ARISTÓTELES (384 a. C. – 322 a. C.)

Biografía

Aristóteles nació en Estagira, una ciudad de la península de Calcídica que en aquel tiempo era una colonia griega. Su nacimiento tuvo lugar en el año 384 o 383 a. C. Era hijo de Nicómaco, médico del rey macedonio Amintas III. Quedó huérfano siendo joven, y a los diecisiete años su tutor lo envió a estudiar a Atenas. Ingresó entonces en la Academia de Platón, donde permaneció durante veinte años. Esta larga etapa junto a su maestro marcó profundamente su vida y su pensamiento. Desde entonces, muchos de los problemas que abordará estarán relacionados con las cuestiones planteadas por Platón.

Cuando Aristóteles entró en la Academia, los debates se centraban sobre todo en la teoría de las Ideas. También crecía el interés por los métodos científicos. Aunque Aristóteles no compartió la pasión de Platón por las matemáticas, sí heredó su preocupación por los problemas metafísicos. De esta etapa probablemente son sus primeras obras, conocidas como «exotéricas» o públicas. De ellas solo conservamos fragmentos. La mayoría tenían forma de diálogo y seguían el estilo platónico. Una de ellas es el Eudemo, dedicada a la memoria de un joven discípulo de Platón que murió durante invasión de Sicilia por Dión. En este texto, Aristóteles defiende la inmortalidad del alma, entendida como una sustancia inmaterial e independiente del cuerpo. Otra obra de este periodo es el Protréptico, escrita en forma de carta y dirigida a Temisón, gobernante de Chipre. Es un texto que invita a la práctica de la filosofía, y refleja el ideal educativo y político de la Academia. En este sentido, puede considerarse una guía para gobernantes que deben inspirarse en la contemplación de las Ideas. También es posible que en esta época, aunque algunos autores lo sitúan más tarde, Aristóteles escribiera el diálogo Sobre la filosofía. En él critica de forma directa la teoría de las Ideas. Sin embargo, seguía considerándose discípulo de Platón y continuó vinculado a la Academia. En esta obra, Aristóteles propone una forma de religión astral, similar a la que aparece en las Leyes de Platón. Según él, la contemplación de las Ideas es reemplazada por la contemplación de los astros, a los que considera como dioses. Esta idea se refleja en un pasaje muy simbólico del diálogo Sobre la filosofía, donde reelabora el mito de la caverna. Aristóteles imagina a unos hombres que siempre han vivido bajo tierra, en habitaciones decoradas con estatuas y pinturas, rodeados de todo lo que normalmente se asocia con la felicidad. Nunca han visto el mundo exterior, pero han oído hablar de una presencia divina. Un día, la tierra se abre y pueden salir a la superficie. Allí descubren la tierra, el mar, el cielo, las nubes, el viento, el sol y las estrellas. Al contemplar estos fenómenos celestes, su reacción inmediata sería pensar que existen dioses, y que todos estos cuerpos celestes son obra suya.

En el año 347 muere Platón, y Aristóteles decide abandonar la Academia. No se sabe con certeza por qué tomó esta decisión, pero es posible que se debiera a sus discrepancias con Espeusipo, sobrino de Platón y nuevo director de la Academia. Espeusipo había acentuado el carácter pitagórico de la escuela e identificaba las Ideas con los números matemáticos, lo que probablemente alejó a Aristóteles. Después de dejar la Academia, Aristóteles y Jenócrates se trasladaron a Assos, una ciudad de Jonia, donde fundaron una nueva escuela filosófica. Ellos mismos la consideraban la auténtica heredera del pensamiento de Platón. Tres años más tarde, por invitación de Teofrasto, se mudaron a Mitilene, en la isla de Lesbos. Teofrasto se convertiría más adelante en el principal discípulo y sucesor de Aristóteles. En estos cinco años, repartidos entre Assos y Mitilene, Aristóteles vivió una etapa de plena madurez intelectual, entre los 37 y los 42 años. En ese tiempo empezó a redactar sus cursos, conocidos como obras «esotéricas» o solo para iniciados.

En el año 343 o 342, el rey Filipo de Macedonia le pidió a Aristóteles que se encargara de la educación de su hijo Alejandro, que tenía entonces trece años. En el año 340, Alejandro fue nombrado regente de Macedonia por la ausencia de su padre. A partir de ese momento, Aristóteles quedó libre de su función como tutor. Tras ello, logró que se reconstruyera su ciudad natal, Estagira, que había sido destruida por los macedonios años antes. Participó en su reorganización y redactó una nueva constitución para la ciudad. Permaneció allí hasta que regresó a Atenas. Este fue un periodo muy productivo para Aristóteles, aunque ya no escribió más obras destinadas al gran público. Toda su actividad intelectual se desarrolló dentro del marco de su escuela, lo que dio lugar a la redacción de sus primeros cursos. En estos años escribió una gran parte de sus tratados de Lógica, su obra Física, la Ética a Eudemo —también llamada Ética eudemia, ya que fue publicada por Eudemo de Rodas, y durante un tiempo incluso se pensó que era su autor—, parte de su Política y al menos una parte de su Metafísica. No hay consenso entre los estudiosos sobre qué obras exactamente pertenecen a esta época. Sin embargo, está claro que el pensamiento de Aristóteles evolucionó de forma constante. Aun así, en este momento seguía considerándose a sí mismo un discípulo de Platón. Por eso, en los cursos más antiguos de la Metafísica, cuando critica la teoría de las Ideas, aún se refiere a los platónicos diciendo «nosotros». En cambio, en el libro XIII de la misma obra, Aristóteles ya habla de «los platónicos» en tercera persona.

En el año 336, Filipo de Macedonia fue asesinado y su hijo Alejandro ocupó el trono. Un año después, en 335, Alejandro logró dominar completamente Grecia. Aprovechando la estabilidad que esto trajo, Aristóteles regresó a Atenas. En ese momento, la Academia estaba dirigida por Jenócrates, antiguo compañero de Aristóteles. Sin embargo, bajo su liderazgo, la escuela había acentuado su carácter pitagórico y entraba en una etapa de decadencia. Por esa razón, Aristóteles se separó de manera definitiva de la Academia y fundó su propia escuela: el Liceo. Esta escuela recibió su nombre por estar cerca de un gimnasio dedicado al dios Apolo Licio. También se la conoció como el «Perípatos», que significa «paseo», y sus discípulos fueron llamados «peripatéticos», probablemente porque las clases se impartían paseando.

En el año 323 murió Alejandro Magno. Su muerte provocó un fuerte movimiento antimacedónico en Atenas. Debido a su relación con Macedonia, Aristóteles se sintió amenazado y decidió exiliarse en Calcis, una ciudad de la isla de Eubea, patria de su madre. Allí murió poco tiempo después, lejos de sus discípulos. Tras su muerte, fue Teofrasto quien asumió la dirección del Liceo. Las acusaciones de macedonismo contra Aristóteles no eran infundadas. Había sido tutor de Alejandro y mantenía una estrecha amistad con Antípatro, uno de los principales regentes del imperio macedonio. Sin embargo, la relación entre Aristóteles y Alejandro no fue siempre buena. Aristóteles no compartía la visión universalista de Alejandro. Prefería que los persas fueran considerados esclavos y no integrados como iguales a los griegos.

Los estudios que Aristóteles desarrolló durante esta última etapa de su vida han generado mucha discusión. Es probable que en este periodo escribiera la Ética a Nicómaco —también llamada Ética nicomáquea, porque fue editada por su hijo Nicómaco—, así como Sobre el alma, los libros restantes de la Política, además de la Poética y la Retórica. Según algunos especialistas, en esta etapa Aristóteles abandonó definitivamente la metafísica para concentrarse solo en la investigación científica. Sin embargo, otros autores opinan que los libros más recientes de la Metafísica pertenecen a esta etapa final en Atenas. Según esta segunda interpretación, Aristóteles habría sido capaz de compaginar la reflexión metafísica con el trabajo empírico. En cualquier caso, frente a la tendencia de la Academia, cada vez más centrada en abstracciones sobre Ideas convertidas en números, el Liceo se parecía mucho más a una universidad moderna dedicada a la investigación científica. Bajo la dirección de Aristóteles, sus discípulos trabajaban intensamente para recopilar datos y observaciones de todo tipo. Por ejemplo, en el ámbito histórico reunieron información sobre 158 constituciones de ciudades griegas, una lista de los vencedores en los Juegos Píticos, estudios sobre las costumbres de los pueblos bárbaros, investigaciones filológicas y sobre la historia de la literatura griega. Teofrasto escribió una historia de la filosofía; Eudemo, una historia de las matemáticas; y Menón, una historia de la medicina. Sin embargo, quizás lo más notable fueron los estudios sobre historia natural o biología. Aunque en ellos aparecen errores, también contienen observaciones y descripciones que resultan sorprendentes incluso hoy.

Hoy valoramos mucho el trabajo científico de Aristóteles. Sin embargo, para los griegos del siglo IV a. C., acostumbrados sobre todo al debate verbal y a la especulación abstracta, el estudio empírico de los animales parecía una actividad sin interés, incluso despreciable. Por eso Aristóteles, en la introducción de Sobre las partes de los animales, defiende con fuerza el valor del conocimiento basado en la observación. En ese texto, distingue dos tipos de seres: unos son eternos, no nacen ni mueren, y son divinos; otros, en cambio, nacen, se transforman y desaparecen. Los primeros son sin duda más elevados, pero resulta mucho más difícil conocerlos. En cambio, los segundos —como las plantas y los animales— están a nuestro alcance porque vivimos rodeados de ellos y podemos observarlos fácilmente. Basta con que estemos dispuestos a dedicar el esfuerzo necesario. Aristóteles rechaza que debamos sentir desprecio o rechazo al estudiar a los animales más pequeños o menos vistosos. Todo lo que hay en la naturaleza es digno de admiración. Así lo explica con una anécdota sobre Heráclito: cuando unos visitantes lo encontraron calentándose en la cocina y dudaron en entrar, él les dijo que no tuvieran reparo, porque incluso en la cocina estaban presentes las divinidades. Del mismo modo, Aristóteles invita a estudiar sin prejuicios toda clase de seres vivos, porque cada uno, por humilde que sea, revela algo natural y bello. La naturaleza no actúa por azar, sino que todo en ella está orientado a un fin. Por eso, sus procesos de generación y sus estructuras reflejan un orden y una belleza profunda.

En resumen, el proyecto filosófico de Aristóteles tiene un carácter claramente científico. A diferencia de Platón, cuyas inquietudes eran sobre todo morales y políticas, Aristóteles mostró desde el principio una orientación más empírica. Era extranjero en Atenas —un meteco—, lo que le impedía participar en la política activa. Además, entró en la Academia en un momento en que la teoría de las Ideas estaba siendo duramente cuestionada. Esto lo llevó a interesarse por otros caminos. En primer lugar, quiso superar las limitaciones de la teoría platónica de las Ideas. Para ello, elaboró una filosofía que muchas veces se ha presentado como una ruptura con Platón, pero que probablemente él mismo veía como una mejora definitiva del platonismo. Su propuesta corregía los excesos de los sucesores inmediatos de Platón, como Espeusipo y Jenócrates, que habían transformado las Ideas en entidades matemáticas. En segundo lugar, Aristóteles quiso desarrollar una auténtica ciencia empírica, basada en la observación. Con ello retomaba la tradición científica de los filósofos jonios, especialmente reforzada en la Academia con figuras como Eudoxo de Cnido, un astrónomo y geógrafo muy relevante. No hay motivos para pensar que Aristóteles abandonó una etapa teórica para pasar después a una exclusivamente empírica. Lo más probable es que siempre viera compatibles ambas tareas: la especulación metafísica y la investigación científica basada en los hechos.

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.

 

Obras

Mientras que de Platón conservamos sus obras destinadas al gran público, sus «diálogos», no han llegado hasta nosotros los contenidos de su enseñanza reservada en el interior de la Academia. Con Aristóteles ocurre justo lo contrario: se han perdido casi todas sus obras dirigidas al público general, las llamadas obras «exotéricas» (muchas de ellas también en forma de diálogo), de las cuales solo quedan algunos fragmentos. En cambio, conservamos una parte considerable de sus obras «esotéricas», es decir, sus lecciones impartidas dentro del Liceo, dirigidas a sus discípulos.

Aristóteles murió en el año 322 a. C., pero sus cursos no se publicaron hasta mucho más tarde, en torno al 60 a. C. Por ello, es bastante probable que durante siglos permanecieran prácticamente desconocidos. Esta circunstancia da lugar a una gran paradoja: el Aristóteles que conocemos hoy no es el mismo que conocieron sus contemporáneos. La transmisión de sus escritos está rodeada de episodios en parte legendarios. Lo que sí parece seguro es que fue Andrónico de Rodas quien realizó la recopilación definitiva en torno al año 60 a. C. Andrónico se encontró con un conjunto desordenado de materiales: tratados breves pensados para los alumnos del Liceo y apuntes de clase. Ante esa situación, los agrupó y organizó en una edición que ha llegado hasta nosotros con la siguiente estructura:

  • Obras de lógica, conocidas como Organon (que significa «instrumento»), e incluyen: Categorías, Sobre la interpretación, Analíticos, Tópicos y Refutaciones sofísticas.

  • Tratados físicos, es decir, sobre la naturaleza: Física (ocho libros), Sobre el cielo, Sobre la generación y la corrupción, Meteorológicos, Sobre el alma, Historia de los animales, Sobre las partes de los animales, entre otros.

  • Metafísica, compuesta por catorce tratados que abordan lo que Aristóteles llamó la «filosofía primera». Andrónico los situó justo después de los tratados físicos, lo que dio origen a su nombre: meta ta physiká, «lo que viene después de la física».

  • Tratados de ética y política, que incluyen la Ética a Eudemo, la Ética a Nicómaco, la Gran moral y la Política.

  • Obras sobre retórica y poética, esta última incompleta.

Esta organización refleja bastante bien la clasificación del saber elaborada por el propio Aristóteles. Según él, existen tres grandes tipos de ciencias:

  • Teóricas: como las matemáticas, la física y la teología.

  • Prácticas: como la ética, la política o la economía.

  • Poéticas: como la retórica, la poética o la medicina.

La recopilación de Andrónico tuvo consecuencias importantes: consolidó la imagen de Aristóteles como un pensador sistemático, dueño de una filosofía acabada y completamente coherente. Sus obras se leen como si formaran un todo unificado y definitivo, escrito de forma casi simultánea. Mientras que Platón aparece como un pensador en constante evolución, que duda, se contradice y deja muchas ideas solo esbozadas, Aristóteles parece haber producido un sistema perfectamente cerrado, atemporal e inmutable. Por eso, durante siglos se lo consideró «el Filósofo» por excelencia.

Esta visión fue dominante en la Antigüedad, la Edad Media y la Modernidad. Solo a principios del siglo XX se rompió con ese paradigma y se demostró que los fragmentos de las obras exotéricas revelan que Aristóteles pasó por una primera etapa profundamente influida por Platón, y que solo progresivamente fue elaborando su pensamiento propio. Además, se descubrió que la recopilación de Andrónico agrupa bajo un mismo título tratados escritos en épocas distintas, con contenidos que a veces no coinciden entre sí.

Gracias a estos descubrimientos, la imagen de Aristóteles ha cambiado profundamente. Hoy se reconoce que, al igual que Platón, también él fue un pensador en continua búsqueda, cuya obra refleja una evolución constante y un pensamiento siempre abierto, que nunca llega a formular la última palabra definitiva.

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.

Su filosofía

La crítica aristotélica a la teoría de las Ideas

Aristóteles dedica una parte muy extensa de su obra a criticar la teoría de las Ideas de Platón. Lo hace en varios libros de la Metafísica (especialmente los libros I, VII, XIII y XIV) y también en un tratado específico titulado Sobre las Ideas, que se ha perdido. Esta crítica probablemente tenía un objetivo clave: justificar su ruptura con la Academia y marcar el punto de partida de su propio pensamiento. De hecho, parece que toda su filosofía comienza precisamente con este rechazo.

En un pasaje muy conocido de la Ética a Nicómaco, Aristóteles expresa con claridad esta decisión:

«Fueron nuestros amigos quienes formularon la teoría de las Ideas. Pero, si queremos ser fieles a la verdad, debemos anteponerla incluso a nuestros afectos. Esto es aún más importante si nosotros también somos filósofos. Se puede amar a los amigos y amar la verdad; pero lo más honesto es dar prioridad a la verdad» (Ética a Nicómaco, I, 6, 1096a11).

