Disertación sobre la democracia

 

Tema: ¿es la democracia el mejor sistema político?

 

Otras cuestiones relevantes:

  • ¿qué entendemos por «democracia»?
  • ¿vivimos realmente en democracia?
  • ¿deben las minorías subordinarse a la mayoría?
  • ¿es excesivo el poder de los partidos políticos?
  • ¿realmente nos representan nuestros políticos?
  • ¿es posible elegir con racionalidad plena nuestro voto?

 

Textos:

-Entonces la democracia surge, pienso, cuando los pobres, tras lograr la victoria, matan a unos, destierran a otros, y hacen partícipes a los demás del gobierno y las magistraturas, las cuales la mayor parte de las veces se establecen en este tipo de régimen por sorteo.

-En efecto – dijo Adimanto-, así es como se instituye la democracia, tanto si procede por medio de las armas o porque los otros, por miedo, se batan en retirada.

-¿Y de qué modo -pregunté yo- se rigen, y cómo es semejante organización política? Porque es evidente que el hombre que sea similar a él se revelará como hombre democrático.

-Es evidente.

-¿No sucede que son primeramente libres los ciudadanos, y que en el Estado abunda la libertad, particularmente la libertad de palabra y la libertad de hacer en el Estado lo que a cada uno le da la gana?

– Es lo que se dice, al menos.

– Y donde hay tal libertad es claro que cada uno impulsará la organización particular de su modo de vida tal como le guste.

[…]

– Así, pues: no tener obligación alguna de gobernar en este Estado, ni aun cuando seas capaz de hacerlo, ni de obedecer si no quieres, ni entrar en guerra cuando los demás están en guerra, ni guardar la paz cuando los demás la guardan, si no la deseas; a su vez, aun cuando una ley te prohíba gobernar y ser juez, no por eso dejar de gobernar y ser juez, si se te ocurre, ¿no es éste un modo de pasar el tiempo divino y delicioso, aunque sea de momento?

[…]

-¡Esta tolerancia que existe en la democracia, esta despreocupación por nuestras minucias, ese desdén hacia los principios que pronunciamos solemnemente cuando fundamos el Estado, como el de que, salvo que un hombre cuente con una naturaleza excepcional, jamás llegará a ser bueno si desde la tierna infancia no ha jugado con cosas valiosas ni se ha ocupado con todo lo de esa índole; la soberbia con que se pisotean todos esos principios, sin preocuparse por cuáles estudios se encamina un hombre hacia la política, sino rindiendo e honores a alguien con sólo que diga que es amigo del pueblo!

[…]

-¿Y no es a su vez el deseo insaciable de aquello que la democracia define como su bien lo que hace sucumbir a ésta?

-¿Y qué es lo que dices que define como su bien?

-La libertad; pues en un Estado democrático oirás, seguramente, que es tenida por lo más bello, y que, para quien sea libre por naturaleza, es el único Estado digno de vivir en él.

-En efecto, es una frase que se dice mucho.

-Por lo tanto, como iba a decir ahora, el deseo insaciable de la libertad y el descuido por las otras cosas es lo que altera este régimen politico y lo predispone para necesitar de la tiranía.

-¿De qué modo?

-Cuando un Estado democrático sediento de libertad llega a tener como jefes malos escanciadores, y se embriaga más de la cuenta con ese vino puro, entonces, pienso, castiga a los gobernantes que no son muy flexibles ni proporcionan libertad en abundancia, y los acusa de criminales y oligárquicos.

-Así procede, en efecto.

-Y a los que son sumisos con los gobernantes los injuria, como a esclavos voluntarios y gente sin valor; a los gobernantes que son similares a gobernados, y a los gobernados que son similares a gobernantes es a quienes se alaba y rinde honores en público y en privado. ¿No es forzoso que en semejante Estado la libertad avance en todas direcciones?

– No podría ser de otro modo.

-Si esto es así, amigo mío, la anarquía se desliza incluso dentro de las casas particulares, y concluye introduciéndose hasta en los animales.

