KANT, Crítica de la razón pura, Introducción.
I. Distinción entre el conocimiento puro y el empírico
No hay duda alguna de que todo nuestro conocimiento comienza con la experiencia. Pues ¿cómo podría ser despertada a actuar la facultad de conocer sino mediante objetos que afectan a nuestros sentidos y que ora producen por sí mismos representaciones, ora ponen en movimiento la capacidad del entendimiento para comparar estas representaciones, para enlazarlas o separarlas y para elaborar de este modo la materia bruta de las impresiones sensibles con vistas a un conocimiento de los objetos denominado experiencia? Por consiguiente, en el orden temporal, ningún conocimiento precede a la experiencia y todo conocimiento comienza con ella. Pero, aunque todo nuestro conocimiento empiece con la experiencia, no por eso procede todo él de la experiencia. En efecto, podría ocurrir que nuestro mismo conocimiento empírico fuera una composición de lo que recibimos mediante las impresiones y de lo que nuestra propia facultad de conocer produce (simplemente motivada por las impresiones) a partir de sí misma. En tal supuesto, no distinguiríamos esta adición respecto de dicha materia fundamental hasta tanto que un prolongado ejercicio nos hubiese hecho fijar en ella y nos hubiese adiestrado para separarla. Consiguientemente, al menos una de las cuestiones que se hallan más necesitadas de un detenido examen y que no pueden despacharse de un plumazo es la de saber si existe semejante conocimiento independiente de la experiencia e, incluso, de las impresiones de los sentidos. Tal conocimiento se llama a priori y se distingue del empírico, que tiene fuentes a posteriori, es decir, en la experiencia. De todas formas, la expresión a priori no es suficientemente concreta para caracterizar por entero el sentido de la cuestión planteada. En efecto, se suele decir de algunos conocimientos derivados de fuentes empíricas que somos capaces de participar de ellos o de obtenerlos a priori, ya que no los derivamos inmediatamente de la experiencia, sino de una regla universal que sí es extraída, no obstante, de la experiencia. Así, decimos que alguien que ha socavado los cimientos de su casa puede saber a priori que ésta se caerá, es decir, no necesita esperar la experiencia de su caída de hecho. Sin embargo, ni siquiera podría saber esto enteramente a priori, pues debería conocer de antemano, por experiencia, que los cuerpos son pesados y que, consiguientemente, se caen cuando se les quita el soporte. En lo que sigue entenderemos, pues, por conocimiento a priori el que es absolutamente independiente de toda experiencia, no el que es independiente de ésta o aquella experiencia. A él se opone el conocimiento empírico, el que sólo es posible a posteriori, es decir, mediante la experiencia. Entre los conocimientos a priori reciben el nombre de puros aquellos a los que no se ha añadido nada empírico. Por ejemplo, la proposición «Todo cambio tiene su causa» es a priori, pero no pura, ya que el cambio es un concepto que sólo puede extraerse de la experiencia.
II. Estamos en posesión de determinados conocimientos a priori que se hallan incluso en el entendimiento común.
Se trata de averiguar cuál es el criterio seguro para distinguir el conocimiento puro del conocimiento empírico. La experiencia nos enseña que algo tiene éstas u otras características, pero no que no pueda ser de otro modo. En consecuencia, si se encuentra, en primer lugar, una proposición que, al ser pensada, es simultáneamente necesaria, tenemos un juicio a priori. Si, además, no deriva de otra que no sea válida, como proposición necesaria, entonces es una proposición absolutamente a priori. En segundo lugar, la experiencia nunca otorga a sus juicios una universalidad verdadera o estricta, sino simplemente supuesta o comparativa (inducción), de tal manera que debe decirse propiamente: de acuerdo con lo que hasta ahora hemos observado, no se encuentra excepción alguna en esta o aquella regla. Por consiguiente, si se piensa un juicio con estricta universalidad, es decir, de modo que no admita ninguna posible excepción, no deriva de la experiencia, sino que es válido absolutamente a priori. La universalidad empírica no es, pues, más que una arbitraria extensión de la validez: se pasa desde la validez en la mayoría de los casos a la validez en todos los casos, como ocurre, por ejemplo, en la proposición «Todos los cuerpos son pesados». Por el contrario, en un juicio que posee esencialmente universalidad estricta ésta apunta a una especial fuente de conocimiento, es decir, a una facultad de conocimiento a