Según Aristóteles, la teoría de las Ideas nace con Sócrates y su intento de definir qué es cada cosa, especialmente las virtudes. Al buscar la definición de una esencia, Sócrates trataba de encontrar aquello que hace que algo sea lo que es. Así obtenía un concepto general o universal. Sin embargo, Sócrates no pensaba que esos universales existieran por separado de las cosas ni que las definiciones fueran realidades independientes. Fueron los filósofos posteriores —es decir, Platón— los que separaron esas esencias de las cosas concretas y les dieron un nombre: las Ideas. Desde entonces, todo lo que se afirma universalmente pasó a considerarse una Idea (Metafísica, XIII, 4, 1078b30).

Este punto es el núcleo del desacuerdo: para Aristóteles, las esencias no pueden existir separadas de las cosas. Si las Ideas existen por sí mismas, como realidades independientes, entonces son sustancias, es decir, seres que existen en sí mismos. Y esto es precisamente lo que Aristóteles no acepta. Por eso, todas sus críticas se centran en esa separación.

Veamos algunas de esas críticas:

  • Platón, al intentar explicar el mundo, en realidad lo duplica. Crea un segundo mundo, el de las Ideas. Pero eso no resuelve el problema, sino que lo duplica también: ahora hay que explicar dos mundos en vez de uno.

  • Además, el mundo de las Ideas no sirve para explicar el mundo sensible. Si las esencias de las cosas están fuera de las cosas mismas, entonces no son realmente sus esencias. Si lo fueran, deberían encontrarse dentro de las cosas. Es cierto que Platón hablaba de una participación entre las cosas y las Ideas, pero para Aristóteles eso no explica nada. Decir que las Ideas son modelos y que las cosas participan de ellas no es más que una metáfora poética sin contenido real.

  • Las Ideas tampoco sirven para explicar el origen ni el cambio de las cosas. Platón decía que las Ideas eran la causa de las cosas, pero es evidente que no pueden ser causas activas o productivas, es decir, no pueden mover ni transformar nada. Por eso, en el Timeo, Platón se vio obligado a introducir la figura mítica del Demiurgo, un creador que da forma a las cosas.

  • Aristóteles también critica con fuerza la matematización de la teoría platónica. En el platonismo más tardío se introdujeron los números ideales entre las cosas y las Ideas, o incluso se identificaron las Ideas con los números. Aristóteles se queja de que las matemáticas se han convertido en toda la filosofía, aunque se diga que se estudian en función de ella. Pero, en realidad, las matemáticas no solucionan las debilidades de la teoría; al contrario, las empeoran. Además, esto hace que el platonismo termine pareciéndose demasiado al pitagorismo.

En resumen, Aristóteles afirma que no es posible que la esencia de las cosas exista separada de ellas. Por tanto, no rechaza por completo la teoría de las Ideas, sino solamente esa separación. Así, Aristóteles permanece fiel a lo más importante de la herencia de Sócrates y de Platón: la ciencia debe buscar lo general y universal, pero esas esencias universales están en las cosas mismas, no fuera de ellas. Esta es la idea clave sobre la que construirá toda su lógica y su metafísica.

 

La lógica, la demostración y la definición

Aristóteles fue el creador de la lógica tal como la entendemos en la tradición occidental. Si bien la dialéctica platónica puede considerarse un importante antecedente, fue Aristóteles quien sistematizó este saber. Curiosamente, él no dio un nombre específico a sus escritos sobre lógica. El término «lógica» apareció más tarde, en la obra de los estoicos, y la palabra órganon (que significa «instrumento») se empezó a usar también posteriormente, ya que Aristóteles concebía la lógica no como una ciencia propiamente dicha, sino como una preparación o herramienta previa para alcanzar el conocimiento científico. De hecho, no fue hasta el siglo VI d. C. cuando Órganon comenzó a emplearse para referirse al conjunto de sus escritos lógicos.

El primero de estos escritos es Categorías, donde Aristóteles analiza los términos que componen una proposición. Las categorías son, en realidad, las clases más generales de predicados que pueden atribuirse a un sujeto. La lista de categorías que ofrece es la siguiente: sustancia (por ejemplo, «hombre»), cantidad («de dos codos de largo»), cualidad («blanco»), relación («doble»), lugar («en el Liceo»), tiempo («ayer»), posición («sentado»), estado («calzado»), acción («quema») y pasión («es quemado»). La categoría más importante de todas es la sustancia, ya que es el sujeto último al que se refieren las demás.

El tratado Sobre la interpretación se centra en el estudio del enunciado atributivo («lógos apophantikós»), es decir, aquel tipo de proposición que puede ser verdadera o falsa, a diferencia, por ejemplo, de los ruegos o las órdenes. Aristóteles distingue aquí entre enunciados afirmativos y negativos, así como entre universales y particulares.

Por su parte, los Analíticos primeros y los Analíticos segundos son tratados fundamentales y, probablemente, los últimos que escribió sobre lógica. En ellos desarrolla su teoría de la demostración. Primero analiza su estructura formal, que es el silogismo, y luego expone las condiciones necesarias para que una demostración pueda considerarse verdaderamente científica.

Los Tópicos tratan sobre los argumentos probables que se emplean en una discusión. Esta forma de argumentación, basada en lo verosímil y no en lo necesario, es lo que Aristóteles llama dialéctica. Finalmente, el tratado Refutaciones sofísticas se dedica a analizar las falacias o argumentos falsos que parecen válidos a simple vista, es decir, lo que tradicionalmente se ha llamado sofismas.

En conjunto, para Aristóteles, la lógica es el instrumento de la ciencia. Y su concepción de la ciencia demuestra hasta qué punto permanece fiel a la herencia de Sócrates y Platón: esta solo es posible si se ocupa de lo universal y necesario. Por tanto, si queremos alcanzar un conocimiento científico sobre la realidad, que siempre aparece en forma de cosas particulares, es imprescindible relacionar esos casos particulares con principios universales, ya que estos últimos son causa de los primeros. En este sentido, la lógica aristotélica permite resolver una de las grandes cuestiones que preocuparon tanto a los presocráticos como a Platón: la relación entre lo uno y lo múltiple, o entre lo universal y lo particular.

El silogismo es precisamente la estructura lógica que permite establecer esta conexión. Aristóteles lo define del siguiente modo:

«Un silogismo es un discurso en el que, una vez concedidas ciertas premisas, se concluyen necesariamente otras distintas» (Analíticos primeros, I, 1, 24b18).

Todo silogismo está formado por tres términos: el término mayor (también llamado primer término), el término menor (o último término) y el término medio. Con estos tres elementos, Aristóteles construyó tres figuras silogísticas, a las que más adelante Galeno añadiría una cuarta. Sin embargo, Aristóteles insistió en que solo la primera figura tiene valor demostrativo por sí misma; las otras dos dependen de ella. Esta primera figura es el llamado silogismo perfecto. Aristóteles lo describe así:

«Cuando tres términos están relacionados de modo que el último está incluido en el término medio, y el término medio está incluido (o excluido) totalmente del primero, entonces debe admitirse necesariamente un silogismo perfecto entre los extremos. El término medio es aquel que está contenido en otro y contiene a otro en sí, y está en posición intermedia; y los extremos son el que está contenido y el que contiene. Así, si A se predica de todo B, y B se predica de todo C, A debe necesariamente predicarse de todo C» (Analíticos primeros, I, 4, 25b32).

Esto se puede representar en forma esquemática de la siguiente manera:

Es decir:

  • Todo B es A

  • Todo C es B

  • Luego, todo C es A

En notación posterior, los términos se representarían así: A como término mayor (P), B como término medio (M) y C como término menor (S). Por ejemplo:

  • Todo hombre (B) es mortal (A)

  • Sócrates (C) es hombre (B)

  • Luego, Sócrates (C) es mortal (A)

Como puede observarse, el valor demostrativo del silogismo reside en la inclusión progresiva de términos: C está incluido en B, y B está incluido en A, por lo que C queda incluido en A. Es decir, el término medio (B) es el nexo causal que permite deducir la conclusión. Por eso, el silogismo expresa cómo lo particular se subordina a lo universal.

Así pues, en la lógica de Aristóteles, el silogismo sustituye a la dialéctica platónica como método racional para alcanzar el conocimiento. Donde Platón proponía una ascensión dialéctica hacia las Ideas, Aristóteles propone un razonamiento ordenado que parte de principios universales y concluye con afirmaciones sobre casos particulares.

Además del silogismo, Aristóteles propone otro método de conectar e incluir lo particular en lo universal: la inducción. La diferencia estriba en que el silogismo es deductivo (va de lo universal a lo particular) y la inducción es, en cambio, el procedimiento inverso. Sin embargo, Aristóteles la presenta con una estructura semejante al silogismo. Por ejemplo:

El hombre, el caballo, la mula… (C) viven mucho tiempo (A)
El hombre, el caballo, la mula… (C) son animales tranquilos (B)
Luego los animales tranquilos deben vivir largo tiempo (A)

Este tipo de inducción presupone que B no tiene mayor extensión que C, es decir, que en B se ha hecho la enumeración de todos los animales tranquilos. Se trata, pues, de lo que más tarde se llamará inducción perfecta o completa. En principio, parecería que la conclusión no nos enseña nada nuevo que no esté ya en las premisas; pero no es así: permite la conexión racional (inclusión de lo particular –B– en lo universal –A–) de dos conceptos. El ejemplo muestra que para Aristóteles la enumeración de casos particulares no es de individuos, sino de especies. Y, dado que para Aristóteles el número de especies biológicas era necesariamente limitado, se comprende que creyera en la posibilidad de hacer inducciones completas, esto es, la enumeración de todas las especies posibles.

Pero en algunos pasajes habla también de una inducción incompleta, incluso a partir de un solo caso. Esta inducción incompleta tiene lugar cuando se trata de aprehender los primeros principios de la ciencia, los cuales pueden ser captados por intuición o bien por un proceso de generalización a partir de la percepción sensible, la memoria y la experiencia, sucesivamente.

Según Aristóteles, poseemos conocimiento científico de una cosa cuando sabemos tres cosas fundamentales: 1) que esa cosa existe; 2) qué es, es decir, cuál es su esencia; y 3) por qué es, cuál es su causa. Gracias a que conocemos su causa, podemos estar seguros de que esa cosa es necesariamente así y no de otra manera. En consecuencia, la ciencia no es solo un conocimiento de lo universal, ya que, según Aristóteles, no puede haber ciencia de lo particular, sino también un conocimiento necesario, verdadero y cierto. Ahora bien, ese tipo de conocimiento solo se alcanza mediante la demostración, que Aristóteles define como un «silogismo científico». Es decir, no todo silogismo es una demostración, sino únicamente aquel que parte de premisas que cumplen con estas condiciones: han de ser verdaderas, primeras, inmediatas, mejor conocidas que la conclusión, anteriores a ella y causas de la misma. Esto implica que toda ciencia debe apoyarse, en última instancia, en unos primeros principios que, por ser tales, han de ser evidentes por sí mismos e indemostrables, y que sirvan para explicar por qué la conclusión es necesariamente así.

Estos primeros principios, según Aristóteles, pueden ser de dos tipos:

  1. Axiomas, que pueden ser:

    • Comunes a todas las ciencias, como el principio de no contradicción o el principio del tercero excluido.

    • Propios de una ciencia particular, como el axioma matemático: «si a cantidades iguales se restan cantidades iguales, el resultado es igual», que solo vale en contextos cuantitativos.

  2. Tesis propias de cada ciencia, que pueden adoptar la forma de:

    • Hipótesis, asumidas como punto de partida provisional.

    • Definiciones, que expresan la esencia de lo que se estudia.

Así pues, mediante la demostración, la ciencia responde de manera cierta y necesaria a las dos preguntas fundamentales: qué es una cosa y por qué es así. La primera, qué es, se establece mediante la definición. Según Aristóteles, definir significa indicar la esencia permanente de una cosa a través de su género y su diferencia específica con el resto de cosas. Por ejemplo, la especie «hombre» se define como «animal racional», siendo «animal» el género y «racional» la diferencia específica. Para que una definición tenga valor científico debe poder ser demostrada mediante silogismos que expliquen la conexión necesaria entre los términos.

En definitiva, la lógica silogística aristotélica sustituye a la dialéctica platónica como procedimiento científico. Ya no se trata, como en Platón, de ascender hacia el mundo suprasensible de las Ideas, sino de comprender esta realidad, cuya estructura la lógica pretende reflejar. No obstante, Aristóteles mantiene la idea de que la ciencia trata de lo universal y necesario, y que el silogismo es el método que permite conectar lo particular con lo universal.

Del mismo modo, la demostración se apoya en principios universales, mientras que la definición, que también es uno de esos principios, permite establecer la esencia de las especies en que se organiza la realidad. En cambio, el individuo, por su carácter singular, es indefinible.

En resumen, la lógica aristotélica no es una lógica puramente formal (como será más tarde la lógica moderna), sino una lógica realista, que remite siempre a la estructura de la realidad que pretende representar.

 

La metafísica aristotélica

La Metafísica de Aristóteles no es un libro redactado de una sola vez, sino un conjunto de pequeños tratados escritos a lo largo de los dos últimos periodos de su pensamiento. En ellos, el filósofo se ocupa de una ciencia que llama «Sabiduría» o «filosofía primera». El término «metafísica» fue introducido más tarde por Andrónico de Rodas, editor de sus obras, para designar los textos que venían después de los libros de física.

Al hablar de una «filosofía primera», Aristóteles presupone que existen también «filosofías segundas», lo cual representa una importante novedad respecto a Platón. En efecto, para Platón solo hay una única filosofía, que coincide tanto con la búsqueda de la verdad como con la vida virtuosa que conduce a la felicidad. En cambio, para Aristóteles la sabiduría es, ante todo, una ciencia especulativa: se trata de conocer por conocer, sin un objetivo práctico inmediato. Esta sabiduría, aunque es la más elevada, no coincide con la ética, que pasará a ser una ciencia separada, es decir, una filosofía segunda.

Ahora bien, ¿cuál es el objeto de estudio de esta «filosofía primera»? Aristóteles responde que no hay ciencia sino de lo universal. Por lo tanto, la filosofía primera debe ocuparse de lo más universal de todo, esto es, del ser («tò òn») en cuanto ser y sus atributos esenciales. Esto significa que, mientras las demás ciencias estudian aspectos parciales del ser (por ejemplo, la física estudia el ser en movimiento, las matemáticas estudian el ser cuantificable), la filosofía primera estudia el ser en general, es decir, el ser en cuanto ser. Por ello, también se le puede llamar ontología o ciencia del ser.

Sin embargo, en otros pasajes de la Metafísica, Aristóteles afirma que la ciencia por excelencia debe tener por objeto el ser por excelencia, es decir, Dios. Desde esta perspectiva, la filosofía primera se convierte en una teología. Esta identificación probablemente corresponde a los fragmentos más antiguos de la obra, escritos cuando Aristóteles estaba todavía muy influido por el pensamiento platónico.

Aristóteles señala que el término «ser» tiene múltiples significados, aunque todos ellos están relacionados entre sí. No se trata de una homonimia pura (como ocurre, por ejemplo, con la palabra «banco», que puede significar un asiento o una entidad financiera), sino de una unidad analógica, en la que todos los significados se ordenan en torno a un sentido principal. Para explicarlo, Aristóteles utiliza una comparación:

«Del mismo modo que todo lo que se dice ‘sano’ se refiere a la salud —porque la conserva, la produce, es señal de ella o puede recibirla—, y todo lo que se dice ‘medicinal’ se refiere al arte de la medicina —porque lo posee, lo aplica o lo genera—, así también ocurre con el ‘ser’: hay muchas acepciones, pero todas se refieren a un término único» (Metafísica IV, 2, 1003 a 32).

En efecto, algunas cosas son llamadas «seres» porque son substancias; otras, porque son modificaciones de la substancia; otras, porque son procesos hacia ella (como la generación o el crecimiento), o privaciones (como la corrupción); otras más, por ser cualidades de la substancia, causas eficientes que la generan o elementos relacionados con ella. Incluso el no-ser puede decirse que «es», en el sentido de que forma parte del discurso sobre el ser. Por tanto, aunque el ser tiene muchas formas, hay entre ellas una cierta unidad. Ahora bien, no se trata de la unidad absoluta del ser que defendía Parménides, para quien solo existe un único ser inmutable. Para Aristóteles, en cambio, hay muchas formas de ser, pero todas ellas se ordenan en torno a la substancia, que es el ser en sentido más propio. Además, la substancia no es única, sino que existen muchas substancias, es decir, muchos seres individuales. Todas las demás formas de ser, como la cantidad, la cualidad, la relación, el lugar, el tiempo, la posición, el estado, la acción y la pasión, son modos de ser, también llamados accidentes. Estos, junto con la substancia, forman las categorías, es decir, los géneros supremos del ser. Sin embargo, el ser no es a su vez un género, porque no es posible añadirle una diferencia específica para obtener sus especies. El ser lo abarca todo, y nada queda fuera de él. Por eso, aunque haya muchos modos de ser, todos remiten a una realidad central: la substancia.

