¿Hay ahí una silla?

 

¿Cómo podemos saber si ahí delante hay una silla?

 

Platón (realismo)

Aunque en este mundo todo está en continuo cambio y no nos podemos fiar de nuestros sentidos, mi alma recuerda, a partir de la observación de ese objeto material, la idea de silla de la que participa de manera imperfecta. Por lo tanto ahí hay una silla. Pero existe solo en la medida en que participa de la idea de silla que está en el mundo de las ideas. Esa silla es una copia de la idea de silla, que es de quien recibe su realidad.


 

Gorgias (antirrealismo o escepticismo radical)

Ahí no hay nada. En todo caso, aunque hubiese algo, tampoco lo podríamos conocer, es decir, nunca sabríamos qué es. Y aunque supiésemos qué es, nunca lo podríamos comunicar, nunca podríamos decir a los demás qué es.


 

René Descartes (racionalismo)

En principio no sé si ahí hay una silla o no. Los sentidos nos engañan y debemos ser cuidadosos. No nos tenemos que fiar de las propiedades secundarias (subjetivas) de esa cosa, como su color, olor, etc. Tenemos que basarnos únicamente en las propiedades primarias, objetivas y cuantificables matemáticamente para ver si esa cosa se corresponde con la idea de silla que yo tengo de manera innata. Puesto que encaja estoy en disposición de afirmar con certeza que, efectivamente, ahí hay una silla.


 

David Hume (empirismo)

Todas las impresiones que recibo de mis sentidos me dicen que ahí hay una silla, y no tengo otra manera válida de conocer el mundo, por lo que creo que sí, que ahí hay una silla. No obstante, no puedo asegurar que más allá de mis impresiones sensoriales haya, ahí fuera, una silla, porque lo único de lo que puedo tener conocimiento es de las impresiones que recibo, pero no de la causa de tales impresiones.


 

Immanuel Kant (idealismo trascendental)

No me cabe duda de que ahí hay una silla, porque todos los datos que recibo de mis sentidos, aunque son subjetivos, encajan perfectamente en mis esquemas mentales de conocimiento objetivo que comparto con el resto de seres humanos. Lo que no puedo decir es cómo es esa silla en sí misma, sino cómo la percibe un ser humano normal.


 

TEXTOS

Cebes, interrumpiendo a Sócrates, le dijo: lo que dices es un resultado necesario de otro principio que te he oído muchas veces sentar como cierto, a saber: que nuestra ciencia no es más que una reminiscencia. Si este principio es verdadero, es de toda necesidad que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que nos acordamos en éste; y esto es imposible si nuestra alma no existe antes de aparecer bajo esta forma humana. Esta es una nueva prueba de que nuestra alma es inmortal.

Simmias, interrumpiendo a Cebes, le dijo: ¿cómo se puede demostrar este principio? Recuérdamelo, porque en este momento no caigo en ello.

— Hay una demostración muy preciosa, respondió Cebes, y es que todos los hombres, si se les interroga bien, todo lo encuentran sin salir de sí mismos, cosa que no podría suceder, si en sí mismos no tuvieran las luces de la recta razón. En prueba de ello, no hay más que ponerles delante figuras de geometría u otras cosas de la misma naturaleza, y se ve patentemente esta verdad.

— Si no te das por convencido con esta experiencia, Simmias, replicó Sócrates, mira si por este otro camino asientes a nuestro parecer. ¿Tienes dificultad en creer que aprender no es más que recordar?

— No mucha, respondió Simmias; pero lo que precisamente quiero es llegar al fondo de ese recuerdo de que hablamos; y, aunque gracias a lo que ha dicho Cebes, hago alguna memoria y comienzo a creer, no me impide esto el escuchar con gusto las pruebas que tú quieres darnos.

— Helas aquí, replicó Sócrates. Estamos conformes todos en que, para acordarse, es preciso haber sabido antes la cosa de que uno se acuerda.

— Seguramente.