priori. Necesidad y universalidad estricta son, pues, criterios seguros de un conocimiento a priori y se hallan inseparablemente ligados entre sí. Pero, dado que en su aplicación es, de vez en cuando, más fácil señalar la limitación empírica de los juicios que su contingencia, o dado que a veces es más convincente mostrar la ilimitada universalidad que atribuimos a un juicio que la necesidad del mismo, es aconsejable servirse por separado de ambos criterios, cada uno de los cuales es por sí solo infalible. Es fácil mostrar que existen realmente en el conocimiento humano semejantes juicios necesarios y estrictamente universales, es decir, juicios puros a priori. Si queremos un ejemplo de las ciencias, sólo necesitamos fijarnos en todas las proposiciones de las matemáticas. Si queremos un ejemplo extraído del uso más ordinario del entendimiento, puede servir la proposición «Todo cambio ha de tener una causa». Efectivamente, en ésta última el concepto mismo de causa encierra con tal evidencia el concepto de necesidad de conexión con un efecto y el de estricta universalidad de la regla, que dicho concepto desaparecería totalmente si quisiéramos derivarlo, como hizo Hume, de una repetida asociación entre lo que ocurre y lo que precede y de la costumbre (es decir, de una necesidad meramente subjetiva), nacida de tal asociación, de enlazar representaciones. Podríamos también, sin acudir a tales ejemplos para demostrar que existen en nuestro conocimiento principios puros a priori, mostrar que éstos son indispensables para que sea posible la experiencia misma y, consiguientemente, exponerlos a priori. Pues ¿de dónde sacaría la misma experiencia su certeza si todas las reglas conforme a las cuales avanza fueran empíricas y, por tanto, contingentes? De ahí que difícilmente podamos considerar tales reglas como primeros principios. A este respecto nos podemos dar por satisfechos con haber establecido como un hecho el uso puro de nuestra facultad de conocer y los criterios de este uso. Pero no solamente encontramos un origen a priori entre juicios, sino incluso entre algunos conceptos. Eliminemos gradualmente de nuestro concepto empírico de cuerpo todo lo que tal concepto tiene de empírico: el color, la dureza o blandura, el peso, la misma impenetrabilidad. Queda siempre el espacio que dicho cuerpo (desaparecido ahora totalmente) ocupaba. No podemos eliminar este espacio. Igualmente, si en el concepto empírico de un objeto cualquiera, corpóreo o incorpóreo, suprimimos todas las propiedades que nos enseña la experiencia, no podemos, de todas formas, quitarle aquélla mediante la cual pensamos dicho objeto como sustancia o como inherente a una sustancia, aunque este concepto sea más determinado que el de objeto en general. Debemos, pues, confesar, convencidos por la necesidad con que el concepto de sustancia se nos impone, que se asienta en nuestra facultad de conocer a priori.
III. La filosofía necesita una ciencia que determine la posibilidad, los principios y la extensión de todos los conocimientos a priori.
Más importancia [que todo lo anterior] tiene el hecho de que algunos conocimientos abandonen incluso el campo de toda experiencia posible y posean la apariencia de extender nuestros juicios más allá de todos los límites de la misma por medio de conceptos a los que ningún objeto empírico puede corresponder. Y es precisamente en estos últimos conocimientos que traspasan el mundo de los sentidos y en los que la experiencia no puede proporcionar ni guía ni rectificación donde la razón desarrolla aquellas investigaciones que, por su importancia, nosotros consideramos como más sobresalientes y de finalidad más relevante que todo cuanto puede aprender el entendimiento en el campo fenoménico. Por ello preferimos afrontarlo todo, auna riesgo de equivocarnos, antes que abandonar tan urgentes investigaciones por falta de resolución, por desdén o por indiferencia. [Estos inevitables problemas de la misma razón pura son: Dios, la libertad y la inmortalidad. Pero la ciencia que, con todos sus aprestos, tiene por único objetivo final el resolverlos es la metafísica. Esta ciencia procede inicial mente de forma dogmática, es decir, emprende confiadamente la realización de una tarea tan ingente sin analizar de antemano la capacidad o incapacidad de la razón para llevarla a cabo.] Ahora bien, parece natural que, una vez abandonada la experiencia, no se levante inmediatamente un edificio a base de conocimientos cuya procedencia ignoramos y a cuenta de principios de origen desconocido, sin haberse cerciorado previamente de su fundamentación mediante un análisis