Para Aristóteles, la substancia es el ser en sentido propio. Y, aunque desde siempre los filósofos se han preguntado qué es el ser, esta gran pregunta se reduce, en realidad, a otra más concreta: ¿qué es la substancia? Según él, algunos pensadores dijeron que solo hay una substancia, mientras que otros sostuvieron que hay varias. Además, unos creían que el número de substancias era limitado, mientras que otros pensaban que era infinito. En cualquier caso, Aristóteles considera que la substancia es el principal objeto de estudio. En efecto, conocer el ser equivale, en el fondo, a conocer la substancia.

Aristóteles critica a Platón por haber afirmado que la verdadera realidad son las Ideas. Según Platón, las Ideas existen separadas de las cosas. Sin embargo, para Aristóteles esto es un error. Lo verdaderamente real no son las Ideas, sino los individuos concretos como Sócrates o un caballo. De la mano de Aristóteles, pues, el mundo sensible recupera su valor: no debemos buscar la realidad fuera de él. Lo real es el individuo, no la Idea. Por tanto, a los individuos concretos es a lo que debemos llamar ser o substancia.

Ahora bien, Aristóteles amplía el significado del término «substancia» y no se limita solo al individuo concreto. Según él, en sentido más profundo, substancia es aquello que no se afirma de otro ni está en otro. Por ejemplo, el hombre individual o el caballo individual. A estos los llama substancias primeras. Sin embargo, también habla de lo que llama substancias segundas. Estas son las especies a las que pertenecen los individuos, como «hombre» o «caballo». E incluso amplía más el concepto, incluyendo también los géneros de esas especies, como «animal». Entre las substancias segundas, Aristóteles afirma que la especie es más substancia que el género, ya que está más cerca del individuo. No obstante, deja claro que únicamente las substancias primeras son substancias en sentido estricto, ya que son la base última de todo lo demás. Las otras solo existen gracias a ellas. En resumen, Aristóteles distingue entre substancia primera, que es el individuo concreto, y substancias segundas, que son las especies y los géneros, lo cual puede interpretarse como una vuelta al platonismo, ya que Platón también daba realidad a lo universal.

En este punto, Aristóteles también reconoce que los universales tienen alguna forma de realidad. ¿Por qué? Porque la ciencia no estudia individuos concretos, sino universales. Así pues, al igual que Platón, Aristóteles piensa que el objeto del saber son las especies y los géneros. Por eso también los considera substancias, aunque en un sentido secundario. Es importante subrayar que no existen por sí mismos, sino en los individuos. Es decir, están en ellos y no aparte de ellos. Por tanto, la substancia primera es lo verdaderamente real. Es el soporte de todo lo demás. Es el sujeto en el que se dan la especie, el género, la esencia y la forma. Por eso se dice que la substancia primera subyace a todas las cosas. Con todo, Aristóteles, que era un gran observador de la naturaleza, parece valorar en cierto modo las substancias segundas. Esto se debe a que los individuos mueren, pero la especie permanece. Aunque los individuos cambien, la especie vive en ellos.

 

La teoría hilemórfica de Aristóteles

Como se ha visto, para Aristóteles, la substancia primera es el individuo concreto. Por ejemplo, Sócrates. En él se encuentra realizada una esencia común a otros individuos, como la especie «hombre». Esta esencia es lo que Aristóteles llama substancia segunda. Decimos, por ejemplo: «Sócrates es hombre». Esto quiere decir que la especie se predica del individuo, no existe fuera de él y, por tanto, el mundo en el que vivimos es real. La pluralidad de individuos y el cambio son reales. Hay muchos seres de una misma especie, y todos ellos están sometidos a un devenir constante. Así, Aristóteles se opone tanto a Parménides como a Platón, ya que, según el primero, el cambio es pura apariencia y, para el segundo, la verdadera substancia es la Idea, única y eterna, fuera del devenir.

Aristóteles introduce el devenir dentro de la substancia misma. La substancia no es algo fijo y separado del cambio, sino que incluye en sí misma un desarrollo o proceso. La substancia es algo que se desarrolla, que se transforma, que se perfecciona. Es un ser limitado y frágil, sometido al nacimiento, el cambio y la muerte. Es posible que Aristóteles llegara a esta idea observando el proceso vital de los seres vivos o el modo en que trabajan los artistas y artesanos. Para explicar esto, Aristóteles dice que la substancia es un compuesto («sýnolon») de materia («hyle») y forma («morphé»), de ahí que llamemos a su teoría hilemórfica.

Aristóteles apunta que todo lo que llega a ser lo hace gracias a dos factores: una causa que lo pone en movimiento y una materia sobre la que actúa esa causa. Lo que se produce, entonces, no es la materia ni la forma por separado, sino un compuesto que las une. Por ejemplo, no se produce el bronce ni la forma de esfera, sino una esfera de bronce. La forma se realiza en la materia, y lo que resulta es un ser compuesto. Por tanto, la forma por sí sola no se produce. Lo que se produce es un ser concreto, como una estatua o una persona. Este ser contiene materia y forma. Además, recibe su nombre por la forma que tiene. Por eso decimos «esfera de bronce» o «hombre», y no simplemente «bronce» o «carne y huesos».

La forma es la esencia de la cosa. Es lo que define su especie y lo que Aristóteles llama substancia segunda. Aunque es eterna, no puede existir sola, sino que siempre está unida a la materia. Por ejemplo, cuando se fabrica una esfera o nace un hombre, no se produce la forma de esfera ni la naturaleza humana en sí, sino un individuo concreto que tiene esa forma. Así pues, todo lo que cambia o deviene tiene que estar compuesto de materia y forma.

La materia recibe la forma, y esta se actualiza en la materia como su realización. Aristóteles distingue distintos tipos de materia. La materia más próxima es, por ejemplo, el bronce o, en el caso del ser humano, determinada carne y huesos. Pero Aristóteles también habla de una materia más profunda, a la que llama «materia primera». Esta es totalmente indeterminada. No tiene forma, ni cualidades, ni tamaño. Tampoco puede existir por sí misma. Esta idea recuerda al «ápeiron» de Anaximandro o a la materia sin forma del Timeo de Platón. Aristóteles necesita suponer la existencia de esta materia primera. ¿Por qué? Porque la materia próxima, como el bronce, ya tiene una forma. El bronce ya es algo concreto, con propiedades. Por tanto, debe haber una materia más pura, más básica, totalmente informe: eso es la materia primera. Esta también es eterna, pero solo existe en el compuesto con la forma.

En conclusión, lo que se genera o cambia es siempre un individuo concreto, compuesto de materia y forma. Ambos elementos son eternos, pero nunca existen por separado, sino unidos en los seres reales. Sin embargo, Aristóteles da más importancia a la forma. Ella es la esencia del ser. Solo ella puede ser conocida y definida. En cambio, el individuo concreto no puede ser definido, y la materia primera no puede ser conocida. La forma es común a toda la especie. Por eso existe antes que cada individuo particular. Lo que hace único a cada individuo no es la forma, sino la materia. Además, Aristóteles rechaza la necesidad de que exista una Idea separada, como decía Platón, para explicar los seres naturales. No hace falta una forma externa o un modelo eterno. Basta con el engendrador, es decir, con el padre o el artesano. Él transmite la forma a la materia. Así, todo lo que nace o se fabrica es una forma realizada en una materia concreta. Por ejemplo, Platón o Sócrates son distintos por su materia, pero iguales en su forma. La forma es indivisible y común a todos los individuos de una misma especie.

 

El movimiento para Aristóteles

Una de las grandes preocupaciones de Aristóteles fue explicar racionalmente el movimiento o cambio. Frente a Parménides, que lo negaba, y frente a Platón, que lo explicaba desde dos mundos separados (el sensible y el inteligible), Aristóteles desarrolla una teoría propia y original. Esta teoría se basa en los conceptos de potencia y acto, que le permiten explicar cómo una sustancia puede pasar de no ser algo a serlo sin dejar de ser ella misma. Se trata, por tanto, de una teoría del cambio ontológica, es decir, que afecta al modo mismo de ser de las cosas, y no solo a su apariencia. Aristóteles aplica esta teoría tanto al movimiento natural como a los procesos de generación, crecimiento o transformación.

La teoría de la potencia y el acto es una ampliación de la teoría de la materia y la forma. Además, es una de las aportaciones más importantes de Aristóteles a la historia de la filosofía. Con ella, Aristóteles da una explicación última del cambio que afecta a la sustancia. En efecto, Parménides solo había trabajado con las ideas de «ser» y «no-ser». Esto le llevó a concluir que el Ser es único e inmóvil. Esta visión se conoce como monismo estático. Platón intentó superar ese planteamiento añadiendo una forma de no-ser que él llamó «alteridad». Sin embargo, Aristóteles da un paso más. Introduce una nueva forma real de no-ser: la potencia. Gracias a este concepto, consigue explicar cómo cambian las sustancias.

Aristóteles parte de un hecho evidente: la sustancia sensible está sometida al cambio. Ahora bien, todo cambio ocurre entre contrarios o entre estados intermedios. No ocurre entre cualquier tipo de opuestos, sino solo entre los contrarios. Por ejemplo, el sonido no es blanco, pero eso no significa que «sonido» y «blanco» sean contrarios. Para que un cambio ocurra, debe existir un sustrato, es decir, una base que pase de un contrario a otro. Por ejemplo, del blanco al negro, o a los tonos intermedios. Los contrarios no se transforman directamente entre sí, sino que algo cambia entre ellos. Aristóteles concluye que ese sustrato debe ser la materia. Esta debe tener la capacidad de ser ambos contrarios. En otras palabras, debe estar en potencia de ser una cosa u otra. Por ejemplo, algo que es blanco en potencia puede llegar a ser blanco en acto. Lo mismo ocurre en los procesos de aumento o disminución. Por lo tanto, todo cambio consiste en pasar del ser en potencia al ser en acto. De este modo, Aristóteles afirma que un ser puede surgir no solo desde el no-ser accidentalmente, sino también desde el ser. Pero no desde el ser en acto, sino desde el ser en potencia. Y este tipo de ser en potencia es un modo real de no-ser.

Así, todo ser tiene dos aspectos: lo que ya es (el acto), y lo que todavía no es, pero puede llegar a ser (la potencia). Sin embargo, Aristóteles apunta que no es posible definir estos conceptos con total exactitud. Por eso recurre a ejemplos y comparaciones. La relación entre acto y potencia es como la del germen y la planta, o como la del ver y el tener los ojos cerrados, aunque con la capacidad de ver.

La potencia, a la que Aristóteles llama «dynamis», puede ser de dos tipos. Por un lado, está la potencia activa, que es el poder de producir un efecto en otra cosa. Por otro lado, está la potencia pasiva, que es la capacidad de recibir una acción o de cambiar de estado. La potencia activa está en quien realiza la acción. La pasiva, en quien la recibe. Por ejemplo, el fuego tiene la capacidad de quemar (potencia activa), y lo graso tiene la capacidad de ser quemado (potencia pasiva).

Para hablar del acto, Aristóteles usa dos términos que casi siempre son sinónimos: «enérgeia» y «enteléchia». «Enérgeia» se traduce directamente como «acto». Viene de «érgon», que significa «acción», «trabajo» u «obra». Por eso, «enérgeia» indica la acción mediante la cual algo pasa de la simple posibilidad a su realización completa. En cambio, «enteléchia» se refiere al resultado final de esa acción, es decir, al estado perfecto o completo que se alcanza. Este término viene de «entelés», que significa «completo» o «acabado», y de las palabras «télos» (fin) y «échein» (tener). Así, «enteléchia» es lo que ha llegado a su perfección. El uso de ambos términos muestra que Aristóteles entiende el ser como algo dinámico y orientado a un fin. Por eso afirma que la obra es el fin, y el acto es esa obra. Esto explica que «enérgeia» y  «enteléchia» acaben significando lo mismo.

Aristóteles insiste en que la potencia es algo real dentro del ser, y que es distinta del acto. Critica a los filósofos de la escuela de Megara, que defendían que solo hay potencia cuando hay acto. Según ellos, si no hay acto, entonces no hay potencia. De ese modo, alguien solo puede tener la capacidad de construir cuando está construyendo. Pero esta postura lleva a contradicciones. Por ejemplo, habría que decir que quien ha dejado de construir ya no podrá volver a hacerlo nunca. Y entonces, ¿cómo empezó a construir si antes no tenía esa capacidad? Ante esto, Aristóteles responde que potencia y acto son dos cosas distintas. Una cosa puede tener la capacidad de ser, y sin embargo no ser todavía. Una persona que está sentada puede tener la capacidad de caminar y, sin embargo, no estar caminando.

Además, el acto tiene prioridad absoluta sobre la potencia. En primer lugar, desde un punto de vista lógico, solo podemos entender la potencia como potencia de algo que se puede realizar. En segundo lugar, aunque parezca que la semilla viene antes que el árbol, en realidad la semilla procede de un árbol que ya está en acto. Por último, el acto, entendido como «enteléchia», es el fin hacia el que tiende la potencia activa. Así, no vemos porque tenemos vista, sino que tenemos vista para poder ver. Esto muestra que la visión del mundo de Aristóteles es teleológica: todo está orientado a un fin.

La estructura potencia-acto es paralela a la estructura materia-forma. En efecto, la materia está en potencia de recibir la forma. La forma, por su parte, es lo que actualiza esa materia. Es decir, la perfecciona y le da su capacidad para actuar. Por eso Aristóteles dice que la materia está en potencia porque tiende hacia la forma. Y cuando la materia está en acto, es porque ya posee su forma. En consecuencia, la forma es acto.

Al identificar la forma con el acto y al decir que este tiene prioridad, Aristóteles afirma que la forma es lo más importante en el ser. Esto lo lleva a concluir que la explicación última del Universo está en la existencia de formas puras. Estas formas no tienen ninguna materia y están siempre en acto. No se trata de volver al mundo de las Ideas de Platón. Estas formas puras son sustancias individuales, y Aristóteles las llama dioses que mueven el Universo. De este modo, la Metafísica aristotélica se convierte también en una Teología, que acaba conectando con la Física.

 

La física aristotélica

La Física, entendida como el estudio de la naturaleza, fue el tema principal de los primeros filósofos griegos, especialmente los jonios, Empédocles, Anaxágoras y los atomistas. Sin embargo, Parménides negó el cambio y el movimiento, y con ello vació de sentido la investigación sobre la naturaleza. Más tarde, Platón también desconfió de la Física como ciencia rigurosa, ya que para él solo las Ideas pueden ser objeto de verdadero conocimiento. Por tanto, la Física quedó reducida a simples conjeturas y mitos. Con Aristóteles, en cambio, la Física recupera su estatus como ciencia verdadera, porque se ocupa de los seres que están compuestos de materia y forma, y que además tienen en sí mismos un principio propio de movimiento. Por eso, Aristóteles distingue la Física de otras ciencias: las Matemáticas estudian formas separadas de la materia y la Teología estudia formas puras, sin materia. De este modo, Aristóteles retoma y perfecciona la tradición de los filósofos físicos anteriores. Todos ellos trataron de entender la naturaleza o «physis», es decir, lo que hace que un ser sea un ser natural. Aristóteles cita a menudo sus ideas, pero considera que todas fueron insuficientes o poco claras. Su propia teoría, según él, las completa y supera. Este es el tema central de su libro Física y también de parte de la Metafísica.

El libro II de la Física comienza con un análisis del significado de la palabra «naturaleza». Aristóteles explica que todo ser natural posee en sí un principio interno de movimiento y reposo, ya sea en el lugar que ocupa, en su crecimiento, en su transformación o en cualquier otro cambio. La «physis» es ese principio interno y necesario, que está en la cosa por sí misma y no por accidente. Para Aristóteles, la naturaleza de un ser es su forma o «morphé», también llamada esencia («eîdos»). Esta forma no puede separarse de la materia más que en el pensamiento. Por eso, lo que realmente existe en la naturaleza no es solo la forma o solo la materia, sino el ser compuesto de ambas. A este ser compuesto se le llama ser natural como, por ejemplo, el ser humano.