Platón, República, cap. VIII

 

Considero como impía y detestable la máxima de que, en materia de gobierno, la mayoría de un pueblo tiene el derecho a hacerlo todo y, sin embargo, sitúo en la voluntad de la mayoría el origen de todos los poderes. ¿Estoy en contradicción conmigo mismo? Existe una ley general que ha sido hecha o por lo menos adoptada, no solamente por la mayoría de tal o cual pueblo, sino por la mayoría de todos los hombres. Esa ley, es la justicia. La justicia forma, pues, el lindero del derecho de cada pueblo. Una nación es como un jurado encargado de representar a la sociedad universal y de aplicar la justicia, que es su ley. El jurado, que representa a la sociedad, ¿debe tener más poder que la sociedad misma cuyas leyes aplica? Cuando me opongo a obedecer una ley injusta, no niego a la mayoría el derecho de mandar; apelo de la soberanía del pueblo ante la soberanía del género humano. Hay gente que no ha temido decir que un pueblo, en los objetos que no interesan sino a él mismo, no podía salirse enteramente de los límites de la justicia y de la razón, y que así no se podía tener el temor de dar todo el poder a la mayoría que lo representa. Pero ése es un lenguaje de esclavo. ¿Qué es una mayoría tomada colectivamente, sino un individuo que tiene opiniones y muy a menudo intereses contrarios a otro individuo que se llama la minoría? Los hombres al reunirse, ¿cambiaron acaso de carácter? ¿Se han vuelto más pacientes ante los obstáculos al volverse más fuertes? En cuanto a mí, no podría creerlo; y el poder de hacerlo todo, que rehuso a uno solo de mis semejantes, no lo concederé jamás a varios.

Alexis de Tocqueville, La democracia en América, 1835.

 

Nadie, creo yo, deplorará que las gentes gocen hoy en mayor medida y número que antes, ya que tienen para ello el apetito y los medios. Lo malo es que esta decisión tomada por las masas de asumir las actividades propias de las minorías no se manifiesta, ni puede manifestarse, sólo en el orden de los placeres, sino que es una manera general del tiempo. Así -anticipando lo que luego veremos-, creo que las innovaciones políticas de los más recientes años no significan otra cosa que el imperio político de las masas. La vieja democracia vivía templada por una abundante dosis de liberalismo y de entusiasmo por la ley. Al servir a estos principios, el individuo se obligaba a sostener en sí mismo una disciplina difícil. Al amparo del principio liberal y de la norma jurídica podían actuar y vivir las minorías. Democracia y ley, convivencia legal, eran sinónimos. Hoy asistimos al triunfo de una hiperdemocracia en que la masa actúa directamente sin ley, por medio de materiales presiones, imponiendo sus aspiraciones y sus gustos. Es falso interpretar las situaciones nuevas como si la masa se hubiese cansado de la política y encargase a personas especiales su ejercicio. Todo lo contrario. Eso era lo que antes acontecía, eso era la democracia liberal. La masa presumía que, al fin y al cabo, con todos sus defectos y lacras, las minorías de los políticos entendían un poco más de los problemas públicos que ella. Ahora, en cambio, cree la masa que tiene derecho a imponer y dar vigor de ley a sus tópicos de café. Yo dudo que haya habido otras épocas de la historia en que la muchedumbre llegase a gobernar tan directamente como en nuestro tiempo. Por eso hablo de hiperdemocracia. […] En nuestro tiempo domina el hombre-masa; es él quien decide. No se diga que esto era lo que acontecía ya en la época de la democracia, del sufragio universal, En el sufragio universal no deciden las masas, sino que su papel consistió en adherirse a la decisión de una u otra minoría. Éstas presentaban sus «programas» -excelente vocablo-. Los programas eran, en efecto, programas de vida colectiva. En ellos se invitaba a la masa a aceptar un proyecto de decisión. Hoy acontece una cosa muy diferente. Si se observa la vida pública de los países donde el triunfo de las masas ha avanzado más -son los países mediterráneos-, sorprende notar que en ellos se vive políticamente al día. El fenómeno es sobremanera extraño. El poder público se halla en manos de un representante de masas. Estas son tan poderosas, que han aniquilado toda posible oposición. Son dueñas del poder público en forma tan incontrastable y superlativa, que sería difícil encontrar en la historia situaciones de gobierno tan preponderante como éstas. Y, sin embargo, el poder público, el gobierno, vive al día; no se presenta como un porvenir franco, ni significa un anuncio claro de futuro, no aparece como comienzo de algo cuyo desarrollo o evolución resulte imaginable. En suma, vive sin programa de vida, sin proyecto. No sabe a dónde va, porque, en rigor, no va, no tiene camino prefijado, trayectoria anticipada. Cuando ese poder público intenta justificarse, no alude para nada al futuro, sino, al contrario, se recluye en el presente y dice con perfecta sinceridad: «soy un modo anormal de gobierno que es impuesto por las circunstancias». Es decir, por la urgencia del presente, no por cálculos del futuro. De aquí que su actuación se reduzca a esquivar el conflicto de cada hora; no a resolverlo, sino a escapar de él por de pronto, empleando los medios que sean, aun a costa de acumular, con su empleo, mayores conflictos sobre la hora próxima. Así ha sido siempre el poder público cuando lo ejercieron directamente las masas: omnipotente y efímero. El hombre-masa es el hombre cuya vida carece de proyectos y va a la deriva. Por eso no construye nada, aunque sus posibilidades, sus poderes, sean enormes. Y este tipo de hombre decide en nuestro tiempo.