cuidadoso. Parece obvio, por tanto, que [más bien] debería suscitarse antes la cuestión relativa a cómo puede el entendimiento adquirir todos esos conocimientos a priori y a cuáles sean la extensión, la legitimidad y el valor de los mismos. De hecho, nada hay más natural, si por la palabra natural se entiende lo que se podría razonablemente esperar que sucediera. Pero, si por natural entendemos lo que normalmente ocurre, nada hay más natural ni comprensible que el hecho de que esa investigación haya quedado largo tiempo desatendida. Pues una parte de dichos conocimientos, [como] los de la matemática, gozan de confianza desde hace mucho, y por ello hacen concebir a otros conocimientos halagüeñas perspectivas, aunque éstos otros sean de naturaleza completamente distinta. Además, una vez traspasado el círculo de la experiencia, se tiene la plena seguridad de no ser refutado por ella. Es tan grande la atracción que sentimos por ampliar nuestros conocimientos, que sólo puede parar nuestro avance el tropiezo con una contradicción evidente. Pero tal contradicción puede evitarse por el simple medio de elaborar con cautela las ficciones, que no por ello dejan de serlo. Las matemáticas nos ofrecen un ejemplo brillante de lo lejos que podemos llegar en el conocimiento a priori prescindiendo de la experiencia. Efectivamente, esta disciplina sólo se ocupa de objetos y de conocimientos en la medida en que sean representables en la intuición. Pero tal circunstancia es fácilmente pasada por alto, ya que esa intuición puede ser, a su vez, dada a priori, con lo cual apenas se distingue de un simple concepto puro. Entusiasmada con semejante prueba del poder de la razón, nuestra tendencia a extender el conocimiento no reconoce límite ninguno. La ligera paloma, que siente la resistencia del aire que surca al volar libremente, podría imaginarse que volaría mucho mejor aún en un espacio vacío. De esta misma forma abandonó Platón el mundo de los sentidos, por imponer límites tan estrechos1 al entendimiento. Platón se atrevió a ir más allá de ellos, volando en el espacio vacío de la razón pura por medio de las alas de las ideas. No se dio cuenta de que, con todos sus esfuerzos, no avanzaba nada, ya que no tenía punto de apoyo, por así decirlo, no tenía base donde sostenerse y donde aplicar sus fuerzas para hacer mover el entendimiento. Pero suele ocurrirle a la razón humana que termina cuanto antes su edificio en la especulación y no examina hasta después si los cimientos tienen el asentamiento adecuado. Se recurre entonces a toda clase de pretextos que nos aseguren de su firmeza o que [incluso] nos dispensen [más bien] de semejante examen tardío y peligroso. Pero lo que nos libra de todo cuidado y de toda sospecha mientras vamos construyendo el edificio y nos halaga con una aparente solidez es lo siguiente: una buena parte —tal vez la mayor— de las tareas de nuestra razón consiste en analizar los conceptos que ya poseemos de los objetos. Esto nos proporciona muchos conocimientos que, a pesar de no ser sino ilustraciones o explicaciones de algo ya pensado en nuestros conceptos (aunque todavía de forma confusa), son considerados, al menos por su forma, como nuevas ideas, aunque por su materia o contenido no amplíen, sino que simplemente detallen, los conceptos que poseemos. Ahora bien, dado que con este procedimiento obtenemos un verdadero conocimiento a priori que avanza con seguridad y provecho, la razón, con tal pretexto, introduce inadvertidamente afirmaciones del todo distintas, afirmaciones en las que la razón añade conceptos enteramente extraños a los ya dados [y, además, lo hace] a priori, sin que se sepa cómo los añade y sin permitir siquiera que se plantee este cómo. Por ello quiero tratar, desde el principio, de la diferencia de estas dos especies de conocimiento.
IV. Distinción entre los juicios analíticos y los sintéticos.
En todos los juicios en los que se piensa la relación entre un sujeto y un predicado (me refiero sólo a los afirmativos, pues la aplicación de los negativos es fácil [después]), tal relación puede tener dos formas: o bien el predicado B pertenece al sujeto A como algo que está (implícitamente) contenido en el concepto A, o bien B se halla completamente fuera del concepto A, aunque guarde con él alguna conexión. En el primer caso llamo al juicio analítico; en el segundo, sintético. Los juicios analíticos (afirmativos) son, pues, aquellos en que se piensa el lazo entre predicado y sujeto mediante la identidad; aquellos en que se piensa dicho lazo sin identidad se llamarán sintéticos. Podríamos también denominar los primeros juicios