En resumen, la naturaleza es la esencia del ser natural, entendida como aquello que le permite tener en sí mismo el principio de su movimiento. La materia solo recibe el nombre de naturaleza en la medida en que es capaz de recibir esa forma. Así, el movimiento, el cambio y el crecimiento son posibles porque proceden de esa forma interna que los dirige. Este principio puede estar presente en potencia o en acto, pero siempre pertenece al ser natural.

Por tanto, la forma o esencia es la causa última del movimiento en los seres naturales. Esta causa no es externa, sino que está dentro del propio ser, como algo que lo hace desarrollarse desde sí mismo. Por eso, la sustancia, en Aristóteles, no es algo fijo o estático, sino una realidad en proceso, que tiende a realizarse y a perfeccionarse desde su interior. Esto se aplica sobre todo a los seres vivos, que son el modelo que Aristóteles toma como base para entender la realidad. Así como Platón se inspira en las matemáticas, Aristóteles lo hace en la biología.

Para Aristóteles, conocer algo de forma científica significa conocer sus causas. Por tanto, la Física debe determinar las causas de los seres naturales. Aunque la naturaleza misma es ya una causa interna, Aristóteles amplía este concepto y establece una clasificación completa basada en el análisis de sus predecesores. Aristóteles afirma que existen cuatro causas fundamentales, que responden a la pregunta «¿por qué?». La tarea del físico es conocerlas todas. Estas causas son:

  1. Causa material («hyle»): la materia de la que está hecho algo, como el bronce de una estatua.

  2. Causa formal («eîdos» o «morphé»): la forma o estructura que define lo que una cosa es, como la figura de la estatua.

  3. Causa motriz o eficiente («tò kinêsan»): lo que produce el movimiento o el cambio, como el escultor que talla la estatua.

  4. Causa final («tò hou héneka » o «télos»): el fin u objetivo por el que algo existe, como adornar un templo.

Ahora bien, Aristóteles insiste en que, en los seres vivos, estas cuatro causas se reducen en parte a la forma. Es la forma la que impulsa el desarrollo del ser desde dentro, y al mismo tiempo es su perfección final, lo que el ser aspira a llegar a ser. Por eso, de nuevo, la forma tiene un papel central: es causa, motor y fin a la vez.

Los filósofos anteriores solo llegaron a ver algunas de estas causas. Los jonios se fijaron en la materia, como el agua o el aire. Empédocles y Anaxágoras mencionaron el principio del movimiento. Platón habló de la forma, pero sin integrarla del todo en el mundo físico. La causa final no fue tenida en cuenta claramente por ninguno. Aristóteles, por tanto, considera que su teoría es la única completa, porque reúne e integra todas las causas y las aplica de forma coherente al estudio de la naturaleza.

En su Física, Aristóteles analiza la naturaleza y las causas de los seres naturales. Todos estos seres, según observa, están en movimiento. Esto no necesita demostración: es un hecho evidente que se capta por la experiencia. Por eso, afirma que, si la naturaleza es el principio del movimiento y el cambio, y si la filosofía natural trata sobre la naturaleza, es necesario aclarar qué es el movimiento. Porque, si se desconoce qué es el movimiento, también se ignorará qué es la naturaleza.

Para empezar, Aristóteles distingue entre dos grandes tipos de cambio. Por un lado, está el cambio sustancial, es decir, la generación y la corrupción de la sustancia. Por otro lado, está el cambio accidental, que es lo que llama propiamente «movimiento». Este movimiento accidental puede clasificarse a su vez en tres formas distintas:

  • Movimiento cuantitativo, que incluye el crecimiento y la disminución.

  • Movimiento cualitativo, es decir, según la cualidad, la alteración.

  • Movimiento local, o translación, que implica un cambio de lugar.

Además, Aristóteles señala que muchos filósofos anteriores intentaron explicar la naturaleza a partir de pares de contrarios, como amor y odio (Empédocles), lleno y vacío (Demócrito), o par e impar (pitagóricos). Esta vía le parece en parte acertada, pero insuficiente para explicar el cambio. Según él, un término no puede transformarse directamente en su contrario, ya que eso supondría su destrucción, no una verdadera transformación.

Por tanto, para que haya cambio, es necesario un tercer principio: un sujeto que permanezca mientras cambia. El cambio se da cuando este sujeto pasa de no tener una forma a poseerla. Por ejemplo, un ser humano pasa de ser inculto a ser culto: es el mismo sujeto el que cambia, apropiándose de una nueva forma.

Así, el cambio se explica con tres principios fundamentales:

  • El sujeto («hipokéimenon») o soporte, que es la materia que cambia o se transforma.

  • La privación de una forma.

  • La forma que se adquiere.

Estos tres principios también pueden expresarse como potencia y acto. El sujeto es lo que está en potencia, es decir, lo que puede llegar a ser. El cambio es su paso al acto, es decir, a lo que llega a ser, a la forma que adquiere, abandonando su forma anterior. En este punto es importante destacar que la privación no es un no-ser absoluto, sino un no-ser relativo: expresa la potencia, o posibilidad de llegar a ser algo. Así, Aristóteles supera la oposición rígida entre ser y no-ser que planteaba Parménides, quien negaba la posibilidad del cambio por considerarlo ininteligible.

A menudo se resume esta teoría diciendo que Aristóteles define el movimiento como el paso de la potencia al acto. Sin embargo, esta fórmula no es exactamente suya. La definición más precisa que él da es esta: el movimiento es el acto de lo que está en potencia, en tanto que está en potencia. Es decir, el movimiento es un tipo de acto incompleto, porque es la actualización de algo que todavía no ha alcanzado su forma final. Cuando la potencia se ha convertido plenamente en acto, el movimiento termina. Y si algo está en pura potencia, sin ninguna actualización, tampoco se está moviendo aún. Por tanto, el movimiento es una realidad intermedia. Así, por ejemplo, el encanecimiento es el acto del cabello que puede volverse canoso: es un proceso que todavía no ha llegado al estado final de estar completamente cano.

Al final de su obra Física, Aristóteles afirma con claridad que tanto el movimiento como el tiempo son eternos. Según él, la cadena de generaciones no tiene un inicio en el tiempo, sino que se remonta indefinidamente hacia el pasado. Del mismo modo, tampoco tendrá fin: el movimiento y el tiempo seguirán existiendo siempre. Sin embargo, Aristóteles sostiene también que, a pesar de su eternidad, el movimiento del mundo necesita una causa primera que lo explique. Tiene que existir un primer motor que sea responsable del movimiento eterno del cosmos. Esto se debe a que, como ya se apuntó antes, todo movimiento implica el paso de la potencia al acto. Por tanto, debe haber algo que haga posible ese paso: un motor que ya esté en acto y que provoque que algo que solo está en potencia comience a moverse.

Aristóteles formula un principio general: «todo lo que se mueve es movido por otro». Esto significa que si algo está en movimiento, es porque otro ser lo está moviendo. Ahora bien, si ese otro también se mueve, lo hace al mismo tiempo que lo que él mismo está moviendo. Es decir, sus movimientos son simultáneos. Aunque se puedan imaginar muchos motores movidos a la vez, esa cadena no puede ser infinita. Tiene que haber un primer motor que no sea movido por ningún otro. Ese motor inmóvil es el que causa todo el movimiento del mundo. Este motor inmóvil mueve desde siempre, por lo tanto el movimiento del mundo también es eterno. No hay contradicción en ello. Aristóteles entiende que el primer motor ha estado moviendo eternamente, sin que él mismo haya sido movido.

La idea del primer motor, en la Física, se presenta sobre todo como causa eficiente. Es decir, como aquello que provoca el movimiento. Está en contacto directo con la última esfera del cosmos, y desde ahí pone en marcha el movimiento del todo. Pero este contacto no es mutuo: el primer motor no se ve afectado por lo que toca. Aristóteles lo expresa con una comparación: así como decimos que algo nos «toca» cuando nos conmueve, sin que nosotros lo toquemos, del mismo modo el primer motor toca sin ser tocado. Además, este motor es eterno y no tiene extensión física.

Sin embargo, en la Metafísica (libro XII), Aristóteles añade una nueva dimensión. El primer motor ya no actúa como causa eficiente, sino como causa final. Lo que mueve no es una fuerza directa, sino que mueve como objeto de deseo. Es decir, el mundo se mueve porque tiende hacia él, como si lo amara o deseara. En este sentido, el primer motor es totalmente distinto del mundo. Está separado de él. Es acto puro, no tiene materia, y es un ser perfecto: vive, es feliz y se basta a sí mismo. Aristóteles lo define como una inteligencia que se piensa a sí misma y nada más que a sí misma.

Sus consideraciones físicas sobre el primer motor y, en general, sobre su cosmología influirá durante siglos en la ciencia medieval hasta la llegada de la ciencia moderna. Las características principales de su cosmología son las siguientes:

  • Primero, es una cosmología esencialista. Esto significa que todo se explica a partir de las cualidades internas de los cuerpos, es decir, de su naturaleza.
  • Segundo, es una cosmología teleológica. Esto quiere decir que todo tiene un fin. Ese fin explica por qué cada cosa se mueve. El motor inmóvil mueve como causa final, y cada cosa natural tiende a realizar su propia forma, su esencia. Esa es su finalidad.
  • Tercero, Aristóteles propone un dualismo cosmológico. Ya no es el dualismo de Platón entre el mundo de las Ideas y el mundo sensible, sino entre dos regiones dentro del universo: el mundo supralunar, que es perfecto y divino, y el mundo sublunar, que es imperfecto. Estas dos regiones son completamente distintas entre sí.
  • Cuarto, es una cosmología deductiva, no empírica. Se basa en razonamientos lógicos más que en observaciones. Por ejemplo, Aristóteles afirma que el cielo es esférico porque la esfera es la figura más perfecta.

Esta cosmología aparece en sus primeras obras, especialmente en el diálogo Sobre la filosofía y en el tratado Sobre el cielo. En su última etapa, Aristóteles se dedicó más a las ciencias empíricas, como la historia natural y la biología, y ya no tanto a la cosmología. En el diálogo Sobre la filosofía introduce ya dos ideas claves que marcarán su visión del universo: la existencia del éter y la idea de que el cosmos no tiene origen ni puede destruirse.

En Sobre el cielo, Aristóteles distingue claramente dos partes del universo: el mundo supralunar y el mundo sublunar.

  • En el mundo supralunar se encuentran los astros, que son seres animados. Estos no nacen ni mueren, y están hechos de una sustancia distinta a los cuatro elementos conocidos. Esa sustancia especial se llama éter. Los astros se mueven en círculos, de forma regular, perfecta y eterna. Cada astro está insertado en una esfera de éter que gira gracias a un motor inmóvil. Ya no es su alma interna la que los mueve, como decía Platón. Por tanto, además del primer motor inmóvil que mueve el primer cielo, hay tantos motores inmóviles como esferas celestes. El universo tiene un límite espacial y no hay vacío en él. Aristóteles adopta el sistema de Eudoxo y Calipo, que explicaba los movimientos celestes con 33 esferas. Para corregir problemas en sus predicciones, añade otras 22 que giran en sentido contrario. En el centro está la Tierra, que es una esfera inmóvil. Aristóteles calculó su tamaño mucho menor del real. No obstante, mucho más tarde, Cristóbal Colón se basará en esos cálculos para su viaje hacia la India.
  • En el mundo sublunar ocurren la generación, la corrupción, el paso del tiempo y la imperfección. El movimiento propio de este mundo no es circular, sino rectilíneo. Las cosas se mueven hacia arriba o hacia abajo. Todo está hecho a partir de cuatro elementos: fuego, aire, agua y tierra. Cada uno de ellos tiene un lugar natural y tiende a él. El fuego y el aire son ligeros, y suben. El agua y la tierra son pesados, y bajan hacia el centro del universo. Además, los cuatro pueden transformarse unos en otros porque cada uno combina dos cualidades: fuego (cálido y seco), aire (cálido y húmedo), agua (fría y húmeda), tierra (fría y seca).

De todo esto resulta una visión jerárquica del universo. En primer lugar están los seres inmateriales e inmóviles: el primer motor inmóvil y los motores inmóviles de las esferas. Después, vienen los seres materiales pero incorruptibles: el primer cielo, las esferas y los astros, hechos todos ellos de éter. Por último, están los seres corruptibles, compuestos de los cuatro elementos. Estos pueden morir, pero las especies a las que pertenecen son eternas.

 

El alma para Aristóteles

La teoría del alma es uno de los temas donde mejor se aprecia la evolución del pensamiento de Aristóteles. En su primera etapa, Aristóteles defiende una visión dualista del ser humano. En esta fase, el alma racional es lo que define al hombre, pues tiene un parentesco con las Ideas y es inmortal. Esta posición aparece, por ejemplo, en el diálogo Eudemo. Además, en el Protréptico, exalta la filosofía como contemplación pura de las Ideas. Esto le lleva a una valoración negativa del cuerpo y de la vida material. El cuerpo aparece como una cárcel para el alma. Aristóteles lo compara incluso con la tortura usada por los piratas etruscos, que ataban a los prisioneros a cadáveres hasta que morían. En este contexto, morir pronto es lo mejor que le puede pasar al alma.

Sin embargo, en su segundo período, Aristóteles modifica esta visión. El dualismo entre cuerpo y alma da paso a una concepción más mecanicista. Aquí aparece un «instrumentalismo mecanicista» que consiste en que, aunque aún se distingue entre cuerpo y alma como realidades distintas, ya no se presentan como enemigos, sino como elementos perfectamente adaptados entre sí. Aristóteles se va alejando del platonismo, y su interés se orienta hacia los estudios biológicos. Por ejemplo, en esta fase, niega explícitamente la inmortalidad del alma, como puede leerse, por ejemplo, en la Ética a Nicómaco.

En su tercera etapa, Aristóteles aplica al ser humano su teoría hilemórfica. Esta teoría afirma que toda realidad está compuesta de materia y forma. La psicología pasa a ser una parte de la física. En esta época escribe su tratado más importante sobre el tema: Sobre el alma, cuyas ideas se resumen a continuación.

Aunque la teoría hilemórfica ya aparece en su segundo período, en los primeros libros de la Física, solo en Sobre el alma la aplica de forma directa a los seres vivos. En la introducción de esta obra, Aristóteles observa que casi todas las actividades que suelen atribuirse al alma no pueden realizarse sin el cuerpo. Por tanto, no tiene sentido pensar el alma como algo separado. Es necesario estudiar al ser vivo como un todo.

Aristóteles defiende que el cuerpo y el alma forman juntos una única substancia. Entre ellos hay una relación semejante a la que existe entre la materia y la forma. El alma es la forma del cuerpo, pero no de cualquier cuerpo, sino de un cuerpo organizado, es decir, de un organismo estructurado de una manera muy precisa. Por eso, Aristóteles considera absurda la doctrina de la reencarnación: el alma no puede encarnar en cualquier cuerpo. No es intercambiable. Como forma, el alma es el principio fundamental que da lugar a toda la actividad del ser vivo. En el fondo, el alma no es algo distinto de esas funciones. Aristóteles lo expresa con una imagen muy clara: «Si el ojo fuera un animal, la vista sería su alma». Por eso, el cuerpo y el alma no pueden separarse. Un cuerpo sin alma deja de ser un ser vivo. Es solo una figura, como una estatua de piedra o madera. Y un alma sin cuerpo no es nada, igual que la vista sin el ojo no existe.

Además, Aristóteles defiende que el alma es una sola, frente a las tres almas que proponía Platón o las dos almas de Espeusipo. Por eso, el alma no se localiza en una parte concreta del cuerpo, sino que está presente en todo él. No es el alma la que siente o la que piensa, sino que es el ser humano entero el que siente y piensa gracias al alma. Esta afirmación subraya que el ser vivo es una unidad total.

Aristóteles señala tres funciones o capacidades del alma:

  1. la función nutritiva,

  2. la función sensitiva (de la que derivan también la función apetitiva y la función motriz),

  3. y la función pensante.

Los vegetales tienen solo la función nutritiva. Los animales, además de esa, también poseen la función sensitiva. Y los seres humanos tienen las tres. Esta clasificación implica una visión jerárquica de los seres vivos y de las almas que les corresponden.

Toda esta teoría lleva a Aristóteles a negar la inmortalidad del alma humana. En esto, adopta la postura más común de su época, de la que se apartaban los pitagóricos y Platón. Sin embargo, Aristóteles afirma, como veremos, que hay una función del alma, el llamado «intelecto agente», que sería algo «separado, inmortal y eterno».

