SÓCRATES (470 a. C. – 399 a. C.) Y LOS SOFISTAS
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el ágora como centro comercial y político
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la vida política en democracia enfatiza la figura del hombre
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Quiénes eran:
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pensadores, diplomáticos
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la mayoría vienen de fuera de Atenas
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Qué hacían:
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son los primeros profesores profesionales
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enseñan destrezas políticas y humanísticas (oratoria, retórica) para formar gobernantes
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Qué pensaban:
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las diversas e incompatibles teorías de la naturaleza les lleva a actitudes relativistas y escépticas
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relativismo: no hay una verdad absoluta. Protágoras: “el hombre es la medida de todas las cosas.»
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escepticismo: la verdad no existe y, si existiera, sería imposible conocerla. Gorgias: “nada existe; si lo hubiera, no podría ser conocido; si fuera conocido, no podría ser comunicado por medio del lenguaje.”
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- las diversas leyes y costumbres de otros pueblos les lleva a pensar que las leyes son convencionales (convencionalismo)
- nomos: conjunto de leyes y normas convencionales, producto de un acuerdo humano
- physis: conjunto de leyes y normas no convencionales, que tienen su origen en la propia naturaleza humana
- desde el escepticismo y el convencionalismo entienden que el lenguaje está desvinculado de la realidad y que sólo sirve como instrumento de manipulación
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Quién era:
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ateniense, (470 a. C. – 399 a. C.), hijo de cantero y partera
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Qué hacía:
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enseñaba gratuitamente
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método socrático:
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definir con rigor los conceptos morales (esencias)
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ironía: método dialogal que consiste en hacer reconocer al otro su ignorancia
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mayéutica: alumbrar, parir, hacer sacar afuera el conocimiento que cada uno ya posee
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Qué pensaba:
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antirrelativismo: es necesario definir con rigor los conceptos morales hasta conseguir significados objetivos válidos para todos
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si no no sería posible la discusión ni el entendimiento entre los hombres
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- intelectualismo moral:
- sólo sabiendo lo que es lo bueno o lo justo se puede actuar bien o de forma justa
- conocimiento = virtud moral
- nadie obra mal sabiendo que obra mal, sino por ignorancia [cárceles]
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En efecto, conocíais sin duda a Querefonte. Éste era amigo mío desde la juventud y adepto al partido democrático, fue al destierro y regresó con vosotros. Y ya sabéis cómo era Querefonte, qué vehemente para lo que emprendía. Pues bien, una vez fue a Delfos y tuvo la audacia de preguntar al oráculo esto -pero como he dicho, no protestéis, atenienses-, preguntó si había alguien más sabio que yo. La Pitia le respondió que nadie era más sabio. Acerca de esto os dará testimonio aquí este hermano suyo, puesto que él ha muerto. Pensad por qué digo estas cosas; voy a mostraros de dónde ha salido esta falsa opinión sobre mí. Así pues, tras oír yo estas palabras reflexionaba así: «¿Qué dice realmente el dios y qué indica en enigma? Yo tengo conciencia de que no soy sabio, ni poco ni mucho. ¿Qué es lo que realmente dice al afirmar que yo soy muy sabio? Sin duda, no miente; no le es lícito.» Y durante mucho tiempo estuve yo confuso sobre lo que en verdad quería decir. Más tarde, a regañadientes me incliné a una investigación del oráculo del modo siguiente. Me dirigí a uno de los que parecían ser sabios, en la idea de que, si en alguna parte era posible, allí refutaría el vaticinio y demostraría al oráculo: «Éste es más sabio que yo y tú decías que lo era yo.» Ahora bien, al examinar a éste -pues no necesito citarlo con su nombre, era un político aquel con el que estuve indagando y dialogando- experimenté lo siguiente, atenienses: me pareció que otras muchas personas creían que ese hombre era sabio y, especialmente, lo creía él mismo, pero que no lo era. A continuación intentaba yo demostrarle que él creía ser sabio, pero que no lo era. A consecuencia de ello, me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Al retirarme de allí razonaba a solas que yo era más sabio que aquel hombre. Es probable que ni uno ni otro sepamos nada que tenga valor, pero este hombre cree saber algo y no lo sabe, en cambio yo, así como, en efecto, no sé, tampoco creo saber. Parece, pues, que al menos soy más sabio que él en esta misma pequeñez, en que lo que no sé tampoco creo saberlo. A continuación me encaminé hacia otro de los que parecían ser más sabios que aquél y saqué la misma impresión, y también allí me gané la enemistad de él y de muchos de los presentes. Después de esto, iba ya uno tras otro, sintiéndome disgustado y temiendo que me ganaba enemistades, pero, sin embargo, me parecía necesario dar la mayor importancia al dios. Debía yo, en efecto, encaminarme, indagando qué quería decir el oráculo, hacia todos los que parecieran saber algo. Y, por el perro, atenienses -pues es preciso decir la verdad ante vosotros-, que tuve la siguiente impresión. Me pareció que los de mayor reputación estaban casi carentes de lo más importante para el que investiga según el dios; en cambio, otros que parecían inferiores estaban mejor dotados para el buen juicio.
Platón, Apología de Sócrates.