explicativos, y extensivos los segundos, ya que aquéllos no añaden nada al concepto del sujeto mediante el predicado, sino que simplemente lo descomponen en sus conceptos parciales, los cuales eran ya pensados en dicho concepto del sujeto (aunque de forma confusa). Por el contrario, los últimos añaden al concepto del sujeto un predicado que no era pensado en él ni podía extraerse de ninguna descomposición suya. Si digo, por ejemplo: «Todos los cuerpos son extensos», tenemos un juicio analítico. En efecto, no tengo necesidad de ir más allá del concepto que ligo a «cuerpo» para encontrar la extensión como enlazada con él. Para hallar ese predicado, no necesito sino descomponer dicho concepto, es decir, adquirir conciencia de la multiplicidad que siempre pienso en él. Se trata, pues, de un juicio analítico. Por el contrario, si digo «Todos los cuerpos son pesados», el predicado constituye algo completamente distinto de lo que pienso en el simple concepto de cuerpo en general. Consiguientemente, de la adición de semejante predicado surge un juicio sintético. Los juicios de experiencia, como tales, son todos sintéticos. En efecto, sería absurdo fundar un juicio analítico en la experiencia, ya que para formularlo no tengo que salir de mi concepto. No me hace falta, pues, ningún testimonio de la experiencia. «Un cuerpo es extenso» es una proposición que se sostiene apriori, no un juicio de experiencia, pues ya antes de recurrir a la experiencia tengo en el concepto de cuerpo todos los requisitos exigidos por el juicio. Sólo de tal concepto puedo extraer el predicado, de acuerdo con el principio de contradicción, y, a la vez, sólo él me hace adquirir conciencia de la necesidad del juicio, necesidad que jamás me enseñaría la experiencia. Por el contrario, aunque no incluya el predicado «pesado» en el concepto de cuerpo en general, dicho concepto designa un objeto de experiencia mediante una parte de ella. A esta parte puedo añadir, pues, otras partes como pertenecientes a la experiencia anterior. Puedo reconocer de antemano el concepto de cuerpo analíticamente mediante las propiedades de extensión, impenetrabilidad, figura, etc., todas las cuales son pensadas en dicho concepto. Pero ampliando ahora mi conocimiento y volviendo la mirada hacia la experiencia de la que había extraído este concepto de cuerpo, encuentro que el peso va siempre unido a las mencionadas propiedades y, consiguientemente, lo añado a tal concepto como predicado sintético. La posibilidad de la síntesis del predicado «pesado» con el concepto de cuerpo se basa, pues, en la experiencia, ya que, si bien ambos conceptos no están contenidos el uno en el otro, se hallan en mutua correspondencia, aunque sólo fortuitamente, como partes de un todo, es decir, como partes de una experiencia que constituye, a su vez, una conexión sintética entre las intuiciones. En el caso de los juicios sintéticos a priori, nos falta esa ayuda enteramente. ¿En qué me apoyo y qué es lo que hace posible la síntesis si quiero ir más allá del concepto A para reconocer que otro concepto B se halla ligado al primero, puesto que en este caso no tengo la ventaja de acudir a la experiencia para verlo? Tomemos la proposición: «Todo lo que sucede tiene su causa». En el concepto «algo que sucede» pienso, desde luego, una existencia a la que precede un tiempo, etc., y de tal concepto pueden desprenderse juicios analíticos. Pero el concepto de causa [se halla completamente fuera del concepto anterior e] indica algo distinto de «lo que sucede»; no está, pues, contenido en esta última representación. ¿Cómo llego, por tanto, a decir de «lo que sucede» algo completamente distinto y a reconocer que el concepto de causa pertenece a «lo que sucede» [e incluso de modo necesario], aunque no esté contenido en ello? ¿Qué es lo que constituye aquí la incógnita X en la que se apoya el entendimiento cuando cree hallar fuera del concepto A un predicado B extraño al primero y que considera, no obstante, como enlazado con él? No puede ser la experiencia, pues el mencionado principio no sólo ha añadido la segunda representación1 a la primera aumentando su generalidad, sino incluso expresando necesidad, es decir, de forma totalmente a priori y a partir de meros conceptos. El objetivo final de nuestro conocimiento especulativo a priori se basa por entero en semejantes principios sintéticos o extensivos. Pues aunque los juicios analíticos son muy importantes y necesarios, solamente lo son con vistas a alcanzar la claridad de conceptos requerida para una síntesis amplia y segura, como corresponde a una adquisición realmente nueva.