 

El conocimiento según Aristóteles

Antes de Aristóteles, muchos filósofos despreciaban el conocimiento que viene de los sentidos. Para los presocráticos, lo que percibimos con los sentidos es engañoso. Nos da solo una opinión, una «dóxa», y no un conocimiento verdadero. Solo la razón permite conocer la realidad. Algunos sofistas, como Protágoras, pensaban que el conocimiento sensible no es objetivo, sino que depende del sujeto que percibe. Platón llevó esta idea al extremo. Para él, el conocimiento verdadero no trata sobre este mundo, sino sobre otro distinto: el mundo de las Ideas. Además, las Ideas no se pueden conocer a través de los sentidos, sino solo por el recuerdo o anámnesis, o mediante el ascenso racional, lo que él llama dialéctica. Aristóteles rompe con esta tradición y ofrece una visión completamente distinta. Adopta una postura claramente empirista, muy coherente con su interés por la observación de la naturaleza en su etapa final. Según Aristóteles, no hay más mundo que este. La única realidad es la substancia individual y corpórea. Cada ser está compuesto de materia y forma. La esencia de los cuerpos está en su forma, que él llama «substancia segunda». Esto significa que los cuerpos no son algo caótico o confuso, sino que tienen un principio que permite conocerlos. Por eso, el conocimiento comienza en los sentidos y se completa con el pensamiento.

Sentir, por ejemplo un color, consiste en que los sentidos captan la forma sensible sin su materia. Los órganos de los sentidos, y las facultades que permiten usarlos, funcionan como receptores. Reciben las formas sensibles de manera parecida a cómo la cera toma la forma del anillo sin recibir el metal. En cambio, en la nutrición sí se recibe la materia: por ejemplo, una planta se alimenta incorporando la sustancia misma de lo que asimila.

La facultad de sentir es una capacidad que se activa cuando entra en contacto con un objeto sensible, que siempre es algo concreto e individual, como un cuerpo. Aristóteles explica que «la facultad sensitiva es en potencia lo que lo sensible es en acto», y que cuando sentimos, nos hacemos de algún modo semejantes a lo que percibimos. Sentir, por tanto, es captar una forma sensible que está en un cuerpo, pero sin captar su materia. Gracias a la presencia del objeto, la capacidad de sentir pasa al acto de sentir. Y al sentir, la facultad se identifica con lo percibido. Por ejemplo, cuando un ojo contempla un bosque, capta sus formas: colores, contornos, olores, sonidos… Es como si el bosque estuviera en el ojo, pero no materialmente, como una fruta en el estómago, sino de forma inmaterial. En ese momento, el ojo «es» bosque.

Los sentidos nos permiten conocer lo individual. En cambio, el entendimiento («nous») nos permite pensar lo universal. Por ejemplo, el ojo ve a Sócrates, pero el entendimiento piensa en «el hombre», es decir, en la forma o esencia común a todos los hombres. Para que el ojo vea a Sócrates, basta con que él esté presente. Pero ¿qué se necesita para que el entendimiento piense? Aquí es donde Aristóteles presenta su teoría empirista. La forma universal, como «hombre», no está en otro mundo separado, como decía Platón, sino que está en la materia, es decir, en los individuos concretos. Por eso, el conocimiento parte de la experiencia. A partir de muchas sensaciones, acumulamos recuerdos y experiencias, y por inducción llegamos a descubrir la esencia universal.

En este proceso, la imaginación («phantasía») es una ayuda imprescindible. Ella se sitúa entre la sensación y el pensamiento. Aristóteles afirma que el alma no puede pensar sin imágenes. Pensamos las formas a través de las imágenes. Por eso dice que «las formas inteligibles existen en las formas sensibles». Y también: «en ausencia de toda sensación no es posible conocer ni comprender nada», y por eso el pensamiento siempre debe ir acompañado de imágenes.

Aristóteles explica el pensamiento mediante una teoría difícil. Habla de dos tipos de entendimiento. Uno es el entendimiento en potencia, que puede recibir las formas universales y conocerlas. El otro es el entendimiento agente, que es el que produce esos inteligibles y los pone en acto. Aristóteles compara este segundo tipo con la luz. Al primero lo llama entendimiento posible o paciente («pathetikós nous»), y al segundo se le llama posteriormente entendimiento agente («poiētikós nous»), porque actúa como causa eficiente. Este entendimiento agente es, según Aristóteles, «separado, inmortal y eterno». Sin embargo, esta parte de su teoría es muy difícil de interpretar. Aristóteles no la desarrolla mucho. Por eso ha generado muchas dudas. Alejandro de Afrodisia, en el siglo III, lo identificó con Dios. Avicena, en el siglo XI, lo entendió como la razón divina presente en el hombre. Sin embargo, ambas lecturas parecen alejarse del pensamiento original de Aristóteles. Tal vez esta idea sea solo un resto de su formación platónica.

 

La ética aristotélica

Aristóteles escribió dos tratados principales sobre ética, dejando de lado la Gran Ética, que fue un resumen tardío compuesto por algún discípulo. La Ética a Eudemo pertenece a su segunda etapa filosófica y muestra todavía cierta influencia de Platón. Sin embargo, su versión definitiva sobre la cuestión moral es la Ética a Nicómaco, que redactó en su tercera etapa. Por tanto, es este texto el que debemos tomar como referencia.

La ética de Aristóteles se puede definir como un «eudemonismo». Esto significa que su reflexión gira en torno a la felicidad como objetivo principal de la vida. No obstante, es también una ética de la virtud, ya que la virtud es el medio más adecuado para alcanzar esa felicidad.

Aristóteles comienza su reflexión ética planteando una pregunta clave: si la moral trata sobre cómo «vivir bien», ¿qué es lo bueno para el ser humano? ¿Cuál es el Bien supremo que perseguimos en todas nuestras acciones? En este punto se intuye que el filósofo está dialogando con los debates que se producían en la Academia de Platón. En apariencia, todos coinciden en que ese bien supremo es la felicidad («eudaimonía»). Sin embargo, las diferencias surgen al intentar precisar qué entendemos por felicidad y en qué consiste realmente.

Para aclararlo, Aristóteles examina las principales posturas que sostenían los discípulos de Platón. Algunos consideraban que la mejor vida era la vida activa, propia del político, cuyo bien supremo es la gloria y la virtud. Otros defendían la vida contemplativa del filósofo, centrada en la búsqueda de la sabiduría. También había quienes valoraban sobre todo la vida placentera, cuyo bien supremo es el placer.

Además, existía la doctrina de las Ideas, según la cual el bien era una realidad única, absoluta y separada del mundo sensible: la Idea suprema del Bien. Aristóteles rechaza esta concepción idealista. Para él, no hay un único tipo de bien, sino muchos bienes distintos. Además, afirma que la ética no puede abordarse de forma puramente teórica, como si fuera una ciencia exacta. Hay que partir de los hechos, es decir, de la experiencia moral.

En opinión de Aristóteles, la felicidad no depende de ningún bien externo, porque «se basta a sí misma». La felicidad consiste en realizar de forma plena la actividad que le es propia al ser humano, del mismo modo que el bien del músico es tocar bien la flauta. Esa actividad específica es la actividad del alma, y para que sea perfecta debe estar guiada por las virtudes. Por tanto, la conclusión es clara:

«La felicidad es, según nuestra manera de pensar, la actividad del alma dirigida por la virtud. […] Son las acciones conformes a la virtud las que resultan agradables para las personas virtuosas, y solo estas acciones lo son por sí mismas. La vida de las personas virtuosas no necesita buscar placer como un añadido: el placer lo encuentran en su propia vida, porque las acciones virtuosas son agradables en sí mismas. […] Sin embargo, está claro que la felicidad no puede prescindir totalmente de los bienes externos. […] ¿Hay, entonces, alguna razón para no llamar feliz a quien actúa conforme a una virtud perfecta y, además, posee suficientes bienes exteriores?» (Ética a Nicómaco, I, 8,10).

Al final de la Ética a Nicómaco, Aristóteles añade un matiz importante: entre todas las actividades humanas, la que más felicidad proporciona es la contemplación teórica, es decir, el ejercicio de la sabiduría. Así, su ética, aunque parte de la experiencia, termina integrando distintas dimensiones: la virtud moral, la contemplación intelectual y el uso justo de los bienes materiales. Esta síntesis muestra el carácter ecléctico de su propuesta: para ser feliz hay que saber unir sabiamente todas esas dimensiones.

Según Aristóteles, la virtud es una disposición del alma, llamada «héxis». Esto significa que es una capacidad estable, que se adquiere y se mantiene con el tiempo, y que nos lleva a comportarnos de una forma concreta. A diferencia de Sócrates, Aristóteles no cree que la virtud consista solo en conocer lo que está bien. Para él, la virtud exige también la voluntad. Según él, una persona no actúa virtuosamente solo porque su acción sea buena. También es necesario que actúe de un modo determinado: primero, debe saber lo que está haciendo; segundo, debe decidir libremente hacerlo y preferir esa acción por sí misma; y por último, debe actuar con firmeza y de forma constante. Por eso, la virtud no se da de forma natural ni basta con recibir enseñanza, sino que se adquiere con la práctica y la repetición. Solo se llega a ser justo si se practican repetidamente, de forma habitual, actos de justicia. Aunque podamos tener una predisposición natural, eso no es suficiente. La educación tampoco basta si no se pone en práctica.

Además, Aristóteles afirma que la virtud consiste en alcanzar un término medio. Este término medio no debe confundirse con la mediocridad. Se trata más bien de un equilibrio entre dos extremos igualmente negativos. Por ejemplo, el valor es un justo término medio entre el miedo y la temeridad. Por eso, en relación con lo que es bueno y perfecto, la virtud ocupa el punto más elevado. Esta idea tiene raíces en la tradición pitagórica, que valoraba la simetría, y en la medicina griega, que hablaba de «medida» para describir el equilibrio del cuerpo. Sin embargo, Aristóteles insiste en que ese término medio no puede definirse de forma general o teórica, sino que depende de cada situación y de cada persona. Por eso, será el hombre sensato quien sepa encontrar el punto justo en cada caso.

En resumen, Aristóteles define la virtud como una disposición voluntaria que se adquiere con la práctica y que consiste en un término medio, relativo a cada persona y definido por la razón, tal como lo decidiría un hombre sensato.

Aristóteles distingue dos tipos de virtudes: las virtudes morales o éticas, y las virtudes intelectuales o dianoéticas. Entre estas últimas destaca la prudencia («phrónesis»), que es la virtud del hombre sensato, y la sabiduría («sophía»), que representa el grado más alto de perfección moral. En cuanto a las virtudes morales, no hace una clasificación cerrada, aunque destaca la fortaleza, la templanza y la justicia. La fortaleza es la virtud que regula nuestros miedos y temores, especialmente el miedo a la muerte. Aristóteles afirma que el valiente no es quien no siente miedo, sino quien lo domina cuando debe hacerlo. Por eso, el valiente actúa con firmeza y decisión en situaciones peligrosas, sobre todo en el combate o en contextos donde la vida está en juego. La fortaleza es un término medio entre dos extremos viciosos: por un lado, la cobardía, que es el exceso de miedo; por otro, la temeridad, que es la falta de miedo y el actuar de forma imprudente. El hombre fuerte no huye ni se lanza al peligro sin pensar: permanece firme cuando la razón indica que debe hacerlo. La templanza es la virtud que regula nuestros placeres, especialmente los del cuerpo, como la comida, la bebida o el sexo. El hombre templado disfruta de los placeres necesarios, pero de forma moderada y racional. No se deja arrastrar por el deseo ni por los impulsos, sino que sabe disfrutar con medida y en el momento adecuado. La templanza se sitúa entre dos excesos: por un lado, el desenfreno o la intemperancia, que es dejarse llevar por el placer sin control; por otro lado, la insensibilidad, que es rechazar placeres que son naturales y necesarios. El templado no busca el placer por sí mismo, pero tampoco lo rechaza: lo integra en su vida con equilibrio. La justicia es una virtud distinta y más compleja que las anteriores. Mientras que la templanza y la fortaleza se refieren a uno mismo, la justicia se refiere a nuestra relación con los demás. Ser justo consiste en dar a cada uno lo que le corresponde, según el criterio de la equidad y el bien común. Aristóteles distingue dos tipos de justicia: la distributiva y la conmutativa. La justicia distributiva consiste en repartir los bienes o cargas sociales de forma proporcional (por ejemplo, premios o impuestos, según el mérito o la necesidad). La justicia conmutativa regula las relaciones entre personas en los intercambios (por ejemplo, en contratos, pagos o castigos), y se basa en la igualdad estricta, que es la base de la verdadera amistad. El justo es aquel que, de manera constante y voluntaria, actúa buscando el equilibrio entre sus propios intereses y los de los demás, respetando la ley y el bien común. La injusticia, en cambio, aparece cuando se busca el propio beneficio a costa de los demás. En todo caso, Aristóteles prefiere describir los tipos humanos que encarnan las virtudes en la vida real más que definirlas de forma abstracta.

 

La política aristotélica

La ética de Aristóteles no es un saber aislado. En realidad, desemboca en la política y parece quedar subordinada a ella. Ambas disciplinas buscan el bien del ser humano, pero Aristóteles aclara que hay distintos niveles de bien. Si el bien es deseable para un solo individuo, todavía lo es más cuando afecta a todo un pueblo o a un Estado. Por eso dice que tiene un carácter «más bello y más divino» cuando es colectivo. Además, nadie puede llegar a ser virtuoso sin una adecuada educación. Esta tarea educativa, según Aristóteles, corresponde al Estado. Solo en una comunidad política bien organizada se pueden formar ciudadanos virtuosos.

Aristóteles defiende una visión organicista de la sociedad. Afirma que el Estado es anterior por naturaleza a la familia y al individuo. Esto se debe a que el todo siempre es anterior a sus partes. Como el ser humano no puede bastarse por sí mismo, necesita formar parte de una comunidad más amplia. Por eso el hombre es, por naturaleza, un «animal político» («politikón zoon»), es decir, un ser que solo puede realizarse plenamente en la vida en común. Ahora bien, no basta con vivir en grupo, como ocurre en las manadas de animales. Lo que distingue al ser humano es el lenguaje. Gracias a él, las personas pueden dialogar sobre lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo, y compartir valores morales. Esta capacidad de reflexión y comunicación es lo que da origen a la familia y al Estado.

El Estado tiene prioridad sobre el individuo porque es autosuficiente. Solo él puede alcanzar la autarquía («autarkeía»), es decir, bastarse a sí mismo. Pero esta autosuficiencia no es solo económica, sino sobre todo ética y humana. Solo dentro de una comunidad política puede alcanzarse la verdadera justicia y la perfección moral del ser humano. Por tanto, el Estado no es un fin en sí mismo. Su objetivo es hacer posible la felicidad y el desarrollo moral de los ciudadanos. Por eso Aristóteles no defiende un modelo totalitario: el poder político debe estar al servicio del bien común.

Su teoría política es práctica y realista. A diferencia de Platón, Aristóteles no presenta una ciudad ideal como modelo perfecto. De hecho, aunque los libros VII y VIII de su Política describen una ciudad ideal, estos pertenecen a una etapa más antigua de su pensamiento. Para Aristóteles, la política no es una ciencia exacta, sino empírica. Por eso encargó a sus discípulos un estudio detallado de las distintas constituciones de su tiempo.

Aristóteles se mantiene fiel al modelo de la pequeña ciudad-Estado griega. Rechaza tanto el ideal naturalista de los cínicos como el imperialismo de Alejandro Magno. Retoma la clasificación de las formas de gobierno propuesta por los sofistas: monarquía, aristocracia y «politeía» o gobierno constitucional. Cada una de estas formas tiene una degeneración correspondiente: la monarquía puede convertirse en tiranía, la aristocracia en oligarquía y la «politeía» en «democracia» o demagogia. Las formas de gobierno correctas son aquellas en las que gobiernan los mejores, los más virtuosos, y lo hacen en beneficio del bien común. Cuando esto no ocurre y se gobierna en interés propio, el régimen degenera.

Aunque a veces se ha dicho que Aristóteles defendía una forma concreta de gobierno, en realidad no da prioridad a ninguna. Su enfoque es muy pragmático. Tiene en cuenta factores como la geografía, la economía y el carácter de cada pueblo para juzgar cuál es el mejor sistema político en cada caso. Eso sí, este mismo pragmatismo le lleva a valorar especialmente la «politeía», un régimen mixto basado en las clases medias y gobernado por los más sensatos. Este planteamiento político encaja con su teoría ética: la virtud consiste en encontrar el término medio, es decir, en actuar con equilibrio según las circunstancias concretas y con sentido común.

Basado en Tejedor Campomanes, C. (1986). Historia de la filosofía en su marco cultural (ed. COU). Madrid.