— ¿Convenimos igualmente en que cuando la ciencia se produce de cierto modo es una reminiscencia? Al decir de cierto modo, quiero dar a entender, por ejemplo, como cuando un hombre, viendo u oyendo alguna cosa, o percibiéndola por cualquiera otro de sus sentidos no conoce sólo esta cosa percibida, sino que al mismo tiempo piensa en otra, que no depende de la misma manera de conocer sino de otra. ¿No diremos con razón que este hombre recuerda la cosa que le ha venido al espíritu ?

— ¿Qué dices?

— Digo, por ejemplo, que uno es el conocimiento del hombre y otro el conocimiento de una lira.

— Seguramente.

— Pues bien; continuó Sócrates: ¿no sabes lo que sucede a los amantes, cuando ven una lira, un traje o cualquiera otra cosa, de que el objeto de su amor tiene costumbre de servirse? Al reconocer esta lira, viene a su pensamiento la imagen de aquel a quien ha pertenecido. He aquí lo que se llama reminiscencia; frecuentemente al ver a Simmias, recordamos a Cebes. Podría citarte un millón de ejemplos.

— Hasta el infinito, dijo Simmias.

— He aquí lo que es la reminiscencia; sobretodo, cuando se llega a recordar cosas, que se hablan olvidado por el trascurso del tiempo, o por haberlas perdido de vista.

— Es muy cierto, dijo Simmias.

— Pero, replicó Sócrates, al ver un caballo o una lira pintados, ¿no puede recordarse a un hombre? Y al ver el retrato de Simmias, ¿no puede recordarse a Cebes?

— ¿Quién lo duda?

— Con más razón, si se ve el retrato de Simmias, se recordará a Simmias mismo.

— Sin dificultad.

—¿No es claro, entonces, que la reminiscencia la despiertan lo mismo las cosas semejantes, que las desemejantes?

— Así es en efecto.

— Y cuando se recuerda alguna cosa a causa de la semejanza, ¿no sucede necesariamente que el espíritu ve inmediatamente si falta o no al retrato alguna cosa para la perfecta semejanza con el original de que se acuerda?

— No puede menos de ser así, dijo Simmias.

— Fíjate bien, para ver si piensas como yo. ¿No hay una cosa a que llamamos igualdad? No hablo de la igualdad entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra, y entre otras muchas cosas semejantes. Hablo de una igualdad que está fuera de todos estos objetos. ¿Pensamos que esta igualdad es en sí misma algo o que no es nada?

— Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!

— ¿Pero conocemos esta igualdad?

— Sin duda.

— ¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿No es de las cosas de que acabamos de hablar; es decir, que viendo árboles iguales, piedras iguales y otras muchas cosas de esta naturaleza, nos hemos formado la idea de esta igualdad, que no es ni estos árboles , ni estas piedras, sino que es una cosa enteramente diferente? ¿No te parece diferente? Atiende a esto: las piedras, los árboles que muchas veces son los mismos, ¿no nos parecen por comparación tan pronto iguales como desiguales?

— Seguramente.

— Las cosas iguales parecen algunas veces desiguales; pero la igualdad considerada en sí, ¿te parece desigualdad?

— Jamás, Sócrates.

— ¿La igualdad y lo que es igual no son, por consiguiente, una misma cosa?

— No, ciertamente.

— Sin embargo; de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, has sacado la idea de la igualdad.

— Así es la verdad, Sócrates; dijo Simmias.

— Y esto se entiende, ya sea esta igualdad semejante ya desemejante respecto de los objetos que han motivado la idea.

— Seguramente.

— Por otra parte; cuando al ver una cosa, tú imaginas otra, sea semejante ó desemejante, tiene lugar necesariamente una reminiscencia.

— Sin dificultad.

— Pero, repuso Sócrates, dime: ¿cuando vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales, las encontramos iguales como la igualdad misma, de que tenemos idea, o falta mucho para que sean iguales como esta igualdad?

— Falta mucho.

— Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esta cosa, como la que yo estoy viendo ahora delante de mí, puede ser igual a otra, pero que la falta mucho para ello, porque es inferior respecto de ella, será preciso, digo, que aquel, que tiene este pensamiento, haya visto y conocido antes esta cosa a la que dice que la otra se parece, pero imperfectamente?