V. Todas las ciencias teóricas de la razón contienen juicios sintéticos a priori como principios.
1. Los juicios matemáticos son todos sintéticos. Este principio parece no haber sido notado por las observaciones de quienes han analizado la razón hasta hoy. Es más, parece oponerse precisamente a todas sus conjeturas, a pesar de ser irrefutablemente cierto y a pesar de tener consecuencias muy importantes. Al advertirse que todas las conclusiones de los matemáticos se desarrollaban de acuerdo con el principio de contradicción (cosa exigida por el carácter de toda certeza apodíctica), se supuso que las proposiciones básicas se conocían igualmente a partir de dicho principio. Pero se equivocaron, ya que una proposición sintética puede ser entendida, efectivamente, de acuerdo con el principio de contradicción, pero no por sí misma, sino sólo en la medida en que se presupone otra proposición sintética de la cual pueda derivarse. Ante todo hay que tener en cuenta lo siguiente: las proposiciones verdaderamente matemáticas son siempre juicios a priori, no empíricos, ya que conllevan necesidad, cosa que no puede ser tomada de la experiencia. Si no se quiere admitir esto, entonces limitaré mi principio a la matemática pura, cuyo concepto implica, por sí mismo, que no contiene conocimiento empírico alguno, sino sólo conocimiento puro a priori. Se podría pensar, de entrada, que la proposición 7 + 5 = 12 es una simple proposición analítica, que se sigue, de acuerdo con el principio de contradicción, del concepto de suma de siete y cinco. Pero, si se observa más de cerca, se advierte que el concepto de suma de siete y cinco no contiene otra cosa que la unión de ambos números en uno solo, con lo cual no se piensa en absoluto cuál sea ese número único que sintetiza los dos. El concepto de doce no está todavía pensado en modo alguno al pensar yo simplemente dicha unión de siete y cinco. Puedo analizar mi concepto de esa posible suma el tiempo que quiera, pero no encontraré en tal concepto el doce. Hay que ir más allá de esos conceptos y acudir a la intuición correspondiente a uno de los dos, los cinco dedos de nuestra mano, por ejemplo, o bien (como hace Segner en su Aritmética) cinco puntos, e ir añadiendo sucesivamente al concepto de siete las unidades del cinco dado en la intuición. En efecto, tomo primero el número 7 y, acudiendo a la intuición de los dedos de la mano para el concepto de 5, añado al número 7, una a una (según la imagen de la mano), las unidades que previamente he reunido para formar el número 5, y de esta forma veo surgir el número 12. Que 5 tenía que ser añadido a 7 lo he pensado ciertamente en el concepto de suma 7 + 5, pero no que tal suma fuera igual a 12. Por consiguiente, la proposición aritmética es siempre sintética, cosa de la que nos percatamos con mayor claridad cuando tomamos números algo mayores, ya que entonces se pone claramente de manifiesto que, por muchas vueltas que demos a nuestros conceptos, jamás podríamos encontrar la suma mediante un simple análisis de los mismos, sin acudir a la intuición. De la misma forma, ningún principio de la geometría pura es analítico. «La línea recta es la más corta entre dos puntos» es una proposición sintética. En efecto, mi concepto de recto no contiene ninguna magnitud, sino sólo cualidad. El concepto «la más corta» es, pues, añadido enteramente desde fuera. Ningún análisis puede extraerlo del concepto de línea recta. Hay que acudir, pues, a la intuición, único factor por medio del cual es posible la síntesis. Aunque2 algunos de los principios supuestos por los geómetras son analíticos y se basan en el principio de contradicción, sólo sirven, al igual que las proposiciones idénticas, como eslabones del método, no como principios. Por ejemplo: a = a, el todo es igual a sí mismo, o bien (a + b) > a, el todo es mayor que una de sus partes. Sin embargo, estos mismos principios sólo se admiten en matemáticas, a pesar de ser inmediatamente válidos por sus meros conceptos, en cuanto que son susceptibles de representación intuitiva. Lo único que nos hace creer, de ordinario, que el predicado de tales juicios apodícticos se halla ya en nuestro concepto y que, consiguientemente, el juicio es analítico, es la ambigüedad de la expresión. Efectivamente, a un concepto dado hay que agregarle en el pensamiento un cierto predicado, y tal necesidad es inherente a los conceptos. Pero la cuestión no reside en qué es lo que se debe agregar al concepto dado, sino en qué sea lo que de hecho se piensa en él, aunque sólo sea de modo oscuro. Entonces queda claro que, si bien el predicado se halla necesariamente ligado a dicho concepto, no lo está en cuanto pensado en éste último, sino gracias a una intuición que ha de añadirse al concepto.
2. La ciencia natural (física) contiene juicios sintéticos a priori como principios. Sólo voy a presentar un par de proposiciones como ejemplo. Sea ésta: «en todas las modificaciones del mundo corpóreo permanece invariable la cantidad de materia», o bien: «en toda transmisión de movimiento, acción y reacción serán siempre iguales». Queda claro en ambas proposiciones no sólo que su necesidad es a priori y, por consiguiente, su origen, sino también que son sintéticas. En efecto, en el concepto de materia no pienso la permanencia, sino sólo su presencia en el espacio que llena. Sobrepaso, pues, realmente el concepto de materia y le añado a priori algo que no pensaba en él. La proposición no es, por tanto, analítica, sino sintética y, no obstante, es pensada a priori. Lo mismo ocurre en el resto de las proposiciones pertenecientes a la parte pura de la ciencia natural.
3. En la metafísica —aunque no se la considere hasta ahora más que como una tentativa de ciencia, si bien indispensable teniendo en cuenta la naturaleza de la razón humana— deben contenerse conocimientos sintéticos a priori. Su tarea no consiste simplemente en analizar conceptos que nos hacemos a priori de algunas cosas y en explicarlos analíticamente por este medio, sino que pretendemos ampliar nuestro conocimiento a priori. Para ello tenemos que servirnos de principios que añadan al concepto dado algo que no estaba en él y alejarnos tanto del mismo, mediante juicios sintéticos a priori, que ni la propia experiencia puede seguirnos, como ocurre en la proposición «El mundo ha de tener un primer comienzo» y otras semejantes. La metafísica no se compone, pues, al menos según su fin, más que de proposiciones sintéticas a priori.