Apuntes para clase

La escuela de Atenas (1510-1511). Rafael Sanzio

 

NATURALEZA (PHYSIS)

  • Necesidad:
    • el Universo es un todo ordenado
    • cada cosa se comporta del modo que le corresponde según su naturaleza
  • Dinámica:
    • en la naturaleza de cada cosa está el origen de sus cambios y movimientos
    • los seres artificiales no tienen en sí el principio de su movimiento (se mueven por causas ajenas a sí mismas)
  • Teleología:
    • hay una finalidad interna en cada cambio o movimiento
    • todos los seres naturales tienden a alcanzar la perfección que les es propia

 

FÍSICA: DOCTRINA DEL MOVIMIENTO

  • la Física es la ciencia que estudia los seres con existencia real y dotados de movimiento
  • posibilidad del cambio o movimiento:
    • Parménides: no existe el cambio
      • supondría paso del no-ser al ser y del ser al no-ser
      • imposible, pues el ser es y el no-ser no es
    • Aristóteles distingue dos maneras de no-ser
      • no-ser absoluto: ni se es ni puede ser
        • el movimiento es imposible (piedra → árbol)
      • no-ser relativo: no se es, pero se puede llegar a ser
        • el movimiento es posible (semilla → árbol)
          • lo que no es, pero puede llegar a ser, se halla en potencia (semilla) de ser
          • lo que actualmente es, efectivamente, se halla en acto (árbol)
          • el movimiento es el tránsito de la potencia al acto
  •  elementos que intervienen en el movimiento
    • algo que permanece a través del cambio (lo que cambia): sustrato o materia segunda
    • algo que desaparece: cierta forma
    • algo que aparece: la forma que se adquiere
      • Por tanto, el término final o resultado de todo movimiento es un compuesto de sustrato o materia y una forma: hile[materia]morfismo[forma]
        • toda sustancia o entidad natural está compuesta de materia y forma
  •  clases de movimiento
    • cambio accidental: modificación de caracteres no esenciales de la sustancia
      • tamaño: cuantitativo
      • cualidades: cualitativo
      • lugar: local
    • cambio sustancial: generación o destrucción de una sustancia
      • permanece el sustrato o materia primera indeterminada (pura potencia de ser; no es nada en acto)
  •  causas del movimiento
    • Aristóteles considera causas todos aquellos factores que intervienen o son necesarios para explicar un proceso cualquiera
    • causas intrínsecas a la sustancia:
      • causa formal:
        • la forma es la esencia (lo que hace que cada sustancia sea lo que es), es actualidad
        • la forma es la naturaleza de las sustancias (lo que determina el comportamiento propio de cada sustancia)
      • causa material:
        • sustrato o sujeto afectado por el cambio, es potencialidad
    •  causas extrínsecas a la sustancia:
      • causa eficiente o agente:
        • remite a qué es lo que origina el movimiento, pues todo lo que se mueve es movido por otro
      • causa final:
        • remite al “para qué”, a la finalidad del movimiento (teleología)

 

CONCEPCIÓN DEL UNIVERSO

  • estructura del universo
    • el universo es único, finito, simétrico y esférico
    • las direcciones son absolutas (independientes del observador)
  • movimiento en el universo
    • solo hay dos movimientos simples: el rectilíneo y el circular
    • por lo que solo hay tres movimientos naturales, dos sublunares y uno supralunar:
      • movimientos sublunares
        • de abajo hacia arriba (a partir del centro)
        • de arriba hacia abajo (hacia el centro)
      • movimiento supralunar
        • circular (alrededor del centro)
    •  los movimientos naturales corresponden a la naturaleza de cada cuerpo:
      • la tierra es pesada, por lo que tiende al centro del universo, donde permanece inmóvil
      • el fuego es ligero, por lo que tiende hacia arriba
      • el agua y el aire son de gravedad intermedia
      • el éter o quinta esencia (con lo que están formadas las esferas celestes) tienden al movimiento circular
        • las esferas celestes son inalterables, incorruptibles y divinas
        • hay siete esferas [depende de la obra] y fuera de ellas el Motor Inmóvil, acto puro, que es la causa eficiente de todo el movimiento supralunar [depende de la obra]

 

ANTROPOLOGÍA

  • doctrina del alma (principio interno del movimiento de los vivientes)
    • en el alma de los seres vivos coinciden la causa eficiente, formal y final de su movimiento
      • causa formal:
        • el alma es su esencia, que hace que sean lo que son actualmente
        • el alma es su naturaleza, pues determina sus actividades y comportamientos
      • causa eficiente:
        • el alma es el origen, el agente de su movimiento
      • causa final:
        • la perfección del alma es su propia finalidad, su función o propósito
  •  la unión sustancial (hilemórfica) entre alma y cuerpo (o forma y materia) es perfectamente natural y esencial, pues constituye al viviente
  • facultades del alma:
    • nutritiva: propia de las plantas, los animales y los hombres
    • sensitiva (percepción y cambio local): propia de los animales y los hombres
    • intelectiva (conocimiento científico y voluntad): propia exclusivamente de los hombres

 

TEORÍA DEL CONOCIMIENTO

  • tanto el conocimiento sensible como el intelectual consiste en recibir o asimilar las formas de las cosas
  • dos funciones intervienen en el conocimiento intelectual:
    • entendimiento activo:
      • está en acto
      • conoce sin interrupción
      • ilumina las formas inteligibles
      • es el mismo para toda la especie humana
      • es incorruptible
    • entendimiento pasivo:
      • a veces piensa y a veces no
      • es particular de cada individuo
      • está en potencia
      • recibe las formas
      • muere con el hombre

 

MORAL Y POLÍTICA

  • doctrina moral [ética]
    • distinción entre conocimiento teórico y conocimiento práctico
      • conocimiento teórico:
        • su fin es el conocimiento mismo
        • se ocupa de lo que es necesario
      • conocimiento práctico:
        • su fin está orientado a la acción
        • se ocupa de lo que puede ser de otra manera que como es (lo contingente)
      • el conocimiento ético es práctico
        • consiste en averiguar y orientar la conducta humana para la consecución de su finalidad natural o perfección
  •  estudio de la naturaleza humana
    • el fin último de todos los seres humanos es la felicidad (εὐδαιμονία -eudemonía-)
    • cada ser es feliz realizando la actividad que le es más propia y natural
      • la actividad más propia y natural del hombre es la intelectual
        • la forma más perfecta de felicidad para el hombre sería la actividad contemplativa [dioses]
      • pero el hombre no es solo entendimiento, pues para la vida también es necesario atender a las otras facultades del alma (nutritiva y sensitiva)
        • por tanto solo es posible una felicidad intelectiva limitada
    • pero, aparte de esa felicidad ligada al conocimiento teórico, también podemos ser felices obrando con excelencia en la vida social
      • esta felicidad ligada al conocimiento práctico exige la posesión de virtudes morales que regulen las acciones que llevamos a cabo para satisfacer nuestras necesidades nutritivas y sensitivas
        • tal regulación consiste en buscar el término medio relativo y propio de cada uno en cada acción y en cada situación
        • las virtudes se consiguen mediante el hábito o repetición de acciones justas
    •  clasificación de las virtudes:
      • dianoéticas (intelectuales): relativas a los hábitos mediante los que se alcanza la verdad
        • de entre tales virtudes solo una proporciona ayuda a la moralidad: la prudencia (deliberar bien y con acierto en cada caso)
      • éticas: relativas a la acción, al carácter, a la elección
        • están subordinadas a las dianoéticas
        • aunque Aristóteles señala muchas, las más importantes son la fortaleza, la templanza y la justicia (entendida, por una parte, como justicia distributiva y, por otra, como relativa a la igualdad como base de la amistad)
  •  naturaleza política del hombre
    • la sociabilidad es un rasgo esencial de la naturaleza humana (el hombre es un animal social: zoon politikon)
      • los animales no tienen capacidad de ser tan sociales, pues no tienen lenguaje
        • humanos y animales tenemos voz: capacidad de expresar bienestar y malestar
        • solo los humanos tenemos palabra: capacidad de expresar justicia e injusticia
          • eso permite el debate en sociedad, llegar a acuerdos y elaborar leyes
        • la divinidad no necesita vivir en sociedad porque es autosuficiente
      • la sociabilidad se actualiza en tres formas naturales de comunidad
        • familia, cuyo fin es asegurar la vida
        • aldea (conjunto de familias), cuyo fin es asegurar la vida
        • Estado, cuyo fin no es solo la supervivencia, sino también asegurar la vida buena (felicidad) de todos, mediante:
          • garantizar bienestar material
          • favorecer la vida virtuosa de cada ciudadano
            • para ello es necesaria la justicia legal (conducirse conforme a las leyes)
  •  regímenes políticos
    • ordenados al bien de todos los ciudadanos:
      • monarquía (gobierno del mejor de los ciudadanos)
      • aristocracia (gobierno de los mejores)
      • politeia (gobierno de la mayoría orientado al bien común)
    • formas viciosas respectivas cuando los gobernantes persiguen su propio provecho:
      • tiranía (gobierno de uno en su propio provecho)
      • oligarquía (gobierno de los ricos en su propio provecho)
      • democracia (gobierno de pobres en su propio provecho)

 

Texto

ARISTÓTELES, Ética a Nicómaco, Libro II, 4-6; Libro X, 6-8; Política, Libro I, 1-3.

