún acto exterior, ¿qué otra cosa le queda más que la contemplación? Así, pues, el acto de Dios, que supera en felicidad a todos los demás, es puramente contemplativo; y de los actos humanos el que se aproxima más íntimamente a este es también el acto que proporciona mayor grado de felicidad.
Añádase aún otra consideración, y es que el resto de los animales no participan de la felicidad, porque son absolutamente incapaces de este acto de que están privados. La existencia en los dioses es toda dichosa; en cuanto a los hombres sólo es dichosa en cuanto es una imitación de este acto divino; y para los demás animales, ni uno solo es partícipe de la felicidad, porque ninguno participa de esta facultad del pensamiento y de la contemplación. Tan lejos como va la contemplación, otro tanto avanza la felicidad; y los seres más capaces de reflexionar y de contemplar son igualmente los más dichosos, no indirectamente, sino por efecto de la contemplación misma, que tiene en sí un precio infinito; y en fin, en conclusión, la felicidad puede ser considerada como una especie de contemplación.

 

POLÍTICA
Libro I. Capítulo I. Origen del Estado y de la sociedad.
1)  Todo Estado es evidentemente una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por lo tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política.
No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey, magistrado, padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer, que toda la diferencia entre estos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que un pequeño número de administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre de familia, uno más grande el magistrado o el rey; es suponer, en fin, que una gran familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo que hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es personal e independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte súbdito, sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.
Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio nuestro método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compuesto a sus elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto. Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar algunos principios científicos para resolver las cuestiones de que acabamos de hablar.
2)  En esto, como en todo, remontarse al origen de las cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento es el camino más seguro para la observación. Por lo pronto es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en esto no hay nada de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y en las plantas existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen. La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden.
La naturaleza ha fijado por consiguiente la condición especial de la mujer y la del esclavo. La naturaleza no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace se parece a los cuchillos de Delfos fabricados por aquellos. En la naturaleza, un ser no tiene más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven, no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los bárbaros la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen:
«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro»,
puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa.
Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer, son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso:
«La casa, después la mujer y el buey arador»
porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y permanente es la familia, y Carondas ha podido decir de los miembros que la componen «que comían a la misma mesa», y Epiménides de Creta «que se calentaban en el mismo hogar».
La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia, porque los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mamado la leche de la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos». Si los primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos habituados a la autoridad real, puesto que, en la familia, el de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia han seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero ha podido decir:
«Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus hijos».
En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común opinión según la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos reconocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen suya.
La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo que llega, si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.
Así el Estado procede siempre de la naturaleza lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia. Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismo es a la vez un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero:
«Sin familia, sin leyes, sin hogar…».
El hombre, que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie como sucede a las aves de rapiña.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.
No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los actos que realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior, no puede decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que si no se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.
La naturaleza arrastra pues instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría y de la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla de vida para la asociación política, y la decisión de lo justo es lo que constituye el derecho.
3) Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se compone el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de las familias, puesto que el Estado se compone siempre de familias. Los elementos de la economía doméstica son precisamente los de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender esclavos y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas, es preciso ante todo someter a examen las partes más sencillas de las mismas, siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos, para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del señor, después la autoridad conyugal, ya que la lengua griega no tiene palabra particular para expresar esta relación del hombre a la mujer; y, en fin, la generación de los hijos, idea para la que tampoco hay una palabra especial. A estos tres elementos, que acabamos de enumerar, podría añadirse un cuarto, que ciertos autores confunden con la administración doméstica, y que, según otros, es cuando menos un ramo muy importante de ella: la llamada adquisición de la propiedad que también nosotros estudiaremos.
Ocupémonos desde luego del señor y del esclavo, para conocer a fondo las relaciones necesarias que los unen, y ver al mismo tiempo si podemos descubrir en esta materia ideas que satisfagan más que las recibidas hoy día.
Se sostiene por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual se confunde con la del padre de familia, con la del magistrado y con la del rey, de que hemos hablado al principio. Otros, por lo contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza ninguna diferencia entre ellos; y que por último la esclavitud es inicua, puesto que es obra de la violencia.
Patricio de Azcárate, Obras de Aristóteles, Tomo I, Madrid, 1873.