MAQUIAVELO, El Príncipe, caps. XV-XVIII

 

Capítulo XV

De las cosas por las que los hombres, y especialmente los príncipes, son alabados o censurados

  Nos resta ahora ver cómo debe conducirse un príncipe con sus gobernados y amigos. Muchos escribieron ya sobre esta materia; y al tratarla yo mismo después de ellos, no incurriré en el cargo de presunción, supuesto que no hablaré más que con arreglo a lo que sobre esto dijeron ellos. Siendo mi fin escribir una cosa útil para quien la comprende, he tenido por más conducente seguir la verdad real de la materia que los desvaríos de la imaginación en lo relativo a ella; porque muchos imaginaron repúblicas y principados que no se vieron ni existieron nunca. Hay tanta distancia entre saber cómo viven los hombres y saber cómo deberían vivir ellos, que el que, para gobernarlos, abandona el estudio de lo que se hace, para estudiar lo que sería más conveniente hacerse aprende más bien lo que debe obrar su ruina que lo que debe preservarle de ella; supuesto que un príncipe que en todo quiere hacer profesión de ser bueno, cuando en el hecho está rodeado de gentes que no lo son, no puede menos de caminar hacia su ruina. Es, pues, necesario que un príncipe que desea mantenerse, aprenda a poder no ser bueno, y a servirse o no servirse de esta facultad, según que las circunstancias lo exijan.

  Dejando, pues, a un lado las cosas imaginarias de las que son verdaderas, digo que cuantos hombres hacen hablar de sí, y especialmente los príncipes, porque están colocados en mayor altura que los demás, se distinguen con alguna de aquellas prendas patentes, de las que más atraen la censura y otras la alabanza. El uno es mirado como liberal, el otro como miserable en lo que me sirve de una expresión toscana en vez de emplear la palabra avaro; porque en nuestra lengua un avaro es también el que tira a enriquecerse con rapiñas, y llamamos miserable a aquel únicamente que se abstiene de hacer uso de lo que él posee. Y para continuar mi enumeración añado: éste pasa por dar con gusto, aquel por ser rapaz; el uno se reputa como cruel, el otro tiene la fama de ser compasivo; éste pasa por carecer de fe, aquél por ser fiel en sus promesas; el uno por afeminado y pusilánime, el otro por valeroso y feroz; tal por humano, cuál por soberbio; uno por lascivo, otro por casto; éste por franco, aquél por artificioso; el uno por duro, el otro por dulce y flexible; éste por grave, aquél por ligero; uno por religioso, otro por incrédulo, etc.

  No habría cosa más loable que un príncipe que estuviera dotado de cuantas buenas prendas he entremezclado con las malas que les son opuestas; cada uno convendrá en ello, lo sé. Pero como uno no puede tenerlas todas, y ni aun ponerlas perfectamente en práctica, porque la condición humana no lo permite, es necesario que el príncipe sea bastante prudente para evitar la infamia de los vicios que le harían perder su principado; y aun para preservarse, si lo puede, de los que no se lo harían perder. Si, no obstante esto, no se abstuviera de los últimos, estaría obligado a menos reserva abandonándose a ellos. Pero no tema incurrir en la infamia ajena a ciertos vicios si no puede fácilmente sin ellos conservar su Estado; porque si se pesa bien todo, hay una cierta cosa que parecerá ser una virtud, por ejemplo, la bondad, clemencia, y que si la observas, formará tu ruina, mientras que otra cierta cosa que parecerá un vicio formará tu seguridad y bienestar si la practicas.

 

Capítulo XVI

De la liberalidad y miseria (avaricia)

  Comenzando por la primera de estas prendas, diré cuán útil sería el ser liberal; sin embargo, la liberalidad que te impidiera que te temieran, te sería perjudicial. Si la ejerces prudentemente como ella debe serlo, de modo que no lo sepan, no incurrirás por esto en la infamia del vicio contrario. Pero como el que quiere conservarse entre los hombres la reputación de ser liberal no puede abstenerse de parecer suntuoso, sucederá siempre que un príncipe que quiere tener la gloria de ello consumirá todas sus riquezas en prodigalidades; y al cabo, si quiere continuar pasando por liberal, estará obligado a gravar extraordinariamente a sus gobernados, a ser extremadamente fiscal y hacer cuanto es imaginable para tener dinero. Pues bien, esta conducta comenzará a hacerle odioso a sus gobernados; y empobreciéndose así más y más, perderá la estimación de cada uno de ellos, de tal modo, que después de haber perjudicado a muchas personas para ejercer esta prodigalidad que no ha favorecido más que a un cortísimo número de éstas sentirá vivamente la primera necesidad, y peligrará al menor riesgo. Si reconociendo entonces su falta, quiere mudar de conducta, se atraerá repentinamente la infamia ajena a la avaricia.