— Es de necesidad absoluta.

— ¿No nos sucede lo mismo respecto de las cosas iguales, cuando queremos compararlas con la igualdad?

— Seguramente, Sócrates.

— Por consiguiente, es de toda necesidad que hayamos visto esta igualdad antes del momento en que, al ver por primera vez cosas iguales, hemos creído que todas tienden á ser iguales como la igualdad misma, y que no pueden conseguirlo.

Platón, Fedón.

 

Que nada existe es argumentado de este modo: si existe algo, o bien existe lo que es, o bien lo que no es, o bien existen tanto lo que es como lo que no es. Pero ni lo que es existe, como demostrará, ni lo que no es, como explicará, ni tampoco lo que es y lo que no es, punto éste que también justificará. No existe nada, en conclusión.

Es claro, por un lado, que lo que no es no existe. Pues si lo que no es existiera, existiría y, al mismo tiempo, no existiría. En tanto que es pensado como no existente, no existirá, pero, en tanto que existe como no existente, en tal caso existirá. Y es de todo punto absurdo que algo exista y, al mismo tiempo, no exista. En conclusión, lo que no es no existe. E inversamente, si lo que no es existiera, lo que es no existiría. Pues uno y otro son mutuamente opuestos, de modo que, si la existencia resulta atributo esencial de lo que no es, a lo que es le convendría la inexistencia. Mas no es cierto que lo que es no existe, y, por tanto, tampoco que lo que no es existe.

Pero es que tampoco lo que es existe. Pues si lo que es existiese, o bien sería eterno, o bien engendrado, o bien eterno e ingénito al tiempo. Mas no es eterno ni engendrado ni ambas cosas, como mostraremos. En conclusión, lo que es no existe.

Porque si es eterno lo que es —hay que comenzar por esta hipótesis— no tiene principio alguno. Pues todo lo que nace tiene algún principio, en tanto que lo eterno, por su ingénita existencia, no puede tener principio. Y, al no tener principio, es infinito. Y si es infinito, no se encuentra en parte alguna. Ya que si está en algún sitio, ese sitio en el que se encuentra es algo diferente de él y, en tal caso, no será ya infinito el ser que está contenido en otro.

Porque el continente es mayor que el contenido, mientras que nada hay mayor que el infinito, de modo que el infinito no está en parte alguna. Ahora bien, tampoco está contenido en sí mismo. Pues continente y contenido serán lo mismo y lo que es uno se convertirá en dos, en espacio y materia. En efecto, el continente es el espacio y el contenido, la materia. Y ello es, sin duda, un absurdo. En consecuencia, tampoco lo que es está en sí mismo. De modo que, si lo que es es eterno, es infinito y, en tanto que infinito, no está en ninguna parte, entonces, si no está en ninguna parte, no existe. Por tanto, si lo que es es eterno, tampoco su existencia es en absoluto.

Pero tampoco lo que es puede ser engendrado. Ya que, si ha sido engendrado, procede de lo que es o de lo que no es. Mas no procede de lo que es. Ya que, si su existencia es, no ha sido engendrado, sino que ya existe. Ni tampoco procede de lo que no es, ya que lo que no es no puede engendrar nada, dado que el ente creador debe necesariamente participar de la existencia. En consecuencia, lo que es no es tampoco engendrado. Y, por las mismas razones, tampoco son posibles las dos alternativas: que sea, al tiempo, eterno y engendrado. Pues ambas alternativas se destruyen mutuamente. Y, si lo que es es eterno, no ha nacido y, si ha nacido, no es eterno. Por tanto, si lo que es no es ni eterno ni engendrado ni tampoco lo uno y lo otro, al tiempo, lo que es no puede existir.