José Ortega y Gasset, La rebelión de las masas, 1929.

 

Muchas formas de gobierno han sido probadas y se probarán en este mundo de pecado e infortunio. Nadie pretende que la democracia sea perfecta u omnisciente. En verdad, se ha dicho que es la peor forma de gobierno excepto todas las demás formas que han sido probadas en su oportunidad.

Winston Churchill, 1947.

 

Damos por supuesto que la democracia es un sistema político con múltiples variantes «realmente existentes». Por ello podríamos afirmar (valiéndonos de una fórmula que el mismo Aristóteles utilizó en otros contextos) que la democracia «se dice de muchas maneras». Pero la democracia es también un «sistema de ideologías», es decir, de ideas confusas, por no decir erróneas, que figuran como contenidos de una falsa conciencia, vinculada a los intereses de determinados grupos o clases sociales, en tanto se enfrentan mutuamente de un modo más o menos explícito o encubierto.

¿Es posible según esto analizar las democracias «realmente existentes» al margen de las ideologías que las envuelven y que envuelven también al analista? […]

Nuestra primera consideración tiene que ver con el tipo de realidad que, desde nuestras coordenadas, cabría reconocer a las democracias. […] Suponemos, por tanto, que «democracia», en cuanto realidad, no en cuanto mero contenido ideológico, es una forma (una categoría) política, a la manera como la circunferencia es una forma (una categoría) geométrica. […]

Nuestra segunda consideración previa quiere llamar la atención sobre un modo de usar el adjetivo «democrático» como calificativo de sujetos no políticos, con intención exaltativa o ponderativa; porque esta intención puede arrastrar una idea formal de democracia, en cuanto forma que por sí misma, y separada de la materia política, está sirviendo como justificación de la exaltación o ponderación de referencia. Así ocurre en expresiones tales como «ciencia democrática», «cristianismo democrático», «fútbol (o golf) democráticos», «agricultura democrática». Estas expresiones, y otras similares, son, según lo dicho, vacuas, y suponen una extensión oblicua o meramente metonímica, por denominación extrínseca, del adjetivo «democrático», que propiamente sólo puede aplicarse a un sustantivo incluido en la categoría política («parlamento democrático», «ejército democrático» o incluso «presupuestos democráticos»). El abuso que en nuestros días se hace del adjetivo democrático es del mismo género que el abuso propagandístico que, en la época de la bomba de Hiroshima, se hacía del adjetivo «atómico» («ventas atómicas», «espectáculo atómico», «éxitos atómicos»…). Pero no hay fútbol democrático, como no hay matemáticas democráticas, a no ser que esta expresión sea pensada por oposición a una supuesta matemática aristocrática («No hay caminos reales para aprender Geometría», dice Euclides a Tolomeo); ni hay cristianismo democrático, ni música democrática, aunque en cambio tenga sentido distinguir, en principio, entre las democracias con fútbol y las democracias con golf, las democracias cristianas y las agnósticas, o las democracias con desarrollo científico significativo y las democracias ágrafas.  […] En general, estos modos de utilización del adjetivo «democrático», como calificativo intencional de determinadas realidades sociales o culturales, arrastra la confusión permanente entre un plano subjetivo, intencional o genético (el plano del finis operantis) y un plano objetivo o estructural (el plano del finis operis); y estos planos no siempre son convergentes.

[…]

El hecho de que una resolución haya sido adoptada por mayoría absoluta de la asamblea o por un referéndum acreditado, no convierte tal resolución en una resolución democrática, porque no es tanto por su origen (por sus causas), sino por sus contenidos o por sus resultados (por sus efectos) por lo que una resolución puede ser considerada democrática. Una resolución democrática por el origen puede conducir, por sus contenidos, a situaciones difíciles para la democracia (por ejemplo, en el caso límite, la aprobación de un «acto de suicidio» democrático, o simplemente la aprobación de unos presupuestos que influyan selectivamente en un sector determinado del cuerpo electoral). Y no sólo porque incida en resultados formalmente políticos, por ejemplo caso de la dictadura comisarial (aprobada por una gran mayoría parlamentaria), sino simplemente porque incide, por la materia, en la propia sociedad política (como sería el caso de una decisión, fundada en principios metafísicos, relativa a la esterilización de todas las mujeres en nombre de un «principio feminista» que buscase la eliminación de las diferencias de sexo).

Gustavo Bueno, La democracia como ideología, 1997.