Disertación sobre la utopía y la revolución

 

Tema: ¿revolución utópica o utopía revolucionaria?

 

Otras cuestiones relevantes:

  • ¿Es aún posible la utopía?
  • ¿Puede la utopía de unos ser la pesadilla de otros?
  • ¿Cuándo las utopías se vuelven distópicas?
  • ¿Qué hay de positivo y de negativo en las revoluciones y utopías?
  • ¿Es posible una revolución sin utopía?
  • ¿Es la utopía un rasgo esencial de la naturaleza humana?

 

Textos:

Entre la multitud de hazañas que honran a vuestra ciudad, que están consignadas en nuestros libros, y que admiramos nosotros, hay una más grande que todas las demás, y que revela una virtud extraordinaria. Nuestros libros refieren cómo Atenas destruyó un poderoso ejército, que, partiendo del Océano Atlántico, invadió insolentemente la Europa y el Asia. Entonces se podía atravesar este Océano. Había, en efecto, una isla, situada frente al estrecho, que en vuestra lengua llamáis las columnas de Hércules. Esta isla era más grande que la Libia y el Asia reunidas; los navegantes pasaban desde allí a las otras islas, y de estas al continente, que baña este mar, verdaderamente digno de este nombre. Porque lo que está más acá del estrecho de que hablamos, se parece a un puerto, cuya entrada es estrecha, mientras que lo demás es un verdadero mar, y la tierra que le rodea un verdadero continente. Ahora bien, en esta isla Atlántida los reyes hablan creado un grande y maravilloso poder, que dominaba en la isla entera, así como sobre otras muchas islas y hasta en muchas partes del continente. Además, en nuestros países, más acá del estrecho, ellos eran dueños de la Libia hasta el Egipto, y en la Europa hasta la Tirrenia. Pues bien, este vasto poder, reuniendo todas sus fuerzas, intentó un día someter de un solo arranque nuestro país y el vuestro, y todos los pueblos situados de este lado del estrecho. En tal coyuntura, Solón, fue cuando vuestra ciudad hizo brillar a la faz del mundo entero su valor y su poder. Ella superaba a todos los pueblos veoinos en magnanimidad y en habilidad en las artes de la guerra. Y, primero a la cabeza de los griegos, después sola por la defección de sus aliados, arrostró los mayores peligros, triunfó de los invasores, levantó trofeos, preservó de la esclavitud a los pueblos que aún no estaban sometidos y, con respecto a los situados, como nosotros, más acá de las columnas de Hércules, a todos los devolvió su libertad. Pero en los tiempos que siguieron a estos, grandes temblores de tierra dieron lugar a inundaciones y, en un solo día, en una sola fatal noche, la tierra se tragó a todos vuestros guerreros, la isla Atlántida desapareció entre las aguas, y por esta razón hoy no se puede aún recorrer ni explorar este mar, porque se opone a su navegación un insuperable obstáculo, una cantidad de fango que la isla ha depositado en el momento de hundirse en el abismo.

Platón, Timeo.

 

La isla suministraba en abundancia todos los materiales de que tienen necesidad las artes, y mantenía un gran número de animales salvajes y domesticados, y se encontraban entre ellos muchos elefantes. Todos los animales tenían pasto abundante, lo mismo los que vivían en los pantanos, en los lagos y en los ríos, como los que habitaban las montañas y llanuras, y lo mismo el elefante que los otros, a pesar de su magnitud y de su voracidad. Además de esto, todos los perfumes que la tierra produce hoy, en cualquier lugar que sea, raíces, yerbas, plantas, jugos destilados por las flores o los frutos, se producían y criaban en la isla. Asimismo los frutos blandos y los duros de que nos servimos para nuestro alimento; todos aquellos con que condimentamos las viandas y que generalmente llamamos legumbres; todos estos frutos leñosos que nos suministran a la vez brebajes, alimentos y perfumes; todos esos frutos de corteza con que juegan los niños y que son tan difíciles de conservar; y todos los frutos sabrosos que nos servimos a los postres para despertar el apetito cuando el estómago está saciado y fatigado; todos estos divinos y admirables tesoros se producían en cantidad infinita en esta isla, que florecía entonces en algún punto a la luz del sol. Utilizando, pues, todas estas riquezas de su suelo, los habitantes construyeron templos, palacios, puertos, dársenas para las naves, y embellecieron toda la isla […] Durante muchas generaciones, mientras se conservó en ellas algo de la naturaleza del dios al que debían su origen, los habitantes de la Atlántida obedecieron las leyes que habían recibido y respetaron el principio divino, que era común a todos. Sus pensamientos eran conformes a la verdad y de todo punto generosos; se mostraban llenos de moderación y de sabiduría en todas las eventualidades, como igualmente en sus mutuas relaciones. Por esta razón, mirando con desdén todo lo que no es la virtud, hacían poco aprecio de los bienes presentes, y consideraban naturalmente como una carga el oro, las riquezas y las ventajas de la fortuna. Lejos de dejarse embriagar por los placeres, de abdicar el gobierno de sí mismos en manos de la fortuna y de hacerse juguete de las pasiones y del error, sabían perfectamente que todos los demás bienes crecen cuando están de acuerdo con la virtud; y que, por el contrario, cuando se los busca con demasiado celo y ardor perecen, y la virtud con ellos. Mientras los habitantes de la Atlántida razonaban de esta manera, y conservaron la naturaleza divina de que eran participes, todo les salía a satisfacción, como ya hemos dicho.

