Éticas relacionadas con la de Platón
La ética de Platón se puede relacionar, por ejemplo, con los siguientes autores:
Con Aristóteles, subrayando que si para Platón el objetivo ético es que nuestra alma vuelva sin mancha, completamente pura, al mundo de las Ideas, Aristóteles lo sitúa en la propia vida terrenal. Platón se basa en la idea de que el alma, desde que cae accidentalmente al mundo sensible y se une antinaturalmente al cuerpo, vive encerrada en él, de manera que tiene que dedicar todo su tránsito por este mundo a tratar de recordar el de las Ideas y a evitar lo máximo posible tener trato con lo material. Es decir, busca señalar la importancia ética de la intelección y el conocimiento identificándolas en la trascendente y metafísica Idea de Bien. Pero Aristóteles, además de rechazar toda trascendencia, matiza esa relación, que ya estaba en Sócrates, distinguiendo diferentes tipos de conocimiento: el teórico, el práctico y el productivo. Según Aristóteles, aunque es posible alcanzar la felicidad mediante una actividad teórica, desarrollando nuestro intelecto y contemplando nuestro conocimiento, esta no es posible de manera indefinida, pues para sobrevivir necesitamos satisfacer ciertas necesidades biológicas. Como los seres humanos no somos autosuficientes, esto solo es posible viviendo en comunidad. Es en ese ámbito práctico, de relaciones e interacción con otras personas, en el que surge la ética. Aristóteles defiende que los seres humanos también podemos ser felices en un sentido práctico, actuando de manera buena, virtuosa, con los demás. La acción virtuosa se corresponde, según él, con el justo medio entre dos extremos, es decir, con aquella que no peque ni por exceso ni por defecto. En la vida social podemos identificar a personas virtuosas, así que lo que debemos hacer es copiar su forma de actuar y adquirir ese hábito. Aristóteles distingue dos tipos de virtudes: las dianoéticas y las éticas. Las dianoéticas están ligadas al conocimiento teórico. Entre ellas, destaca la prudencia, que es deliberar con acierto en cada situación, porque ayuda a la ética. Las virtudes éticas dependen de las dianoéticas. De entre ellas podemos destacar la fortaleza, la templanza y la justicia. La primera consiste en saber a qué temer y a qué no. La segunda tiene que ver con la moderación de los apetitos. La tercera, con el reparto equitativo de los bienes. En definitiva, Aristóteles entiende la ética de manera puramente inmanente, ya que sitúa su objetivo no en un mundo trascendente, sino en el propio obrar humano.
Con Agustín de Hipona, ya que este se basa fundamentalmente en la filosofía platónica, aunque se enfrenta al desafío de engranarla con el dogma cristiano. Por ejemplo, respecto al problema de la libertad. Si para Platón la libertad consistiría en actuar de acuerdo con el dictado del alma racional y, en último término, conseguir que esta se libere pura, sin mancha, de la cárcel material en la que se encuentra en el mundo sensible, Agustín tiene que conciliar ese pensamiento con el dogma cristiano según el cual Dios no solo es el creador de todo, sino que además es omnisciente y omnipotente. Agustín argumenta que, ciertamente, nuestro objetivo ético sería estar con Dios en el más allá, donde seríamos perfectamente felices. Pero, mientras tanto, hemos de guiar nuestra conducta con la virtud, lo que significa que somos dueños de elegir qué hacer a cada momento, es decir, que somos libres. Este hecho parece contrario, en primera instancia, a la omnisciencia de Dios. Y, por otra parte, si somos libres, eso quiere decir que podemos elegir actuar mal, lo que tampoco parece encajar con la omnibenevolencia de Dios. Agustín defiende que la omnisciencia de Dios no determina nuestras acciones, no las causa, por lo que somos plenamente responsables de ellas. Además, según él, Dios nos ha dado libre albedrío porque este es un bien, dado que sirve para premiar las buenas acciones, así como castigar los pecados con justicia. Según Agustín, ningún premio ni castigo serían justos si no tuviésemos libre albedrío. Y, además, Dios nos lo ha dado para que actuemos bien, no para que hagamos mal uso de él. En este punto, es importante señalar que Agustín sigue a Platón en la idea de que el mal no tiene existencia ontológica. Es decir, según Agustín, el mal no es nada en sí mismo, sino una mera carencia de bien. Desde un punto de vista ético, el mal moral, esto es, el pecado, sería una acción que se aparta del plan establecido por Dios para nosotros, y por eso somos castigados. La tendencia a actuar de manera pecaminosa tendría que ver con el pecado original. La tendencia a usar el libre albedrío para lo que Dios nos lo otorgó, esto es, para hacer el bien, tendría que ver con la gracia de Dios. Finalmente, Agustín habla de otro tipo de mal, el mal físico, como el dolor, el sufrimiento, que sería consecuencia del mal moral.