  No pudiendo, pues, un príncipe, sin que de ello le resulte perjuicio, ejercer la virtud de la liberalidad de un modo notorio, debe, si es prudente, no inquietarse de ser notado de avaricia, porque con el tiempo le tendrán más y más por liberal, cuando vean que por medio de su parsimonia le bastan sus rentas para defenderse de cualquiera que le declaró la guerra y para hacer empresas sin gravar a sus pueblos; por este medio ejerce la liberalidad con todos aquellos a quienes no toma nada, y cuyo número es infinito mientras que no es avaro más que con aquellos hombres a quienes no da, y cuyo número es poco crecido.

  ¿No hemos visto en estos tiempos que solamente los que pasaban por avaros hicieron grandes cosas y que los pródigos quedaron vencidos? El Papa Julio II, después de haberse servido de la reputación de hombre liberal para llegar al pontificado, no pensó ya después en conservar este renombre cuando quiso habilitarse para pelear contra el rey de Francia. Sostuvo muchas guerras sin imponer un tributo extraordinario, y su larga parsimonia le suministró cuanto era necesario para los gastos superfluos. El actual rey de España (Fernando, rey de Castilla y Aragón), si hubiera sido liberal, no hubiera hecho tan famosas empresas, ni vencido en tantas ocasiones.

  Así, pues, un príncipe que no quiere verse obligado a despojar a sus gobernados y quiere tener siempre con qué defenderse, no ser pobre y miserable, ni verse precisado a ser rapaz, debe temer poco el incurrir en la fama de avaro, supuesto que la avaricia es uno de aquellos vicios que aseguran su reinado. Si alguno me objetara que César consiguió el imperio con su liberalidad, y que otros muchos llegaron a puestos elevadísimos porque pasaban por liberales, respondería yo: o estás en camino de adquirir un principado, o te lo has adquirido ya; en el primer caso, es menester que pases por liberal, y en el segundo, te será perniciosa la liberalidad. César era uno de los que querían conseguir el principado de Roma; pero si hubiera vivido él algún tiempo después de haberlo logrado, y no moderado sus dispendios, hubiera destruido su imperio.

  ¿Me replicarán que hubo muchos príncipes que, con sus ejércitos, hicieron grandes cosas y, sin embargo, tenían la fama de ser muy liberales? Responderé: o el príncipe en sus larguezas expende sus propios bienes y los de sus súbditos o expende el bien ajeno. En el primer caso debe ser económico; y en el segundo, no debe omitir ninguna especie de liberalidad. El príncipe que con sus ejércitos va a llenarse de botín, saqueos, carnicerías, y disponer de los caudales de los vencidos, está obligado a ser pródigo con sus soldados, porque, sin esto, no le seguirían ellos. Puedes mostrarte entonces ampliamente generoso, supuesto que das lo que no es tuyo ni de tus soldados, como lo hicieron Ciro, César, Alejandro; y este dispendio que en semejante ocasión haces con el bien de los otros, tan lejos de perjudicar a tu reputación, le añade una más sobresaliente. La única cosa que pueda perjudicarte, es gastar el tuyo.

  No hay nada que se agote tanto de sí mismo como la liberalidad; mientras que la ejerces, pierdes la facultad de ejercerla, y te vuelves pobre y despreciable; o bien, cuando quieres evitar volvértelo, te haces rapaz y odioso. Ahora bien, uno de los inconvenientes de que un príncipe debe preservarse, es el de ser menospreciado y aborrecido. Conduciendo a uno y otro la liberalidad, concluyo de ello que hay más sabiduría en no temer la reputación de avaro que no produce más que una infamia sin odio, que verse, por la gana de tener fama de liberal, en la necesidad de incurrir en la nota de rapaz, cuya infamia va acompañada siempre del odio público.