VI. Problema general de la razón pura
Representa un gran avance el poder reducir multitud de investigaciones a la fórmula de un único problema. No sólo se alivia así el propio trabajo determinándolo con exactitud, sino también la tarea crítica de cualquier otra persona que quiera examinar si hemos cumplido o no satisfactoriamente nuestro propósito. Pues bien, la tarea propia de la razón pura se contiene en esta pregunta: ¿cómo son posibles los juicios sintéticos a priori? El que la metafísica haya permanecido hasta el presente en un estado tan vacilante, inseguro y contradictorio, se debe únicamente al hecho de no haberse planteado antes el problema —y quizá ni siquiera la distinción— de los juicios analíticos y sintéticos. De la solución de este problema o de una prueba suficiente de que no existe en absoluto la posibilidad que ella pretende ver aclarada, depende el que se sostenga o no la metafísica. David Hume, el filósofo que más penetró en este problema, pero sin ver, ni de lejos, su generalidad y su concreción de forma suficiente, sino quedándose simplemente en la proposición sintética que liga el efecto a su causa (principium causalitatis), creyó mostrar que semejante proposición era totalmente imposible a priori. Según las conclusiones de Hume, todo lo que llamamos metafísica vendría a ser la mera ilusión de pretendidos conocimientos racionales de algo que, de hecho, sólo procede de la experiencia y que adquiere la apariencia de necesidad gracias a la costumbre. Si Hume hubiese tenido presente nuestro problema en su universalidad, jamás se le habría ocurrido semejante afirmación, que elimina toda filosofía pura. En efecto, hubiera visto que, según su propio razonamiento, tampoco sería posible la matemática pura, ya que ésta contiene ciertamente proposiciones sintéticas apriori. Su sano entendimiento le hubiera prevenido de formular tal aserto. La solución de dicho problema incluye, a la vez, la posibilidad del uso puro de la razón en la fundamentación y desarrollo de todas las ciencias que contengan un conocimiento teórico a priori de objetos, es decir, incluye la respuesta a las siguientes preguntas:
¿Cómo es posible la matemática pura? ¿Cómo es posible la ciencia natural pura?
Como tales ciencias ya están realmente dadas, es oportuno preguntar cómo son posibles, ya que el hecho de que deben serlo queda demostrado por su realidad. Por lo que se refiere a la metafísica, la marcha negativa que hasta la fecha ha seguido hace dudar a todo el mundo, con razón, de su posibilidad. Esto por una parte; por otra, ninguna de las formas adoptadas hasta hoy por la metafísica permite afirmar, por lo que a su objetivo esencial atañe, que exista realmente.
No obstante, de alguna forma se puede considerar esa especie de conocimiento como dada y, si bien la metafísica no es real en cuanto ciencia, sí lo es, al menos, en cuanto disposición natural (metaphysica naturalis). En efecto, la razón humana avanza inconteniblemente hacia esas cuestiones, sin que sea sólo la vanidad de saber mucho quien la mueve a hacerlo. La propia necesidad la impulsa hacia unas preguntas que no pueden ser respondidas ni mediante el uso empírico de la razón ni mediante los principios derivados de tal uso. Por ello ha habido siempre en todos los hombres, así que su razón se extiende hasta la especulación, algún tipo de metafísica, y la seguirá habiendo en todo tiempo. Preguntamos, pues: ¿cómo es posible la metafísica como disposición natural?, es decir, ¿cómo surgen de la naturaleza de la razón humana universal las preguntas que la razón pura se plantea a sí misma y a las que su propia necesidad impulsa a responder lo mejor que puede? Pero, teniendo en cuenta que todas las tentativas realizadas hasta la fecha para responder estas preguntas naturales (por ejemplo, si el mundo tiene un comienzo o existe desde toda la eternidad, etc.) siempre han chocado con ineludibles contradicciones, no podemos conformarnos con la simple disposición natural hacia la metafísica, es decir, con la facultad misma de la razón pura, de la que siempre nace alguna metafísica, sea la que sea. Más bien ha de ser posible llegar, gracias a dicha facultad, a la certeza sobre el conocimiento o desconocimiento de los objetos, es decir, a una decisión acerca de los objetos de sus preguntas, o acerca de la capacidad o falta de capacidad de la razón para juzgar sobre ellos. Por consiguiente, ha de ser posible, o bien ampliar la razón pura con confianza o bien ponerle barreras concretas y seguras. Esta última cuestión, que se desprende del problema universal anterior, sería la siguiente: ¿cómo es posible la metafísica como ciencia? En último término, la crítica de la razón nos conduce, pues, necesariamente a la ciencia. Por el contrario, el uso dogmático de ésta, sin crítica, desemboca en las afirmaciones gratuitas —a las que pueden contraponerse otras igualmente ficticias— y, consiguientemente, en