Con René Descartes, atendiendo sus similitudes al considerar la libertad humana. Para Platón, la libertad consiste en que la parte racional del alma gobierne sobre la irascible y la concupiscible, es decir, sobre las pasiones y deseos del cuerpo, de modo que el alma pueda purificarse y orientarse hacia la contemplación del Bien. Descartes comparte con él la idea de que la libertad se juega en la relación entre razón y pasiones, pero la reformula en un marco fisiológico y mecanicista propio de la Edad Moderna. Contrariamente a Platón, quien considera las pasiones como algo inferior, bajo, para Descartes, las pasiones no son buenas ni malas en sí mismas, sino fenómenos naturales que surgen de la interacción entre el cuerpo y el alma en la glándula pineal. Descartes señala que por el torrente sanguíneo circulan «espíritus animales» que, al llegar a la glándula pineal, provocan que el alma experimente ciertas sensaciones internas —admiración, amor, odio, deseo, alegría, tristeza— que constituyen las pasiones fundamentales. Como son respuestas inmediatas y automáticas, el alma no puede impedir que aparezcan, pero sí puede decidir cómo gestionarlas. Ahí reside la libertad: en que la razón, apoyada en juicios claros y firmes sobre lo verdadero y lo bueno, oriente la voluntad para no dejarse arrastrar ciegamente por esas agitaciones. La razón hace posible la libertad porque nos conduce a la verdad, liberándonos del engaño de las apariencias. En esto coincide con Platón, quien también pensaba que solo la razón, al elevarse al conocimiento del Bien y de las Ideas, puede hacer verdaderamente libre al ser humano. La diferencia es que, mientras Platón concibe esta liberación como un ascenso metafísico del alma hacia un mundo superior, Descartes la entiende como el dominio racional de las pasiones en nuestra vida material y concreta.
Con David Hume, señalando su oposición radical a la postura platónica. Para Platón, la acción moral y la libertad se basan en que el alma racional gobierne las tendencias e inclinaciones perniciosas a las que nos empujan las almas irascible y concupiscible, ya que entiende que las buenas o malas acciones dependen de nuestro conocimiento de la Idea de Bien. Pero Hume rechaza que la moral se base en la razón. Según él, nuestras consideraciones morales, nuestras ideas de bien y mal no las obtenemos de la observación del mundo, ya que los valores no son propiedades de las cosas, pero tampoco son objeto conocimiento racional. Hume sostiene que la moralidad se basa en el sentimiento. Los sentimientos, las pasiones, son las que efectivamente nos impulsan a actuar de determinada manera, no la razón. De hecho, para él, la razón es esclava de las pasiones y así debe ser, pues así es nuestra naturaleza. Y, en concreto, los sentimientos morales no serían más que experiencias o interpretaciones subjetivas derivadas de la observación en el mundo de tal o cual evento o hecho. Es decir, al ver determinada situación surge en nosotros un sentimiento, completamente natural y desinteresado, de agrado o desagrado que es la causa de que juzguemos ese hecho como bueno o malo. En este punto, la razón solo cumpliría un papel instrumental, ayudándonos a calcular medios y organizar nuestras acciones según los fines que nos dictan los sentimientos. Este emotivismo moral ha sido criticado por conducir al relativismo, ya que hace depender la moralidad de los sentimientos subjetivos humanos. No obstante, Hume señala varios aspectos que limitan ese riesgo. En primer lugar, apunta que hay ciertos sentimientos humanos que parece compartir toda la humanidad. Además señala que tenemos simpatía, es decir, la capacidad de compartir los sentimientos de los demás. Por último, según Hume, las pasiones y los sentimientos se pueden educar, de modo que se ajusten a las consideraciones morales de una comunidad. De esta manera, Hume intenta garantizar cierta universalidad moral, aunque no puede eliminar del todo cierto relativismo que es, precisamente, el que Platón trata de destruir en su enfrentamiento con los sofistas, otorgando un papel absoluto a la razón, aún a costa de rechazar o despreciar los sentimientos humanos.
Con Friedrich Nietzsche, quien se opone frontalmente a la tradición platónica. Para Platón, la moralidad consiste en que la razón gobierne las pasiones, subordinando los deseos sensibles al conocimiento de la Idea de Bien, considerada universal y trascendente. Así, la libertad se alcanza cuando el alma racional controla los impulsos de las almas irascible y concupiscible. Nietzsche, en cambio, sostiene que los valores morales tradicionales, incluidos los platónicos y cristianos, son antivitales, pues promueven la humildad, la compasión y la resignación, negando la fuerza y creatividad humanas. Según Nietzsche, tales valores fueron creados por hombres en los que predominan fuerzas reactivas, que los convierten en personas débiles y resentidas que no son capaces de afrontar la crueldad y el sinsentido de la vida.
analiza históricamente el origen de los valores mediante una reflexión genealógica, mostrando cómo las normas tradicionales niegan la vida y valoran lo inexistente
Por eso, su ética debe basarse en fuerzas activas, que generan valores vitales y afirman la vida. La libertad, para Nietzsche, consiste en reconocer y canalizar nuestras pasiones y deseos, creando valores propios y actuando según la propia voluntad, en lugar de someterse a normas universales. Además, , preparando el terreno para el nihilismo. La muerte de Dios señala la desaparición de los valores trascendentes que daban sentido a la existencia; sin Dios, las Ideas y fines absolutos pierden validez. Frente a esto, Nietzsche propone un nihilismo activo, que acepta la ausencia de sentido y valores dominantes y, al mismo tiempo, invita a afirmar la vida, creando y sosteniendo valores propios. El concepto del eterno retorno ofrece un principio ético: vivir y querer de tal manera que nuestro deseo pueda repetirse eternamente, afirmando la potencia de la voluntad y la creatividad humana. Así, mientras Platón busca ordenar la vida subordinando las pasiones a la razón, Nietzsche afirma la vida integrando activamente las pasiones en la creación de valores y en la libertad individual.