Platón, Critias o La Atlántida.

Muchos han imaginado repúblicas y principados que jamás han visto ni conocido en la realidad, porque hay tanta distancia de cómo se vive a cómo se debería vivir que, quien no sabe distinguirlo, aprende antes su ruina que su salvación. Porque un hombre que quiera hacer profesión de bueno entre tantos que no lo son labrará su ruina. Por tanto, es necesario que un príncipe, si quiere seguir siéndolo, se prepare para poder ser no-bueno, y lo use según las necesidades.

Yo sé que todo el mundo está de acuerdo en que sería cosa dignísima de elogio que un príncipe se encontrase adornado de las mejores cualidades, es decir, de aquellas que son tenidas por buenas. Mas por no poderse tener ni enteramente cumplir, porque las condiciones humanas no lo permiten, es necesario que un príncipe sea tan prudente que sepa evitar la infamia de los vicios que le arrebatarían el Estado. Mas si no le fuera posible preservarse de los que no se lo quitarían, puede incurrir en ellos sin miramientos. Y aún más, no se preocupe de caer en aquellos vicios sin los cuales difícilmente podría salvar su Estado; porque si se considera bien todo, habrá cosas que parecerán virtud pero que, si las siguiera, labraría su ruina; y, por el contrario, otras cosas que parecerán vicio y, siguiéndolas, garantizaría su seguridad y bienestar.

Nicolás Maquiavelo, El príncipe.

 

La conciencia de hacer saltar el “continuum” de la historia es propia de las clases revolucionarias en el momento de su acción. La gran Revolución introdujo un calendario nuevo. El día con el que comienza un calendario oficial de reducción histórica acelerada. En el fondo, ese día es el mismo que vuelve siempre bajo la forma de días festivos, que son días de homenaje. Los calendarios no miden el tiempo como los relojes: son monumentos de una conciencia histórica de la que no queda en Europa la menor huella desde hace cien años. En la Revolución de julio se registró un incidente en el que esa conciencia todavía se hizo valer. Al caer la tarde del primer día de lucha sucedió que, en varios sitios de París, al mismo tiempo y sin previo acuerdo, se disparó contra los relojes de las torres. Un testigo ocular, que acaso deba su acierto a la rima, escribió entonces:

¡Quién lo creyera! Se dice que indignados contra la hora

estos nuevos Josué, al pie de cada torre,

disparaban contra los relojes, para detener el tiempo.

Walter Benjamin, Tesis sobre el concepto de Historia.

 