el escepticismo. Tampoco puede tener esta ciencia una extensión desalentadoramente larga, ya que no se ocupa de los objetos de la razón, cuya variedad es infinita, sino de la tazón misma, de problemas que surgen enteramente desde dentro de sí misma y que se le presentan, no por la naturaleza de cosas distintas de ella, sino por la suya propia. Una vez que la tazón ha obtenido un pleno conocimiento previo de su propia capacidad respecto de los objetos que se le puedan ofrecer en la experiencia, tiene que resultarle fácil determinar completamente y con plena seguridad la amplitud y los límites de su uso cuando intenta sobrepasar las fronteras de la experiencia. Todos los esfuerzos hasta ahora realizados para elaborar dogmáticamente una metafísica podemos y debemos considerarlos como no ocurridos, ya que cuanto hay en ellos de analítico o mera descomposición de los conceptos inherentes a priori en nuestra razón no constituye aún el fin, sino sólo una preparación para la metafísica propiamente dicha, es decir, para ampliar sintéticamente los conocimientos propios a priori. Dicho análisis no nos vale para tal ampliación, ya que se limita a mostrar el contenido de esos conceptos, pero no la forma de obtenerlos a priori. De modo que no nos sirve como punto de comparación para establecer después el uso válido de tales conceptos en relación con los objetos de todo conocimiento en general. Tampoco hace falta gran espíritu de abnegación para abandonar todas esas pretensiones, ya que las contradicciones innegables —y, desde su método dogmático, inevitables— de la razón hace ya mucho tiempo que privaron a toda metafísica de su prestigio. Más firmeza nos hará falta si no queremos que la dificultad interior y la resistencia exterior nos hagan desistir de promocionar al fin hasta un próspero y fructífero crecimiento (mediante un tratamiento completamente opuesto al hasta ahora seguido) una ciencia que es imprescindible para la razón humana, una ciencia de la que se puede cortar el tronco cada vez que rebrote, pero de la que no se pueden arrancar las raíces.
VII. Idea y división de una ciencia especial con el nombre de crítica de la razón pura.
De todo lo anterior se desprende la idea de una ciencia especial que puede llamarse la Crítica de la razón pura, ya que razón es la facultad que proporciona los principios del conocimiento a priori. De ahí que razón pura sea aquella que contiene los principios mediante los cuales conocemos algo absolutamente a priori. Un organon de la razón pura sería la síntesis de aquellos principios de acuerdo con los cuales se pueden adquirir y lograr realmente todos los conocimientos puros a priori. La aplicación exhaustiva de semejante organon suministraría un sistema de la razón pura. Ahora bien, este sistema es muy apetecido y queda todavía por saber si es posible también [aquí], y en qué casos, ampliar1 nuestro conocimiento. Por ello podemos considerar una ciencia del simple examen de la razón pura, de sus fuentes y de sus límites, como la propedéutica del sistema de la razón pura. Tal propedéutica no debería llamarse doctrina de la razón pura, sino simplemente crítica de la misma. Su utilidad [con respecto a la especulación] sería, de hecho, puramente negativa. No serviría para ampliar nuestra razón, sino sólo para clarificarla y preservarla de errores, con lo cual se habría adelantado ya mucho. Llamo trascendental todo conocimiento que se ocupa, no tanto de los objetos, cuanto de nuestro modo de conocerlos, en cuanto que tal modo ha de ser posible a priori. Un sistema de semejantes conceptos se llamaría filosofía transcendental. Por su parte, ésta va [todavía] demasiado lejos para empezar. En efecto, desde el momento en que esa ciencia debe contener enteramente tanto el conocimiento analítico como el sintético a priori, posee, por lo que a nuestro propósito se refiere, una excesiva amplitud, ya que sólo podemos prolongar nuestros análisis hasta donde sea imprescindible para conocer en toda su extensión los principios de la síntesis a priori, que constituyen nuestro único objeto a tratar. Nos ocupamos ahora de esta investigación, que no podemos llamar propiamente doctrina, sino sólo crítica trascendental, ya que no se propone ampliar el conocimiento mismo, sino simplemente enderezarlo y mostrar el valor o falta de valor de todo conocimiento a priori. Semejante crítica es, pues, en lo posible, preparación para un organon y, caso de no llegarse a él, al menos para un canon de la misma según el cual podría acaso exponerse un día, tanto analítica como sintéticamente, todo el sistema de filosofía de la razón pura, consista éste en ampliar su conocimiento o simplemente en limitarlo. Que tal sistema es posible, y más todavía, que no puede tener una extensión tan grande como para hacer desconfiar de realizarlo por entero, se desprende de antemano del hecho de que el objeto no es aquí la naturaleza de las cosas, que