ÉTICA A NICÓMACO
Libro II. Capítulo IV. Explicación del principio, según el que se hace uno virtuoso ejecutando actos de virtud.
Podría preguntarse qué es lo que entendemos cuando decimos que para ser justo es preciso practicar la virtud, y para ser templado practicar la templanza; porque si se hacen actos justos, actos de templanza, es porque ya es uno justo y templado, lo mismo que si se aplican las reglas de la gramática y de la música, es porque ya es uno gramático o músico anteriormente.
¿Pero no es más exacto decir, que no es así, ni aun respecto de las artes vulgares? ¿No es posible, por ejemplo, hacer una cosa muy correcta en gramática por casualidad o con auxilio extraño o por sugestiones de otro? Pero no será uno verdaderamente gramático, si lo que hace en gramática no lo hace gramaticalmente, es decir, según las leyes de la gramática que sabe y que él mismo posee. Hay además una diferencia, que conviene señalar, entre las virtudes y las artes. Las cosas que producen las artes llevan la perfección que les es propia en sí mismas, y basta por consiguiente que aparezcan de una cierta manera. Pero los actos que producen las virtudes no son justos ni moderados únicamente porque aparezcan de una cierta manera, sino que es preciso además que el que obra se halle en cierta disposición moral en el momento mismo de obrar. La primera condición es que sepa lo que hace; la segunda, que lo quiera así mediante una elección reflexiva y que quiera los actos que produce a causa de los actos mismos; y, en fin, es la tercera que al obrar lo haga con resolución firme e inquebrantable de no obrar jamás de otra manera. En las otras artes, no se tienen en cuenta todas estas condiciones; basta saber lo que se hace. Por lo contrario, respecto de las virtudes, el saber es punto de poca importancia, y si se quiere, de ninguna; mientras que las otras dos condiciones son de una importancia absoluta; porque las virtudes sólo se conquistan mediante la constante repetición de actos de justicia, de templanza.
Y así pueden llamarse justos y templados los actos cuando son de tal naturaleza que un hombre templado y justo pueda ejecutarlos. Pero el hombre templado y justo no es simplemente el que los ejecuta, sino el que los ejecuta como lo hacen los hombres verdaderamente justos y templados. Razón ha habido, pues, para decir que se hace justo el hombre ejecutando acciones justas, templado ejecutando acciones de templanza; y que, si no se practican actos de este género, es imposible que nadie llegue nunca a ser virtuoso. Pero el común de las gentes no practican estas acciones; y pagándose de vanas palabras creen crear una filosofía y se imaginan que por este método adquieren una verdadera virtud. Esto es poco más o menos lo mismo que hacen los enfermos que escuchan muy atentos a los médicos, pero que no hacen nada de lo que los mismos les ordenan; y así como los unos no pueden tener el cuerpo sano, cuidándose de esta manera; lo mismo los otros no tendrán jamás muy sana su alma, filosofando de esta suerte.
Libro II. Capítulo V. Teoría general de la virtud.
Una vez fijados todos estos puntos indicaremos lo que es la virtud. Como en el alma no hay más que tres elementos: las pasiones o afecciones, las facultades y las cualidades adquiridas o hábitos, es preciso que la virtud sea una de estas tres cosas.
Llamo pasiones o afecciones al deseo, a la cólera, al temor, al atrevimiento, a la envidia, a la alegría, a la amistad, al odio, al pesar, a los celos, a la compasión; en una palabra, a todos los sentimientos que llevan consigo dolor o placer. Llamo facultades a las potencias que hacen que se diga de nosotros, que somos capaces de experimentar estas pasiones; por ejemplo, de encolerizarnos, de afligirnos, de apiadarnos. En fin, entiendo por cualidad adquirida o hábito la disposición moral, buena o mala, en que estamos para sentir todas estas pasiones. Así, por ejemplo, en la pasión de la cólera, si la sentimos demasiado viva o demasiado muerta, es una disposición mala; si la sentimos en una debida proporción, es una disposición que se tiene por buena. La misma observación se puede hacer respecto a todas las demás pasiones.
De aquí se sigue que ni las virtudes ni los vicios, hablando propiamente, son pasiones. Por de pronto y en realidad no se nos llama buenos o malos en vista de nuestras pasiones, sino teniendo en cuenta nuestras virtudes y nuestros vicios. En segundo lugar, al hombre no se le alaba ni se le censura a causa de las pasiones que tiene; así que no se alaba ni se censura al que en general tiene miedo o se encoleriza, sino que sólo es censurado el que experimenta estos sentimientos de cierta manera; y, por el contrario, en razón de los vicios y virtudes que descubrimos, somos directamente alabados o censurados. Además, los sentimientos de cólera y de temor no dependen de nuestra elección y de nuestra voluntad, mientras que las virtudes son voliciones muy reflexivas, o por lo menos, no existen sin la acción de nuestra voluntad y siendo objeto de nuestra preferencia. Añadamos también que respecto de las pasiones debe decirse que somos por ellas conmovidos, mientras que respecto de las virtudes y de los vicios no se dice que experimentamos emoción alguna; y sí sólo que tenemos una cierta disposición moral.
Por estas mismas razones las virtudes no son tampoco simples facultades; porque no se dice de nosotros que seamos virtuosos o malos sólo porque tengamos la facultad de experimentar afecciones, así como no es este motivo suficiente para que se nos alabe o se nos censure. Además, la naturaleza es la que nos da la facultad, la posibilidad de ser buenos o viciosos; pero no es ella la causa de que nos hagamos lo uno o lo otro, como acabamos de ver.
Concluyamos, pues, diciendo, que si las virtudes no son pasiones ni facultades no pueden ser sino hábitos o cualidades; y todo esto nos prueba claramente lo que es la virtud, generalmente hablando.
Libro II. VI. La naturaleza de la virtud.
Es preciso no contentarse con decir, como hemos hecho hasta ahora, que la virtud es un hábito o manera de ser, sino que es preciso decir también en forma específica cuál es esta manera de ser.
Comencemos por sentar, que toda virtud es, respecto a la cosa sobre que recae, lo que completa la buena disposición de la misma y le asegura la ejecución perfecta de la obra que le es propia. Así, por ejemplo, la virtud del ojo hace que el ojo sea bueno, y que realice como debe su función; porque gracias a la virtud del ojo se ve bien. La misma observación, si se quiere, tiene lugar con la virtud del caballo; ella es la que le hace buen caballo, a propósito para la carrera, para conducir al jinete y para sostener el choque de los enemigos. Si sucede así en todas las cosas, la virtud en el hombre será esta manera de ser moral, que hace de él un hombre bueno, un hombre de bien, y gracias a la cual sabrá realizar la obra que le es propia.
Ya hemos dicho cómo el hombre puede conseguir esto; pero nuestro pensamiento se hará más evidente aún, cuando hayamos visto cuál es la verdadera naturaleza de la virtud.
En toda cantidad continua y divisible, pueden distinguirse tres cosas: primero el más; después el menos, y en fin, lo igual; y estas distinciones pueden hacerse o con relación al objeto mismo, o con relación a nosotros. Lo igual es una especie de término intermedio entre el exceso y el defecto, entre lo más y lo menos. El medio, cuando se trata de una cosa, es el punto que se encuentra a igual distancia de las dos extremidades, el cual es uno y el mismo en todos los casos. Pero cuando se trata del hombre, cuando se trata de nosotros, el medio es lo que no peca, ni por exceso, ni por defecto; y esta medida igual está muy distante de ser una ni la misma para todos los hombres.
Veamos un ejemplo: suponiendo que el número diez represente una cantidad grande, y el número dos una muy pequeña, el seis será el término medio con relación a la cosa que se mide; porque seis excede al dos en una suma igual a la que le excede a él el número diez. Este es el verdadero medio según la proporción que demuestra la aritmética, es decir, el número. Pero no es este ciertamente el camino que debe tomarse para buscar el medio tratándose de nosotros. En efecto, porque para tal hombre diez libras de alimento sean demasiado y dos libras muy poco, no es razón para que un médico prescriba a todo el mundo seis libras de alimento, porque seis libras para el que haya de tomarlas, pueden ser una alimentación enorme o una alimentación insuficiente. Para Milón es demasiado poco; por lo contrario, es mucho para el que empieza a trabajar en la gimnástica. Lo que aquí se dice de alimentos, puede decirse igualmente de las fatigas de la carrera y de la lucha. Y así, todo hombre instruido y racional se esforzará en evitar los excesos de todo género, sean en más, sean en menos; sólo debe buscar el justo medio y preferirle a los extremos. Pero aquel no es simplemente el medio de la cosa misma, es el medio con relación a nosotros.
Gracias a esta prudente moderación, toda ciencia llena perfectamente su objeto propio, no perdiendo jamás de vista este medio, y reduciendo todas sus obras a este punto único. He aquí por qué se dice muchas veces cuando se habla de las obras bien hechas y se las quiere alabar, que nada se las puede añadir ni quitar; como dando a entender, que así como el exceso y el defecto destruirían la perfección, sólo el justo medio puede asegurarla. Este es el fin, lo repetimos, a que se dirigen siempre los esfuerzos de los buenos artistas en sus obras; y la virtud que es mil veces más precisa y mil veces mejor que ningún arte, se fija constantemente como la naturaleza misma en este medio perfecto.
Hablo aquí de la virtud moral; porque ella es la que concierne a las pasiones y a los actos del hombre, y en nuestros actos y en nuestras pasiones es donde se dan, ya el exceso, ya el defecto, ya el justo medio. Así, por ejemplo, en los sentimientos de miedo y de audacia, de deseo y de aversión, de cólera y de compasión, en una palabra, en los sentimientos de placer y dolor se dan el más y el menos; y ninguno de estos sentimientos opuestos son buenos. Pero saber ponerlos a prueba como conviene, según las circunstancias, según las cosas, según las personas, según la causa, y saber conservar en ellas la verdadera medida, este es el medio, esta es la perfección que sólo se encuentra en la virtud.
Con los actos sucede absolutamente lo mismo que con las pasiones: pueden pecar por exceso o por defecto, o encontrar un justo medio. Ahora bien, la virtud se manifiesta en las pasiones y en los actos; y para las pasiones y los actos el exceso en más es una falta; el exceso en menos es igualmente reprensible; el medio únicamente es digno de alabanza, porque el sólo está en la exacta y debida medida; y estas dos condiciones constituyen el privilegio de la virtud. Y así, la virtud es una especie de medio, puesto que el medio es el fin que ella busca sin cesar.
Además, puede uno conducirse mal de mil maneras diferentes; porque el mal pertenece a lo infinito, como oportunamente lo han representado los pitagóricos; pero el bien pertenece a lo finito, puesto que no puede uno conducirse bien sino de una sola manera. He aquí cómo el mal es tan fácil y el bien, por lo contrario, tan difícil; porque, en efecto, es fácil no lograr una cosa, y difícil conseguirla. He aquí también, por qué el exceso y el defecto pertenecen juntos al vicio; mientras que sólo el medio pertenece a la virtud: «Es uno bueno por un sólo camino; malo, por mil».
Por lo tanto, la virtud es un hábito, una cualidad que depende de nuestra voluntad, consistiendo en este medio que hace relación a nosotros, y que está regulado por la razón en la forma que lo regularía el hombre verdaderamente sabio. La virtud es un medio entre dos vicios, que pecan, uno por exceso, otro por defecto; y como los vicios consisten en que los unos traspasan la medida que es preciso guardar, y los otros permanecen por bajo de esta medida, ya respecto de nuestras acciones, ya respecto de nuestros sentimientos, la virtud consiste, por lo contrario, en encontrar el medio para los unos y para los otros, y mantenerse en él dándole la preferencia.
He aquí por qué la virtud, tomada en su esencia y bajo el punto de vista de la definición que expresa lo que ella es, debe mirársela como un medio. Pero con relación a la perfección y al bien, la virtud es un extremo y una cúspide.
Por lo demás, es preciso decir, que ni todas las acciones, ni todas las pasiones son indistintamente susceptibles de este medio. Hay tal acción, tal pasión, que con sólo pronunciar su nombre, aparece la idea de mal y de vicio: como por ejemplo, la malevolencia o tendencia a regocijarse del mal de otro, la impudencia, la envidia; y en punto a acciones, el adulterio, el robo, el asesinato; porque todas estas cosas y las parecidas a ellas son declaradas malas y criminales únicamente a causa del carácter horrible que ofrecen; y no por su exceso, ni por su defecto. Respecto de estas cosas, por tanto, nunca hay medio de obrar bien; sólo es posible la falta. En los casos de este género indagar lo que es bien y lo que no es bien, es cosa inconcebible; como, por ejemplo, en el adulterio, averiguar si ha sido cometido con tal mujer, en tales circunstancias, de tal manera; porque hacer cualquiera de estas cosas es, absolutamente hablando, cometer un crimen. Es como si uno imaginara que en la iniquidad, en la cobardía, en la embriaguez, podía haber un medio, un exceso y un defecto; porque entonces sería preciso que hubiese un medio de exceso y de defecto, y un exceso de exceso, y un defecto de defecto. Pero así como no hay exceso ni defecto para el valor y para la templanza, porque en ellos el medio es, en cierta manera, un extremo; en igual forma no hay para estos actos culpables, ni medio, ni exceso, ni defecto; sino que de cualquier manera que se tome, siempre es criminal el que los cometa; porque no es posible que haya un medio, ni para el exceso, ni para el defecto, como no puede haber ni exceso ni defecto para el medio.
Libro X. Capítulo VI. Rápida recapitulación de la teoría de la felicidad.
Después de haber estudiado las diversas especies de virtudes, de amistades y de placeres, sólo falta que tracemos un rápido bosquejo de la felicidad, puesto que reconocemos que es el fin de todos los actos del hombre. Recapitulando lo que hemos dicho podremos abreviar nuestro trabajo.
Hemos sentado que la felicidad no es una simple manera de ser puramente pasiva; porque entonces la encontraríamos en el hombre que pasase durmiendo toda la vida, viviendo la vida vegetativa de una planta y experimentando las mayores desgracias. Si esta idea de felicidad es inaceptable es preciso suponerla más bien en un acto de cierta especie, como he hecho ver anteriormente. Pero entre los actos hay unos que son necesarios y hay otros que pueden ser objeto de una libre elección, ya en vista de otros objetos, ya en vista de ellos mismos. Es harto claro que es preciso colocar la felicidad entre los actos que se eligen y que se desean por sí mismos, y no entre los que se buscan en vista de otros. La felicidad no debe tener necesidad de otra cosa y debe bastarse a sí misma por completo. Los actos apetecibles en sí son aquellos en que no hay nada que buscar más allá del acto mismo; y, en mi opinión, estos son los actos conformes a la virtud, porque hacer cosas buenas y bellas constituye precisamente uno de los actos que se deben buscar por sí mismos.
Entre la clase de cosas apetecibles por sí mismas pueden incluirse también las simples diversiones; porque en general sólo se las busca por sí mismas, por divertirse y nada más. Pero muchas veces estas diversiones nos perjudican más que nos aprovechan, si por ellas abandonamos el cuidado de nuestra salud y el de nuestra fortuna. Y esto, no obstante, la mayor parte de los hombres, cuya felicidad es objeto de envidia, sólo piensan en entregarse a estas diversiones. También se observa que los tiranos hacen gran aprecio de los que gustan mucho de esta clase de placeres; porque los aduladores se muestran complacientes en todas las cosas que los tiranos desean y los tiranos a su vez tienen necesidad de gentes que los adulen.
El vulgo se imagina que estas diversiones son una parte de la felicidad, porque los que ocupan el poder son los primeros a perder el tiempo en ellas; pero la vida de estos hombres no puede servir de ejemplo ni de prueba. La virtud y la inteligencia, origen único de todas las acciones buenas, no son las compañeras obligadas del poder; y el que semejantes gentes, incapaces como son de gustar un placer delicado y verdaderamente libre, se entreguen a los placeres del cuerpo, su único refugio, no es razón para que nosotros tengamos estos placeres groseros por los más apetecibles. También los niños creen que aquello que más aprecian es lo más precioso que existe en el mundo. Pero es cosa bien clara que lo mismo que los hombres formales y los niños dan su estimación a cosas muy diferentes, así también los malos y los buenos la dan a cosas enteramente opuestas. Lo repito aunque ya lo haya dicho muchas veces: las cosas verdaderamente buenas y dignas de ser amadas son las que tienen este carácter a los ojos del hombre virtuoso; y como para cada individuo el acto que merece su preferencia es el que es conforme a su propia manera de ser, el acto para el hombre virtuoso es el acto conforme a la virtud.
La felicidad no consiste en divertirse; sería un absurdo que la diversión fuera el fin de la vida; sería también absurdo trabajar y sufrir durante toda la vida sin otra mira que la de divertirse. Puede decirse realmente de todas las cosas del mundo que sólo se las desea en vista de otra cosa excepto, sin embargo, la felicidad, porque ella es en sí misma fin. Pero esforzarse y trabajar, repito, únicamente para conseguir el divertirse, es una idea insensata y sobrado pueril. Según Anacarsis, es preciso divertirse para dedicarse después a asuntos serios, y tiene mucha razón. La diversión es una especie de reposo y, como no se puede trabajar sin descanso, el ocio es una necesidad. Pero este ocio ciertamente no es el fin de la vida; porque sólo tiene lugar en vista del acto que se ha de realizar más tarde.
La vida dichosa es la vida conforme a la virtud; y esta vida es seria y laboriosa; no la constituyen las vanas diversiones. Las cosas serias están en general muy por encima de las gracias y de las burlas; y el acto de la mejor parte de nosotros, o de lo mejor del hombre, se considera siempre como el acto más serio. Ahora bien, el acto de lo mejor vale más por lo mismo que es el mejor y proporciona más felicidad. El ser más rebajado o un esclavo pueden gozar de los bienes del cuerpo como el más distinguido de los hombres. Sin embargo, no puede reconocerse la felicidad en un ser envilecido por la esclavitud, sino es en la forma que se reconoce en el la vida. La felicidad no consiste en estos miserables pasatiempos; consiste en los actos que son conformes a la virtud, como se ha dicho anteriormente.
Libro X. Capítulo VI. Continuación de la recapitulación de las teorías sobre la felicidad.
Si la felicidad sólo consiste en el acto que es conforme con la virtud es natural que este acto sea conforme con la virtud más elevada, es decir, la virtud de la parte mejor de nuestro ser. Y ya sea esta el entendimiento u otra parte que, según las leyes de la naturaleza, parezca hecha para mandar y dirigir y para tener conocimiento de las cosas verdaderamente bellas y divinas; o ya sea algo divino que hay en nosotros, o por lo menos lo que haya más divino en todo lo que existe en el interior del hombre, siempre resulta que el acto de esta parte conforme a su virtud propia debe ser la felicidad perfecta; y ya hemos dicho que este acto es el del pensamiento y de la contemplación.
Esta teoría concuerda exactamente con los principios que anteriormente hemos sentado y con la verdad. Por lo pronto este acto es sin contradicción el mejor acto, puesto que el entendimiento es lo más precioso que existe en nosotros y la cosa más preciosa entre todas las que son accesibles al conocimiento del entendimiento mismo. Además, este acto es aquel cuya continuidad podemos sostener mejor; porque podemos pensar por muchísimo más tiempo que podemos hacer ninguna otra cosa, cualquiera que ella sea.
Por otra parte, creemos que el placer debe mezclarse con la felicidad; y de todos los actos que son conformes con la virtud, el que nos encanta y nos agrada más, según opinión de todo el mundo, es el ejercicio de la sabiduría y de la ciencia. Los placeres que proporciona la filosofía son al parecer admirables por su pureza y por su certidumbre; y esta es la causa por qué procura mil veces más felicidad el saber que el buscar la ciencia. Esta independencia, de que tanto se habla, se encuentra principalmente en la vida intelectual y contemplativa.
Sin duda el sabio tiene necesidad de las cosas indispensables para la existencia, como la tiene el hombre justo y como la tienen los demás hombres, pero partiendo del supuesto de que todos tengan igualmente satisfecha esta primera necesidad, el justo necesita además de gentes para ejercitar en ellas y por ellas su justicia. En el mismo caso están el hombre templado, el valiente y todos los demás, puesto que necesitan estar en relación con otros hombres. El sabio, el verdadero sabio, puede, aun estando sólo consigo mismo, entregarse al estudio y a la contemplación; y cuanto más sabio sea más se entrega a el. No quiero decir que no le viniera bien tener colaboradores; pero no por eso deja de ser el sabio el más independiente de los hombres y el más capaz de bastarse a sí mismo.
Y aún puede añadirse, que esta vida del pensamiento es la única que se ama por sí misma; porque de esta vida no resulta otra cosa que la ciencia y la contemplación, mientras que en todas aquellas en que es necesario obrar, se va siempre en busca de un resultado que es más o menos extraño a la acción.
También se puede sostener que la felicidad consiste en el reposo y la tranquilidad; no se trabaja sino para llegar a descansar, como se hace la guerra para obtener la paz. Ahora bien; todas las virtudes prácticas tienen lugar y se ejercitan en la política o en la guerra; pero los actos que ellas exigen al parecer no dejan al hombre ni un instante de tregua, especialmente los de la guerra, en la que el reposo es cosa absolutamente desconocida. Y así nadie quiere la guerra ni la prepara por la guerra misma. Sería preciso ser un verdadero asesino para convertir en enemigos a sus amigos, y provocar por capricho combates y matanzas. En cuanto a la vida del hombre político, es tan poco tranquila como la del hombre de guerra. Además de la dirección de los negocios del Estado, es preciso que se ocupe incesantemente en conquistar el poder y los honores, o por lo menos en asegurar su felicidad personal y la de sus conciudadanos individualmente; porque esta felicidad es muy diferente, casi no es menester decirlo, de la felicidad general de la sociedad, y en nuestras indagaciones hemos procurado distinguirlas cuidadosamente.
Así, pues, entre los actos conformes con la virtud, los de la política y la guerra podrán superar a los demás en brillantez e importancia; pero tienen lugar en medio de la agitación y se llevan a cabo en vista de un fin extraño, pues no se los busca por sí mismos. Por el contrario, el acto del pensamiento y del entendimiento, siendo como es contemplativo, supone una aplicación mucho más seria; no tiene otro fin que él mismo, y lleva consigo el placer que le es exclusivamente propio y que se ve aumentado por la intensidad de la acción. Por lo tanto, así la independencia que se basta a sí misma, como la tranquilidad y la calma, toda la que el hombre puede disfrutar, y todas las ventajas análogas que se atribuyen de ordinario a la felicidad, todas estas cosas se encuentran en el acto del pensamiento contemplativo. Sólo esta vida es la que ciertamente constituye la felicidad perfecta del hombre, con tal que, añado yo, sea tan extensa como la vida; porque ninguna de las condiciones que se refieren a la felicidad puede ser incompleta.
Quizá esta vida tan digna sea superior a las fuerzas del hombre, o por lo menos si puede el hombre vivir de esta suerte, no es como hombre, sino en tanto que hay en él un algo divino. Y tanto cuanto este principio divino está por encima del compuesto a que él está unido, otro tanto el acto de este principio es superior a cualquier otro acto, sea el que quiera, conforme a la virtud.
Pero si el entendimiento es algo divino con relación al resto del hombre, la vida propia del entendimiento es una vida divina con relación a la vida ordinaria de la humanidad. Por lo tanto no hay que dar oídas a los que aconsejan al hombre que piense tan sólo en las cosas humanas, y al ser mortal que sólo piense en las cosas que son mortales como él. Lejos de esto, es preciso que el hombre se inmortalice tanto cuanto sea posible; y que haga un esfuerzo por vivir conforme al principio más noble de todos los que le constituyen. Aunque este principio no es nada, si se considera el pequeño espacio que ocupa, no por eso deja de ser infinitamente superior a todo lo demás del hombre en poder y en dignidad. En mi opinión, él es el que nos constituye a cada uno de nosotros y forma de cada cual un individuo, puesto que es la parte dominante y superior; y sería un absurdo en el hombre no adoptar su propia vida e ir a adoptar en cierta manera la de otro. El principio que antes dejamos sentado concuerda perfectamente con lo que decimos aquí: lo que es propio de un ser y conforme con su naturaleza está por encima de todo lo mejor y lo más agradable para él. Ahora bien; lo más propio del hombre es la vida del entendimiento, puesto que el entendimiento es verdaderamente todo el hombre; y por consiguiente, la vida del entendimiento es también la vida más dichosa a que el hombre puede aspirar.
Libro X. Capítulo VI. Superioridad de la felicidad intelectual.
La vida, que puede colocarse en segunda línea después de esta superior, es la que conforma con cualquiera otra virtud que no sean la sabiduría y la ciencia; porque los actos, que se refieren a nuestras facultades secundarias, son actos puramente humanos. De esta manera hacemos actos de justicia y de valor, practicamos otras virtudes en el comercio ordinario de la vida, cambiamos con nuestros semejantes mutuos servicios, y sostenemos con ellos relaciones de mil géneros, así como, en materia de sentimientos, procuramos dar a cada uno lo que le es debido; pero todos estos actos no salen de la esfera humana. Hay algunos que sólo afectan a cualidades del cuerpo; y en muchos casos la virtud moral del corazón se liga estrechamente a las pasiones. Por lo demás, la prudencia se une muy bien igualmente con la virtud moral, así como esta virtud se liga recíprocamente con la prudencia, porque los principios de la prudencia se relacionan íntimamente con las virtudes morales, y la regla de estas virtudes se encuentra completamente conforme con las de la prudencia. Pero las virtudes morales, como están entremezcladas con las pasiones, afectan, a decir verdad, al compuesto que constituye el hombre. Las virtudes del compuesto son simplemente humanas; por consiguiente, la vida, que practica estas virtudes, y la felicidad, que estas virtudes proporcionan, son puramente humanas. En cuanto a la felicidad de la inteligencia, esta está completamente aparte. Pero no quiero volver a tocar este punto, porque ir más lejos y precisar pormenores, sería traspasar el fin que nos hemos propuesto.
Añádase solamente, que la felicidad de la inteligencia no exige casi bienes exteriores, o más bien que los necesita mucho menos que la felicidad que resulta de la virtud moral. Las cosas absolutamente necesarias a la vida son condiciones indispensables para ambas, y en este punto están en una misma línea. Sin duda el hombre, que se consagra a la vida civil y política, tiene que ocuparse más del cuerpo y de todo lo que al cuerpo se refiere; sin embargo, sobre este punto hay siempre muy poca diferencia. Por lo contrario, con respecto a los actos, la diferencia es enorme. Así el hombre liberal y generoso tendrá necesidad de cierto grado de fortuna para ejercer su liberalidad; y el hombre justo no advertirá menos la necesidad de ella para corresponder dignamente a los demás en razón de lo que ha recibido; porque las intenciones no se ven y los hombres inicuos fingen con facilidad tener la intención de ser justos. El hombre de valor, por su parte, tiene también necesidad de un cierto poder, para realizar los actos conformes a la virtud que le distingue. El mismo hombre templado tiene necesidad de algún bienestar, porque si no tuviera medios de satisfacer sus necesidades, ¿cómo podría saber si era templado o si era otra cosa? Una cuestión que importa resolver es si el punto capital en la virtud es la intención o es el acto, pudiendo la virtud encontrarse a la vez en los actos y en la intención. En mi opinión, evidentemente no hay virtud completa si no aparecen reunidas ambas condiciones. Mas para las acciones se necesitan muchas cosas; y cuanto más bellas y grandes son, tanto más las necesitan.
Por lo contrario, cuando se trata de la felicidad que proporcionan la inteligencia y la reflexión, no hay necesidad, en razón del acto del que se entrega a ella, de todo esto; y hasta puede decirse que serian otros tantos obstáculos, por lo menos respecto a la contemplación y al pensamiento. Pero como en tanto que hombre y en tanto que se vive con los demás se siente uno inclinado a practicar la virtud, habrá necesidad precisamente de todos estos recursos materiales, para desempeñar el papel de hombre en la sociedad.
He aquí otra prueba de que la perfecta felicidad es un acto de pura contemplación. Suponemos siempre como incontestable, que los dioses son los más dichosos y los más afortunados de todos los seres. Pues bien; ¿qué actos pueden propiamente atribuirse a los dioses? ¿Es la justicia? ¿Y no nos formaríamos una idea bien ridícula de los dioses, si creyéramos que entre ellos se llevan a cabo convenios y se restituyen depósitos, y que mantienen otras mil relaciones de este género? ¿Se les puede tampoco atribuir actos de valor, el desprecio de los peligros, la constancia en afrontarlos, haciéndolo sólo por exigirlo el honor? ¿O acaso les atribuiremos actos de liberalidad? Pero en este caso, ¿a quién habrían de hacer sus donativos? Y entonces, sería preciso incurrir en el absurdo de suponer que se valen de la moneda y de otros expedientes del mismo género. Por otra parte, si son templados, ¿cuál es el mérito que en ello contraen? ¿No será una alabanza grosera decir que no tienen pasiones vergonzosas? Si se recorren al por menor todas las acciones que el hombre puede ejecutar, son todas verdaderamente bien mezquinas para atribuirlas a los dioses, y completamente indignas de su majestad. Sin embargo, el mundo entero cree en su existencia; por consiguiente se cree también que obran, porque al parecer no duermen siempre como Endimión. Pero si en el ser vivo se suprime la idea del obrar, y con más razón la idea de hacer algún acto exterior, ¿qué otra cosa le queda más que la contemplación? Así, pues, el acto de Dios, que supera en felicidad a todos los demás, es puramente contemplativo; y de los actos humanos el que se aproxima más íntimamente a este es también el acto que proporciona mayor grado de felicidad.
Añádase aún otra consideración, y es que el resto de los animales no participan de la felicidad, porque son absolutamente incapaces de este acto de que están privados. La existencia en los dioses es toda dichosa; en cuanto a los hombres sólo es dichosa en cuanto es una imitación de este acto divino; y para los demás animales, ni uno solo es partícipe de la felicidad, porque ninguno participa de esta facultad del pensamiento y de la contemplación. Tan lejos como va la contemplación, otro tanto avanza la felicidad; y los seres más capaces de reflexionar y de contemplar son igualmente los más dichosos, no indirectamente, sino por efecto de la contemplación misma, que tiene en sí un precio infinito; y en fin, en conclusión, la felicidad puede ser considerada como una especie de contemplación.