Y, por otro lado, si existe, o es uno o es múltiple. Mas no es ni uno ni múltiple, según se demostrará. Por tanto, lo que es no existe. Ya que, si es uno, o bien es cantidad discreta o continua, o bien magnitud o bien materia. Mas en cualquiera de los supuestos no es uno, ya que, si existe como cantidad discreta, podrá ser separado, y, si es continua, podrá ser dividido. Y, por modo semejante, si es pensado como magnitud no deja de ser separable. Y, si resulta que es materia, tendrá una triple dimensión, ya que poseerá longitud, anchura y altura. Mas es absurdo decir que lo que es no sea ninguna de estas propiedades. En conclusión, lo que es no es uno. Pero ciertamente tampoco es múltiple. Pues si no es uno, no puede ser múltiple. Pues, dado que la multiplicidad es un compuesto de distintas unidades, excluida la existencia de lo uno, queda excluida, por lo mismo, la multiplicidad.

Que no existen, pues, ni lo que es ni lo que no es, resulta claro de las razones expuestas. Y que tampoco existen juntos lo uno y lo otro, lo que es y lo que no es, resulta fácil de demostrar. Ya que si tanto lo que no es como lo que es existen, lo que no es será idéntico a lo que es en cuanto a la existencia. Y, por ello, ninguno de los dos existe. Que lo que no es no existe es cosa convenida. Y ha quedado demostrado que lo que es, en su existencia, es idéntico a lo que no es. Por tanto, tampoco él existirá. En consecuencia, si lo que es es idéntico a lo que no es, no pueden existir el uno y el otro. Porque, si existen ambos, no hay identidad y, si existe identidad, no pueden ambos existir. De ello se sigue que nada existe. Puesto que no existen ni lo que es ni lo que no es ni ambos a la vez y, al margen de ellos, no puede ser pensado nada, nada existe.

Y que, aun en el caso de que algo existiera, esto fuera incognoscible e impensable por el hombre, debe ser demostrado a continuación.

Efectivamente, si los contenidos del pensamiento, afirma Gorgias, no tienen existencia, lo existente no es pensado. Y ello es conforme a razón. Pues del mismo modo que si se atribuyera a los contenidos del pensamiento la cualidad de la blancura, habría de atribuirse también a la blancura la cualidad de ser pensada, así también, si se atribuyera a los contenidos del pensamiento la cualidad de no ser existentes, necesariamente habría que atribuir a lo existente la cualidad de no ser pensado. Por ello es correcta y consecuente la conclusión de que «si los contenidos del pensamiento no tienen existencia, lo existente no es pensado».

Ahora bien, los contenidos del pensamiento, al menos —en este punto ha de iniciarse la argumentación—, no tienen existencia, como demostraremos. De ahí que lo que existe no es pensado. Que los contenidos del pensamiento no tienen existencia es palmario. Pues si los contenidos del pensamiento tienen existencia, todos los contenidos del pensamiento existen, cualquiera sea el modo en que se piensen. Lo cual es absurdo. Pues no por el hecho de que alguien piense a una persona volando o carros corriendo por el mar, al punto vuela la persona o corren por el mar los carros. Por tanto, los contenidos del pensamiento no tienen existencia.

Por otro lado, si los contenidos del pensamiento tienen existencia, lo que no existe no será pensado, pues a los contrarios convienen cualidades contrarias. Y contrario a lo que existe es lo que no existe. Y por ello absolutamente, si a lo que existe conviene la cualidad de ser pensado, a lo que no existe convendrá la de no ser pensado. Pero ello es absurdo. Ya que Escila y la Quimera y muchos seres que no existen son pensados. Por tanto, no es pensado lo que existe. Y, al igual que las cosas que se ven son llamadas visibles, precisamente porque se ven, y las que se oyen, audibles, por ser oídas, y así como no rechazamos las cosas visibles por el hecho de no ser oídas como tampoco las audibles por no ser vistas (ya que cada cosa debe ser juzgada por la sensación que le es propia y no por otra), así también los contenidos del pensamiento existirán, aunque no se los vea con la vista ni se los oiga con el oído, ya que son percibidos con su peculiar criterio. Si alguien, en consecuencia, piensa carros corriendo por el mar, aunque no pueda verlos, debe creer que existen carros que corren por el mar. Pero esa conclusión es absurda. Por tanto, lo que existe no es pensado ni representado.