 

Capítulo XVII

De la severidad y clemencia, y si vale más ser amado que temido

  Descendiendo después a las otras prendas de que he hecho mención, digo que todo príncipe debe desear ser tenido por clemente y no por cruel. Sin embargo, debo advertir que él debe temer el hacer mal uso de su clemencia. César Borgia pasaba por cruel, y su crueldad, sin embargo, había reparado los males de la Romaña, extinguido sus divisiones, restablecido en ella la paz, y hechósela fiel. Si profundizamos bien su conducta, veremos que él fue mucho más clemente que lo fue el pueblo florentino, cuando para evitar la reputación de crueldad dejó destruir Pistoya.

  Un príncipe no debe temer, pues, la infamia ajena a la crueldad, cuando necesita de ella para tener unidos a sus gobernados, e impedirles faltar a la fe que le deben; porque con poquísimos ejemplos de severidad serás mucho más clemente que los príncipes que, con demasiada clemencia, dejan engendrarse desórdenes acompañados de asesinatos y rapiñas, visto que estos asesinatos y rapiñas tienen la costumbre de ofender la universalidad de los ciudadanos, mientras que los castigos que dimanan del príncipe no ofenden más que a un particular.

  Por lo demás, le es imposible a un príncipe nuevo el evitar la reputación de cruel a causa de que los Estados nuevos están llenos de peligros. Virgilio disculpa la inhumanidad del reinado de Dido con el motivo de que su Estado pertenecía a esta especie; porque hace decir por esta Reina:

Res dura et regni novitus me talia cogunt Moliri, et late fines custode tueri.

[«la dura situación y la novedad del reino me obligan a actuar de esta manera, y a asegurar las fronteras con guardia en todos lados», Virgilio, Eneida, I, 563-64].

  Un semejante príncipe no debe, sin embargo, creer ligeramente el mal de que se le advierte; y no obrar, en su consecuencia, más que con gravedad, sin atemorizarse nunca él mismo. Su obligación es proceder moderadamente, con prudencia y aun con humanidad, sin que mucha confianza le haga impróvido, y que mucha desconfianza le convierta en un hombre insufrible.

  Se presenta aquí la cuestión de saber si vale más ser temido que amado. Se responde que sería menester ser uno y otro juntamente; pero como es difícil serlo a un mismo tiempo, el partido más seguro es ser temido primero que amado, cuando se está en la necesidad de carecer de uno u otro de ambos beneficios.

  Puede decirse, hablando generalmente, que los hombres son ingratos, volubles, disimulados, que huyen de los peligros y son ansiosos de ganancias. Mientras que les haces bien y que no necesitas de ellos, como lo he dicho, te son adictos, te ofrecen su caudal, vida e hijos, pero se rebelan cuando llega esta necesidad. El príncipe que se ha fundado enteramente sobre la palabra de ellos se halla destituido, entonces, de los demás apoyos preparatorios, y decae; porque las amistades que se adquieren, no con la nobleza y grandeza de alma, sino con el dinero, no pueden servir de provecho ninguno en los tiempos peligrosos, por más bien merecidas que ellas estén; los hombres temen menos el ofender al que se hace amar que al que se hace temer, porque el amor no se retiene por el solo vínculo de la gratitud, que en atención a la perversidad humana, toda ocasión de interés personal llega a romper; en vez de que el temor del príncipe se mantiene siempre con el del castigo, que no abandona nunca a los hombres.

  Sin embargo, el príncipe que se hace temer debe obrar de modo que si no se hace amar al mismo tiempo, evite el ser aborrecido; porque uno puede muy bien ser temido sin ser odioso; y él lo experimentará siempre, si se abstiene de tomar la hacienda de sus gobernados y soldados, como también de robar sus mujeres o abusar de ellas.

  Cuando le sea indispensable derramar la sangre de alguno, no deberá hacerlo nunca sin que para ello haya una conducente justificación y un patente delito. Pero debe entonces, ante todas cosas, no apoderarse de los bienes de la víctima; porque los hombres olvidan más pronto la muerte de un padre que la pérdida de su patrimonio. Si fuera inclinado a robar el bien ajeno, no le faltarían jamás ocasiones para ello: el que comienza viviendo de rapiñas, halla siempre pretextos para apoderarse de las propiedades ajenas, en vez de que las ocasiones de derramar la sangre de sus gobernados son más raras y le faltan con la mayor frecuencia.