 

POLÍTICA
Libro I. Capítulo I. Origen del Estado y de la sociedad.
1) Todo Estado es evidentemente una asociación, y toda asociación no se forma sino en vista de algún bien, puesto que los hombres, cualesquiera que ellos sean, nunca hacen nada sino en vista de lo que les parece ser bueno. Es claro, por lo tanto, que todas las asociaciones tienden a un bien de cierta especie, y que el más importante de todos los bienes debe ser el objeto de la más importante de las asociaciones, de aquella que encierra todas las demás, y a la cual se llama precisamente Estado y asociación política.
No han tenido razón, pues, los autores para afirmar que los caracteres de rey, magistrado, padre de familia y dueño se confunden. Esto equivale a suponer, que toda la diferencia entre estos no consiste sino en el más y el menos, sin ser específica; que un pequeño número de administrados constituiría el dueño, un número mayor el padre de familia, uno más grande el magistrado o el rey; es suponer, en fin, que una gran familia es en absoluto un pequeño Estado. Estos autores añaden, por lo que hace al magistrado y al rey, que el poder del uno es personal e independiente, y que el otro es en parte jefe y en parte súbdito, sirviéndose de las definiciones mismas de su pretendida ciencia.
Toda esta teoría es falsa; y bastará, para convencerse de ello, adoptar en este estudio nuestro método habitual. Aquí, como en los demás casos, conviene reducir lo compuesto a sus elementos indescomponibles, es decir, a las más pequeñas partes del conjunto. Indagando así cuáles son los elementos constitutivos del Estado, reconoceremos mejor en qué difieren estos elementos, y veremos si se pueden sentar algunos principios científicos para resolver las cuestiones de que acabamos de hablar.
2) En esto, como en todo, remontarse al origen de las cosas y seguir atentamente su desenvolvimiento es el camino más seguro para la observación. Por lo pronto es obra de la necesidad la aproximación de dos seres que no pueden nada el uno sin el otro: me refiero a la unión de los sexos para la reproducción. Y en esto no hay nada de arbitrario, porque lo mismo en el hombre que en todos los demás animales y en las plantas existe un deseo natural de querer dejar tras sí un ser formado a su imagen. La naturaleza, teniendo en cuenta la necesidad de la conservación, ha creado a unos seres para mandar y a otros para obedecer. Ha querido que el ser dotado de razón y de previsión mande como dueño, así como también que el ser capaz por sus facultades corporales de ejecutar las órdenes, obedezca como esclavo, y de esta suerte el interés del señor y el del esclavo se confunden.
La naturaleza ha fijado por consiguiente la condición especial de la mujer y la del esclavo. La naturaleza no es mezquina como nuestros artistas, y nada de lo que hace se parece a los cuchillos de Delfos fabricados por aquellos. En la naturaleza, un ser no tiene más que un solo destino, porque los instrumentos son más perfectos cuando sirven, no para muchos usos, sino para uno sólo. Entre los bárbaros la mujer y el esclavo están en una misma línea, y la razón es muy clara; la naturaleza no ha creado entre ellos un ser destinado a mandar, y realmente no cabe entre los mismos otra unión que la de esclavo con esclava, y los poetas no se engañan cuando dicen:
«Sí, el griego tiene derecho a mandar al bárbaro»,
puesto que la naturaleza ha querido que bárbaro y esclavo fuesen una misma cosa.
Estas dos primeras asociaciones, la del señor y el esclavo, la del esposo y la mujer, son las bases de la familia, y Hesíodo lo ha dicho muy bien en este verso:
«La casa, después la mujer y el buey arador»
porque el pobre no tiene otro esclavo que el buey. Así, pues, la asociación natural y permanente es la familia, y Carondas ha podido decir de los miembros que la componen «que comían a la misma mesa», y Epiménides de Creta «que se calentaban en el mismo hogar».
La primera asociación de muchas familias, pero formada en virtud de relaciones que no son cotidianas, es el pueblo, que justamente puede llamarse colonia natural de la familia, porque los individuos que componen el pueblo, como dicen algunos autores, «han mamado la leche de la familia», son sus hijos, «los hijos de sus hijos». Si los primeros Estados se han visto sometidos a reyes, y si las grandes naciones lo están aún hoy, es porque tales Estados se formaron con elementos habituados a la autoridad real, puesto que, en la familia, el de más edad es el verdadero rey, y las colonias de la familia han seguido filialmente el ejemplo que se les había dado. Por esto, Homero ha podido decir:
«Cada uno por separado gobierna como señor a sus mujeres y a sus hijos».
En su origen todas las familias aisladas se gobernaban de esta manera. De aquí la común opinión según la que están los dioses sometidos a un rey, porque todos los pueblos reconocieron en otro tiempo o reconocen aún hoy la autoridad real, y los hombres nunca han dejado de atribuir a los dioses sus propios hábitos, así como se los representaban a imagen suya.
La asociación de muchos pueblos forma un Estado completo que llega, si puede decirse así, a bastarse absolutamente a sí mismo, teniendo por origen las necesidades de la vida y debiendo su subsistencia al hecho de ser éstas satisfechas.
Así el Estado procede siempre de la naturaleza lo mismo que las primeras asociaciones, cuyo fin último es aquél; porque la naturaleza de una cosa es precisamente su fin y lo que es cada uno de los seres cuando ha alcanzado su completo desenvolvimiento se dice que es su naturaleza propia, ya se trate de un hombre, de un caballo o de una familia. Puede añadirse que este destino y este fin de los seres es para los mismos el primero de los bienes, y bastarse a sí mismo es a la vez un fin y una felicidad. De donde se concluye evidentemente que el Estado es un hecho natural, que el hombre es un ser naturalmente sociable y que el que vive fuera de la sociedad por organización y no por efecto del azar es, ciertamente, o un ser degradado o un ser superior a la especie humana; y a él pueden aplicarse aquellas palabras de Homero:
«Sin familia, sin leyes, sin hogar…».
El hombre, que fuese por naturaleza tal como lo pinta el poeta, sólo respiraría guerra, porque sería incapaz de unirse con nadie como sucede a las aves de rapiña.
Si el hombre es infinitamente más sociable que las abejas y que todos los demás animales que viven en grey es evidentemente, como he dicho muchas veces, porque la naturaleza no hace nada en vano. Pues bien, ella concede la palabra al hombre exclusivamente. Es verdad que la voz puede realmente expresar la alegría y el dolor, y así no les falta a los demás animales, porque su organización les permite sentir estas dos afecciones y comunicárselas entre sí; pero la palabra ha sido concedida para expresar el bien y el mal y, por consiguiente, lo justo y lo injusto, y el hombre tiene esto de especial entre todos los animales: que sólo él percibe el bien y el mal, lo justo y lo injusto, y todos los sentimientos del mismo orden, cuya asociación constituye precisamente la familia y el Estado.
No puede ponerse en duda que el Estado está naturalmente sobre la familia y sobre cada individuo, porque el todo es necesariamente superior a la parte, puesto que una vez destruido el todo, ya no hay partes, no hay pies, no hay manos, a no ser que por una pura analogía de palabras se diga una mano de piedra, porque la mano separada del cuerpo no es ya una mano real. Las cosas se definen en general por los actos que realizan y pueden realizar, y tan pronto como cesa su aptitud anterior, no puede decirse ya que sean las mismas; lo único que hay es que están comprendidas bajo un mismo nombre. Lo que prueba claramente la necesidad natural del Estado y su superioridad sobre el individuo es que si no se admitiera, resultaría que puede el individuo entonces bastarse a sí mismo aislado así del todo como del resto de las partes; pero aquel que no puede vivir en sociedad y que en medio de su independencia no tiene necesidades no puede ser nunca miembro del Estado; es un bruto o un dios.
La naturaleza arrastra pues instintivamente a todos los hombres a la asociación política. El primero que la instituyó hizo un inmenso servicio, porque el hombre, que cuando ha alcanzado toda la perfección posible es el primero de los animales, es el último cuando vive sin leyes y sin justicia. En efecto, nada hay más monstruoso que la injusticia armada. El hombre ha recibido de la naturaleza las armas de la sabiduría y de la virtud, que debe emplear sobre todo para combatir las malas pasiones. Sin la virtud es el ser más perverso y más feroz, porque sólo tiene los arrebatos brutales del amor y del hambre. La justicia es una necesidad social, porque el derecho es la regla de vida para la asociación política, y la decisión de lo justo es lo que constituye el derecho.
3) Ahora que conocemos de una manera positiva las partes diversas de que se compone el Estado, debemos ocuparnos ante todo del régimen económico de las familias, puesto que el Estado se compone siempre de familias. Los elementos de la economía doméstica son precisamente los de la familia misma, que, para ser completa, debe comprender esclavos y hombres libres. Pero como para darse razón de las cosas, es preciso ante todo someter a examen las partes más sencillas de las mismas, siendo las partes primitivas y simples de la familia el señor y el esclavo, el esposo y la mujer, el padre y los hijos, deberán estudiarse separadamente estos tres órdenes de individuos, para ver lo que es cada uno de ellos y lo que debe ser. Tenemos primero la autoridad del señor, después la autoridad conyugal, ya que la lengua griega no tiene palabra particular para expresar esta relación del hombre a la mujer; y, en fin, la generación de los hijos, idea para la que tampoco hay una palabra especial. A estos tres elementos, que acabamos de enumerar, podría añadirse un cuarto, que ciertos autores confunden con la administración doméstica, y que, según otros, es cuando menos un ramo muy importante de ella: la llamada adquisición de la propiedad que también nosotros estudiaremos.
Ocupémonos desde luego del señor y del esclavo, para conocer a fondo las relaciones necesarias que los unen, y ver al mismo tiempo si podemos descubrir en esta materia ideas que satisfagan más que las recibidas hoy día.
Se sostiene por una parte, que hay una ciencia, propia del señor, la cual se confunde con la del padre de familia, con la del magistrado y con la del rey, de que hemos hablado al principio. Otros, por lo contrario, pretenden que el poder del señor es contra naturaleza; que la ley es la que hace a los hombres libres y esclavos, no reconociendo la naturaleza ninguna diferencia entre ellos; y que por último la esclavitud es inicua, puesto que es obra de la violencia.
Patricio de Azcárate, Obras de Aristóteles, Tomo I, Madrid, 1873.

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