Y en el caso de que sea representado, no puede ser comunicado a otro. Pues si las cosas que existen, aquellas que tienen un fundamento externo a nosotros, son visibles y audibles y objetos de una percepción universal, y de ellas unas son perceptibles por medio de la vista, otras por el oído, pero no al revés, ¿cómo pueden, en tal caso, ser comunicadas a otros? Pues el medio con el que comunicamos las cosas es la palabra, y el fundamento de las cosas así como las cosas mismas no son palabras. En consecuencia, no son las cosas lo que comunicamos a los demás, sino la palabra, que es diversa de las cosas que existen. Al igual que lo visible no puede hacerse audible ni tampoco a la inversa, así también, puesto que lo que es tiene su fundamento fuera de nosotros, no puede convertirse en palabra nuestra. Y, al no ser palabra, no puede ser revelado a otro.

Ahora bien, la palabra, según afirma, se constituye a partir de las cosas que nos llegan desde fuera. Así, del encuentro con el sabor se forma en nosotros la palabra que hace referencia a esa cualidad y, a partir de la impresión del color, la relativa al color. Y si ello es así, no es la palabra la que representa la realidad exterior, sino que es ésta la que da un sentido a la palabra. Por otro lado, ni siquiera puede decirse que del modo en que las cosas visibles y audibles tienen un fundamento real, del mismo modo lo tiene también la palabra, de forma que, gracias a ese fundamento y existencia, puede también comunicar el fundamento y existencia a las cosas reales. Pues, según afirma, si la palabra tiene también su fundamento, difiere, sin embargo, de todas las demás realidades; y extremadamente diferentes son los cuerpos visibles de las palabras. Pues lo visible es percibido por un órgano y la palabra por otro diferente. En consecuencia, la palabra no da cuenta de la mayoría de las cosas que existen con un fundamento real, al igual que tampoco éstas revelan su recíproca naturaleza.

Por tanto, ante tales dificultades planteadas, en la obra de Gorgias, el criterio de la verdad, en lo que de ellas depende, desaparece. Pues que de algo que no existe ni puede ser concebido ni presentado a otro, no puede existir criterio.

Sexto Empírico, Contra los matemáticos, VII: 64 y ss, sobre lo que defiende Gorgias de Leontini en su obra Sobre lo que no es o sobre la naturaleza.

 

 

Cerraré ahora los ojos, me taparé los oídos, suspenderé mis sentidos; hasta borraré de mi pensamiento toda imagen de las cosas corpóreas, o, al menos, como eso es casi imposible, las reputaré vanas y falsas; de este modo, en coloquio sólo conmigo y examinando mis adentros, procuraré ir conociéndome mejor y hacerme más familiar a mí propio. Soy una cosa que piensa, es decir, que duda, afirma, niega, conoce unas pocas cosas, ignora otras muchas, ama, odia, quiere, no quiere, y que también imagina y siente, pues, como he observado más arriba, aunque lo que siento e imagino acaso no sea nada fuera de mí y en sí mismo, con todo estoy seguro de que esos modos de pensar residen y se hallan en mí, sin duda. Y con lo poco que acabo de decir, creo haber enumerado todo lo que sé de cierto, o, al menos, todo lo que he advertido saber hasta aquí.

Consideraré ahora con mayor circunspección si no podré hallar en mí otros conocimientos de los que aún no me haya apercibido. Sé con certeza que soy una cosa que piensa; pero ¿no sé también lo que se requiere para estar cierto de algo? En ese mi primer conocimiento, no hay nada más que una percepción clara y distinta de lo que conozco, la cual no bastaría a asegurarme de su verdad si fuese posible que una cosa concebida tan clara y distintamente resultase falsa. Y por ello me parece poder establecer desde ahora, como regla general, que son verdaderas todas las cosas que concebimos muy clara y distintamente.