NADA es más criminal que la utopía. Me viene a la memoria la norma de cautela, con la cual las mejores inteligencias del pensar moderno acotaron los límites de la locura humana, hoy, cuando escucho a un juez «constituirse» a sí mismo «en defensor de la utopía». […]
Prometido lugar de «ningún sitio», bajo cuya esperanza puede ser un pueblo reducido a bestia, la utopía, es la horrible cesión que hace el alma humana de su presente, en el nombre de un mañana luminoso que el déspota sacerdotal le promete como paraíso en tierra. […] El saber ya no sirve para nada. Sirven esos suplentes de chamanes, a los cuales un uso diestro de los medios da unción sagrada. La utopía se decide en los televisores. Hoy. No fue así en todo tiempo.
El 9 de marzo de 1498, un joven diplomático florentino escribe a su embajador en Roma para narrar la locura a la cual la ciudad fue abocada por un predicador hasta tal punto poseído de la misión divina como para prometer el inmediato paraíso: Dios iba a alzar su Reino en la ciudad. Nicolás Maquiavelo nada personal reprocha al fraile Savonarola. Pocos, tan cultos. Apenas otro, igual de santo. Ninguno, más nefasto para Florencia. La Providencia le ha encomendado su tarea. El fraile la codifica en la Constitución de un Reino cuyo único monarca es Dios, que legisla y ejecuta por voz suya. Es la utopía en la más culta ciudad de fin del siglo XV. «Y de este modo» -proclama el fraile-, «en breve tiempo, la ciudad será como un Paraíso terrestre, y vivirá en júbilo, entre cantos y salmos; y los muchachos y muchachas serán como ángeles… Y para ellos se prepara una Ciudad futura con un tipo de gobierno más celeste que terreno, en donde será tanta la felicidad de los virtuosos, que alcanzarán una cierta beatitud espiritual ya en este mundo». ¿La Ciudad Futura…? La Ciudad Futura fue la hoguera para Savonarola, la ruina para la ciudad, el desquicie político del cual Florencia no curará ya nunca. Era un santo, sentencian los más brillantes diplomáticos florentinos: Guicciardini como Maquiavelo. Un santo: lo más homicida en política. Nunca más utopías, concluyen. De ahí nace El Príncipe. Y, con él, la racionalidad política moderna.
En 1934, Victor Klemperer ve ascender la utopía hitleriana, como una epidemia espiritual a la cual no hay barrera en Alemania. Su Lengua del Tercer Imperio es el intento conmovedor de un filólogo expulsado de su cátedra por entender cómo una utopía de la racial pureza mística, el nazismo, puede apropiarse, gestando su lenguaje propio, de la mente de un pueblo culto. Sin dejar resquicio. «Ninguno era nazi, pero todos estaban intoxicados», anota Klemperer sobre sus colegas. 19 de septiembre de 1918: Zinoviev, no entre los más radicales del partido bolchevique, da la fórmula pura de la utopía en curso: trastrocar la corrompida naturaleza humana. «Debemos atraer a nuestro lado a noventa de los cien millones de habitantes de Rusia… Los otros deben ser aniquilados…». En los años setenta y en Camboya, la utopía fija su criterio moderno: todo el que sabe leer es ejecutado.
Gabriel Albiac, «Noria utópica de Garzón y Blanco».

 

Todos los prejuicios que intento indicar aquí dependen de uno solo, a saber: el hecho de que los hombres supongan, comúnmente, que todas las cosas de la naturaleza actúan, al igual que ellos mismos, por razón de un fin, e incluso tienen por cierto que Dios mismo dirige todas las cosas hacia un cierto fin, pues dicen que Dios ha hecho todas las cosas con vistas al hombre, y ha creado al hombre para que le rinda culto. […]
Aquí me bastará con tomar como fundamento lo que todos deben reconocer, a saber: que todos los hombres nacen ignorantes de las causas de las cosas, y que todos los hombres poseen apetito de buscar lo que les es útil, y de ello son conscientes. De ahí se sigue, primero, que los hombres se imaginan ser libres, puesto que son conscientes de sus voliciones y de su apetito, y ni soñando piensan en las causas que les disponen a apetecer y querer, porque las ignoran. Se sigue, segundo, que los hombres actúan siempre con vistas a un fin, a saber: con vistas a la utilidad que apetecen, de lo que resulta que sólo anhelan siempre saber las causas finales de las cosas que se llevan a cabo, y, una vez que se han enterado de ellas, se tranquilizan, pues ya no les queda motivo alguno de duda. […]
lo que se llama «causa final» no es otra cosa que el apetito humano mismo, en cuanto considerado como el principio o la causa primera de alguna cosa. Por ejemplo, cuando decimos que la «causa final» de tal o cual casa ha sido el habitarla, no queremos decir nada más que esto: un hombre ha tenido el apetito de edificar una casa, porque se ha imaginado las ventajas de la vida doméstica. Por ello, el «habitar», en cuanto considerado como causa final, no es nada más que ese apetito singular, que, en realidad, es una causa eficiente, considerada como primera, porque los hombres ignoran comúnmente las causas de sus apetitos. Como ya he dicho a menudo, los hombres son, sin duda, conscientes de sus acciones y apetitos, pero inconscientes de las causas que los determinan a apetecer algo.
Baruch Spinoza, Ética demostrada según el orden geométrico.

 

 

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