  Cuando el príncipe está con sus ejércitos y tiene que gobernar una infinidad de soldados, debe de toda necesidad no inquietarse de pasar por cruel, porque sin esta reputación no puede tener un ejército unido, ni dispuesto a emprender cosa ninguna. Entre las acciones admirables de Aníbal se cuenta que teniendo un numerosísimo ejército compuesto de hombres de países infinitamente diversos, y yendo a pelear en una tierra extraña, su conducta fue tal que en el seno de este ejército, tanto en la mala como en la buena fortuna, no hubo nunca ni siquiera una sola disensión entre ellos, ni ninguna sublevación contra su jefe. Esto no pudo provenir más que de su desapiadada inhumanidad, que unida a las demás infinitas prendas suyas, le hizo siempre tan respetable como terrible a los ojos de sus soldados. Sin cuya crueldad no hubieran bastado las otras prendas suyas para obtener este efecto. Son poco reflexivos los escritores que se admiran, por una parte, de sus proezas; y que vituperan, por otra, la causa principal de ellas. Para convencerse de esta verdad, que las demás virtudes suyas no le hubieran bastado, no hay necesidad más que del ejemplo de Scipión, hombre muy extraordinario, no solamente en su tiempo, sino también en cuantas épocas nos recuerda sobresalientes memorias de la Historia. Sus ejércitos se rebelaron contra él en España, únicamente por un efecto de su mucha clemencia, que dejaba a sus soldados más licencia que la disciplina militar podía permitirlo. Le reconvino de esta extremada clemencia, en Senado pleno, Fabio, quien, por esto mismo, le trató de corruptor de la milicia romana. Destruidos los Locrios por un teniente de Scipión, no había sido vengado, y ni aun él había castigado la insolencia de este lugarteniente. Todo esto provenía de su natural blando y flexible, en tanto grado que el que quiso disculparle por ello en el Senado dijo que había muchos hombres que sabían mejor no hacer faltas que corregir las de los demás. Si él hubiera conservado el mando, con un semejante genio, hubiera alterado a la larga su reputación y gloria; pero como vivió después bajo la dirección del Senado desapareció esta perniciosa prenda, y aun la memoria que de ella se hacía, fue causa de convertirla en gloria suya.

  Volviendo, pues, a la cuestión de ser temido y amado, concluyo que, amando los hombres a su voluntad y temiendo a la del príncipe, debe éste, si es cuerdo, fundarse en lo que depende de él y no en lo que depende de los otros, haciendo solamente de modo que evite ser aborrecido como ahora mismo acabo de decir.

 

Capítulo XVIII

De qué modo los príncipes deben guardar la fe dada

  ¡Cuán digno de alabanzas es un príncipe cuando él mantiene la fe que ha jurado, cuando vive de un modo íntegro y no usa de astucia en su conducta! Todos comprenden esta verdad; sin embargo, la experiencia de nuestros días nos muestra que haciendo varios príncipes poco caso de la buena fe, y sabiendo con la astucia, volver a su voluntad el espíritu de los hombres, obraron grandes cosas y acabaron triunfando de los que tenían por base de su conducta la lealtad.

  Es menester, pues, que sepáis que hay dos modos de defenderse: el uno con las leyes y el otro con la fuerza. El primero es el que conviene a los hombres; el segundo pertenece esencialmente a los animales; pero, como a menudo no basta, es preciso recurrir al segundo. Le es, pues, indispensable a un príncipe, el saber hacer buen uso de uno y otro enteramente juntos. Esto es lo que con palabras encubiertas enseñaron los antiguos autores a los príncipes, cuando escribieron que muchos de la antigüedad, y particularmente Aquiles, fueron confiados, en su niñez, al centauro Chirón, para que los criara y educara bajo su disciplina. Esta alegoría no significa otra cosa sino que ellos tuvieron por preceptor a un maestro que era mitad bestia y mitad hombre; es decir, que un príncipe tiene necesidad de saber usar a un mismo tiempo de una y otra naturaleza, y que la una no podría durar si no la acompañara la otra.

  Desde que un príncipe está en la precisión de saber obrar competentemente según la naturaleza de los brutos, los que él debe imitar son la zorra y el león enteramente juntos. El ejemplo del león no basta, porque este animal no se preserva de los lazos, y la zorra sola no es más suficiente, porque ella no puede librarse de los lobos. Es necesario, pues, ser zorra para conocer los lazos, y león para espantar a los lobos; pero los que no toman por modelo más que el león, no entienden sus intereses.