Sin embargo, he admitido antes de ahora, como cosas muy ciertas y manifiestas, muchas que más tarde he reconocido ser dudosas e inciertas. ¿Cuáles eran? La tierra, el cielo, los astros y todas las demás cosas que percibía por medio de los sentidos. Ahora bien: ¿qué es lo que concebía en ellas como claro y distinto? Nada más, en verdad, sino que las ideas o pensamientos de esas cosas se presentaban a mi espíritu. Y aun ahora no niego que esas ideas estén en mí. Pero había, además, otra cosa que yo afirmaba, y que pensaba percibir muy claramente por la costumbre que tenía de creerla, aunque verdaderamente no la percibiera, a saber: que había fuera de mí ciertas cosas de las que procedían esas ideas, y a las que éstas se asemejaban por completo. Y en eso me engañaba; o al menos si es que mi juicio era verdadero, no lo era en virtud de un conocimiento que yo tuviera.

Pero cuando consideraba algo muy sencillo y fácil, tocante a la aritmética y la geometría, como, por ejemplo, que dos más tres son cinco o cosas semejantes, ¿no las concebía con claridad suficiente para asegurar que eran verdaderas? Y si más tarde he pensado que cosas tales podían ponerse en duda, no ha sido por otra razón sino por ocurrírseme que acaso Dios hubiera podido darme una naturaleza tal, que yo me engañase hasta en las cosas que me parecen más manifiestas. Pues bien, siempre que se presenta a mi pensamiento esa opinión, anteriormente concebida, acerca de la suprema potencia de Dios, me veo forzado a reconocer que le es muy fácil, si quiere, obrar de manera que yo me engañe aun en las cosas que creo conocer con grandísima evidencia; y, por el contrario, siempre que reparo en las cosas que creo concebir muy claramente, me persuaden hasta el punto de que prorrumpo en palabras como éstas: engáñeme quien pueda, que lo que nunca podrá será hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy algo, ni que alguna vez sea cierto que yo no haya sido nunca, siendo verdad que ahora soy, ni que dos más tres sean algo distinto de cinco, ni otras cosas semejantes, que veo claramente no poder ser de otro modo, que como las concibo.

Ciertamente, supuesto que no tengo razón alguna para creer que haya algún Dios engañador, y que no he considerado aún ninguna de las que prueban que hay un Dios, los motivos de duda que sólo dependen de dicha opinión son muy ligeros y, por así decirlo, metafísicos. Mas a fin de poder suprimirlos del todo, debo examinar si hay Dios, en cuanto se me presente la ocasión, y, si resulta haberlo, debo también examinar si puede ser engañador; pues, sin conocer esas dos verdades, no veo cómo voy a poder alcanzar certeza de cosa alguna.

Descartes, Meditaciones metafísicas, tercera meditación. De Dios, que existe.

 

Así pues, podemos dividir todas las percepciones de la mente en dos clases o especies, que pueden ser distinguidas por sus diferentes grados de fuerza y vivacidad. Las menos potentes e intensas comúnmente son llamadas pensamientos o ideas; la otra especie carece de un nombre en nuestro idioma y en la mayoría de los demás, supongo que porque sólo con propósitos filosóficos es necesario situarla bajo un término o denominación general. Tomémonos, por lo tanto, cierta libertad y llamémoslas impresiones, empleando esta palabra un en sentido de algún modo diferente del usual. Con el término impresión, pues, quiero referirme a todas nuestras percepciones más intensas; cuando oímos o vemos, o sentimos, o amamos, u odiamos, o deseamos o queremos. Y las impresiones se distinguen de las ideas, que son las percepciones menos intensas de las que somos conscientes, cuando reflexionamos sobre las sensaciones o mecanismos más arriba mencionados. Nada puede parecer a primera vista más ilimitado que el pensamiento del hombre, que no sólo escapa a todo poder y autoridad humanos, sino que ni siquiera se restringe a los límites de la naturaleza y la realidad. Formar monstruos y unir formas y apariencias incongruentes no supone para la imaginación más problemas que concebir los objetos más naturales y familiares. Y mientras que el cuerpo está confinado a un planeta, sobre el cual se arrastra con dolor y dificultad, el pensamiento puede transportarnos en un instante a las regiones más distantes del universo; o incluso más allá del universo, al caos ilimitado, donde se supone que la naturaleza cae en total confusión. Lo que nunca se ha sentido u oído, puede, sin embargo, ser concebido; no hay nada más allá del poder del pensamiento, salvo lo que implica contradicción absoluta. Pero, aunque nuestro pensamiento parece poseer esta ilimitada libertad, encontraremos, tras un examen más aproximado, que está realmente confinado en estrechos límites, y que todo este poder creativo de la mente equivale solamente a la facultad de componer, transponer, aumentar o disminuir los materiales proporcionados por los sentidos o la experiencia. Cuando pensamos en una montaña de oro, nos limitamos a unir dos ideas compatibles, oro y montaña, que previamente conocíamos. Podemos imaginar un caballo virtuoso, ya que a partir de nuestros propios estados internos podemos concebir la virtud y podemos unir a ésta la forma y figura de un caballo, que es un animal familiar para nosotros. En resumen, todos los materiales del pensamiento se derivan de nuestra experiencia interna o externa, la mezcla y composición de estas pertenece sólo a la mente y la voluntad. O, para expresarme en lenguaje filosófico, todas nuestras ideas o percepciones más débiles son copias de nuestras impresiones o percepciones más intensas.