es inagotable, sino el entendimiento que enjuicia esa naturaleza de las cosas y, además, con la particularidad de ser el entendimiento únicamente referido a su conocimiento a priori. Dado que no buscaremos fuera del entendimiento lo que éste almacena, no se nos puede ocultar, y, según todas las previsiones, lo almacenado es lo bastante poco como para que, una vez plenamente asumido por nosotros, lo juzguemos de acuerdo con su valor o falta de valor y lo evaluemos correctamente. [Menos todavía se ha de esperar aquí una crítica de los libros y sistemas de la razón pura, sino la correspondiente a la misma facultad de la razón. Únicamente basándonos en esta crítica tendremos una piedra de toque segura para valorar en este terreno el contenido filosófico de las obras antiguas y modernas. En caso contrario, es el historiador o juez incompetente quien juzga las afirmaciones gratuitas de otros mediante las suyas propias, que son igualmente gratuitas.] La filosofía trascendental es la idea de una ciencia cuyo plan tiene que ser enteramente esbozado por la crítica de la razón pura de modo arquitectónico, es decir, a partir de principios,-garantizando plenamente la completud y la certeza de todas las partes que componen este edificio. [Es el sistema de todos los principios de la razón pura.] El hecho de que esta crítica no sea por sí misma filosofía trascendental se debe tan sólo a que, para constituir un sistema completo, debería incluir un análisis exhaustivo de todo el conocimiento humano a priori. Nuestra crítica debe ofrecer un recuento completo de los conceptos básicos que constituyen dicho conocimiento puro. Pero puede razonablemente abstenerse de un análisis exhaustivo de estos conceptos, así como también de dar una reseña completa de los que derivan de ellos. La razón se halla en que, por una parte, este análisis sería inadecuado para nuestro objetivo, ya que el análisis no encuentra las dificultades con que tropieza la síntesis; por ésta última existe en realidad toda la crítica; por otra parte, iría contra la unidad del plan el asumir la responsabilidad de realizar de modo exhaustivo un análisis y una derivación de los que, según nuestro propósito, podemos desentendernos. Es fácil, sin embargo, completar tanto el análisis como la derivación de los conceptos a priori que más tarde hay que suministrar, una vez que los tenemos en cuanto pormenorizados principios de la síntesis y una vez que nada falta en relación con este propósito esencial. Según lo anterior, pertenece a la crítica de la razón pura todo lo que constituye la filosofía trascendental. Dicha crítica es la idea completa de la filosofía trascendental, pero sin llegar a ser esta ciencia misma, ya que la crítica sólo extiende su análisis hasta donde lo exige el examen completo del conocimiento sintético a priori. En la división de una ciencia semejante hay que prestar una primordial atención a lo siguiente: que no se introduzcan conceptos que posean algún contenido empírico o, lo que es lo mismo, que el conocimiento a priori sea completamente puro. Por ello, aunque los principios supremos de la moralidad y sus conceptos fundamentales constituyen conocimientos a priori, no pertenecen a la filosofía trascendental, ya que, si bien ellos no basan lo que prescriben en los conceptos de placer y dolor, de deseo, inclinación, etc., que son todos de origen empírico [al construir un sistema de moralidad pura, tienen que dar cabida necesariamente a esos conceptos empíricos en el concepto de deber, sea como obstáculo a superar, sea como estímulo que no debe convertirse en motivo]. Por ello constituye la filosofía trascendental una filosofía de la razón pura y meramente especulativa. En efecto, todo lo práctico se refiere, en la medida en que implica motivos, a sentimientos pertenecientes a fuentes empíricas de conocimiento. Si queremos dividir, desde el punto de vista de sistema en general, la ciencia que ahora exponemos, ésta debe contener, en primer lugar, una doctrina elemental y, en segundo lugar, una doctrina del método de la razón pura. Cada una de estas partes principales tendría sus subdivisiones, cuyas razones no podemos ofrecer aún. Como introducción o nota preliminar, sólo parece necesario indicar que existen dos troncos del conocimiento humano, los cuales proceden acaso de una raíz común, pero desconocida para nosotros: la sensibilidad y el entendimiento. A través de la primera se nos dan los objetos. A través de la segunda los pensamos. Así, pues, en la medida en que la sensibilidad contenga representaciones a priori que constituyan la condición bajo la que se nos dan los objetos, pertenecerá a la filosofía trascendental. La doctrina trascendental de los sentidos corresponderá a la primera parte de la ciencia de los elementos, ya que las únicas condiciones en las que se nos dan los objetos del conocimiento humano preceden a las condiciones bajo las cuales son pensados.