  Cuando un príncipe dotado de prudencia ve que su fidelidad en las promesas se convierte en perjuicio suyo y que las ocasiones que le determinaron a hacerlas no existen ya, no puede y aun no debe guardarlas, a no ser que él consienta en perderse.

  Obsérvese bien que si todos los hombres fueran buenos este precepto sería malísimo; pero como ellos son malos y que no observarían su fe con respecto a ti si se presentara la ocasión de ello, no estás obligado ya a guardarles la tuya, cuando te es como forzado a ello. Nunca le faltan motivos legítimos a un príncipe para cohonestar esta inobservancia; está autorizada en algún modo, por otra parte, con una infinidad de ejemplos; y podríamos mostrar que se concluyó un sinnúmero de felices tratados de paz y se anularon infinitos empeños funestos por la sola infidelidad de los príncipes a su palabra. El que mejor supo obrar como zorra tuvo mejor acierto.

  Pero es necesario saber bien encubrir este artificioso natural y tener habilidad para fingir y disimular. Los hombres son tan simples, y se sujetan en tanto grado a la necesidad, que el que engaña con arte halla siempre gentes que se dejan engañar. No quiero pasar en silencio un ejemplo enteramente reciente. El Papa Alejandro VI no hizo nunca otra cosa más que engañar a los otros; pensaba incesantemente en los medios de inducirlos a error; y halló siempre la ocasión de poderlo hacer. No hubo nunca ninguno que conociera mejor el arte de las protestaciones persuasivas, que afirmara una cosa con juramentos más respetables y que al mismo tiempo observara menos lo que había prometido. Sin embargo, por más conocido que él estaba por un trapacero, sus engaños le salían bien, siempre a medida de sus deseos, porque sabía dirigir perfectamente a sus gentes con esta estratagema.

  No es necesario que un príncipe posea todas las virtudes de que hemos hecho mención anteriormente; pero conviene que él aparente poseerlas. Aun me atreveré a decir que si él las posee realmente, y las observa siempre, le son perniciosas a veces; en vez de que aun cuando no las poseyera efectivamente, si aparenta poseerlas, le son provechosas. Puedes parecer manso, fiel, humano, religioso, leal, y aun serlo; pero es menester retener tu alma en tanto acuerdo con tu espíritu, que, en caso necesario, sepas variar de un modo contrario.

  Un príncipe, y especialmente uno nuevo, que quiere mantenerse, debe comprender bien que no le es posible observar en todo lo que hace mirar como virtuosos a los hombres; supuesto que a menudo, para conservar el orden en un Estado, está en la precisión de obrar contra su fe, contra las virtudes de humanidad, caridad, y aun contra su religión. Su espíritu debe estar dispuesto a volverse según que los vientos y variaciones de la fortuna lo exijan de él; y, como lo he dicho más arriba, a no apartarse del bien mientras lo puede, sino a saber entrar en el mal, cuando hay necesidad. Debe tener sumo cuidado en ser circunspecto, para que cuantas palabras salgan de su boca lleven impreso el sello de las cinco virtudes mencionadas; y para que, tanto viéndole como oyéndole, le crean enteramente lleno de bondad, buena fe, integridad, humanidad y religión. Entre estas prendas no hay ninguna más necesaria que la última. Los hombres, en general, juzgan más por los ojos que por las manos; y si pertenece a todos el ver, no está más que a un cierto número el tocar. Cada uno ve lo que pareces ser; pero pocos comprenden lo que eres realmente; y este corto número no se atreve a contradecir la opinión del vulgo, que tiene, por apoyo de sus ilusiones, la majestad del Estado que le protege.

  En las acciones de todos los hombres, pero especialmente en las de los príncipes, contra los cuales no hay juicio que implorar, se considera simplemente el fin que ellos llevan. Dedíquese, pues, el príncipe a superar siempre las dificultades y a conservar su Estado. Si sale con acierto, se tendrán por honrosos siempre sus medios, alabándoles en todas partes: el vulgo se deja siempre coger por las exterioridades, y seducir del acierto. Ahora bien, no hay casi más que vulgo en el mundo; y el corto número de los espíritus penetrantes que en él se encuentra no dice lo que vislumbra, hasta que el sinnúmero de los que no lo son no sabe ya a qué atenerse.

  Hay un príncipe en nuestra era que no predica nunca más que paz, ni habla más que de la buena fe, y que, al observar él una y otra, se hubiera visto quitar más de una vez sus dominios y estimación. Pero creo que no conviene nombrarle.