Hume, Investigación sobre el entendimiento humano, sección II, sobre el origen de las ideas.

 

Hasta ahora se admitía que todo nuestro conocimiento tenía que regirse por los objetos; pero todos los ensayos, para decidir a priori algo sobre estos, mediante conceptos, por donde sería extendido nuestro conocimiento, aniquilábanse en esa suposición. Ensáyese pues una vez si no adelantaremos más en los problemas de la metafísica, admitiendo que los objetos tienen que regirse por nuestro conocimiento, lo cual concuerda ya mejor con la deseada posibilidad de un conocimiento a priori de dichos objetos, que establezca algo sobre ellos antes de que nos sean dados. Ocurre con esto como con el primer pensamiento de Copérnico quien, no consiguiendo explicar bien los movimientos celestes si admitía que la masa toda de las estrellas daba vueltas alrededor del espectador, ensayó si no tendría mayor éxito haciendo al espectador dar vueltas y dejando en cambio las estrellas inmóviles. En la metafísica se puede hacer un ensayo semejante, por lo que se refiere a la intuición de los objetos. Si la intuición tuviera que regirse por la constitución de los objetos, no comprendo cómo se pueda a priori saber algo de ella. ¿Rígese empero el objeto (como objeto de los sentidos) por la constitución de nuestra facultad de intuición?, entonces puedo muy bien representarme esa posibilidad. Pero como no puedo permanecer atenido a esas intuiciones, si han de llegar a ser conocimientos, sino que tengo que referirlas, como representaciones, a algo como objeto, y determinar este mediante aquéllas, puedo por tanto: o bien admitir que los conceptos, mediante los cuales llevo a cabo esa determinación, se rigen también por el objeto y entonces caigo de nuevo en la misma perplejidad sobre el modo como pueda saber a priori algo de él; o bien admitir que los objetos o, lo que es lo mismo, la experiencia, en donde tan sólo son ellos (como objetos dados) conocidos, se rige por esos conceptos y entonces veo en seguida una explicación fácil; porque la experiencia misma es un modo de conocimiento que exige entendimiento, cuya regla debo suponer en mí, aún antes de que me sean dados objetos, por lo tanto a priori, regla que se expresa en conceptos a priori, por los que tienen pues que regirse necesariamente todos los objetos de la experiencia y con los que tienen que concordar. En lo que concierne a los objetos, en cuanto son pensados sólo por la razón y necesariamente, pero sin poder (al menos tales como la razón los piensa) ser dados en la experiencia, proporcionarán, según esto, los ensayos de pensarlos (pues desde luego han de poderse pensar) una magnífica comprobación de lo que admitimos como método transformado del pensamiento, a saber: que no conocemos a priori de las cosas más que lo que nosotros mismos ponemos en ellas.

Kant, Crítica de la razón pura, prólogo a la segunda edición.